Cada vez pienso más en Colombia, y tengo muchísimas ganas de volver.

No sé cómo protegerme de la mirada de John. El grasiento, escurridizo y defraudado director de informativos. ¿Qué se puede hacer con un hombre así?

– La audiencia -dice. Tiene los informes de Nielsen de los últimos cuatro meses en una pequeña pila ordenada encima de la mesa-. Si hiciéramos un gráfico, Liz, iría directo al cielo. ¿Quién se hubiera imaginado que todo esto aumentaría nuestros índices de audiencia? Supongo que a la gente le gustan las lesbianas. A mis amigos les caen bien.

– No hace falta que me digas eso -replico.

– Sabes que no tenemos prejuicios contra ti, Liz, nos caes bien. Somos tus amigos. Era una broma.

– Ah.

– ¡Sí, maldita sea, una broma! Es que… no puedo creer que lo dejes. No hemos dejado de apoyarte, y tal y como estaban las cosas… Nos debes mucho.

– ¿Qué, John?

– La polémica, Liz. Es lo único a lo que me refiero. Si quieres ir a casa y tirarte a un perro, me da igual, ¿vale? Acuéstate con quien quieras. Yo dirijo los informativos. Lo único que me interesan son los índices de audiencia. Y están altísimos. El público ha hablado, ¿sabes lo que quiero decir? No sé si es por tu sexualidad o por tu religiosidad, pero te quieren. Liz, estamos en Boston: la capital del liberalismo. Sea lo que sea, están diciendo que les gusta. No pregunto por qué, a veces me lo dicen y otras veces no. A unos no les gusta tu acento, a otros que te tiñas el pelo de rubio. Hay mil razones para que no les gustes. Pero la mayoría te adora. Te necesitamos. Por favor.

– Lo siento.

– ¿Quieres ser productora o qué, muñeca? Dime qué quieres para quedarte. Lo que quieras.

No tengo que pensarlo. A estas alturas, sería un alivio no tener que aparecer más por aquí. Las musas me han inspirado para que haga algo mejor con mi vida. Quiero escribir poesía. En Colombia. Quiero volver a casa.

– No, gracias -digo-. Te lo agradezco. Pero no. Necesito dejarlo.

– ¿Qué?

– Lo siento. Pero no.

– Mira, Liz, sabías que en algún momento tendrías que ponerte al otro lado de la cámara, ¿o no? No puedes ser presentadora siempre, ¿verdad? Empiezan las arrugas, la doble papada, unas cuantas canas, ya sabes cómo va esto.

– Creo que no me entiendes -digo-. No quiero saber nada más del informativo.

– Entonces, acepta el puesto de productora. De verdad que necesitamos a alguien como tú en el otro bando. Si te vas, lo lamentarás.

– ¿Yo?

– Tienes mucha experiencia y buenas ideas. Y hablas español.

– Lo siento, John. Ha llegado el momento de hacer otra cosa. Me he sentido así desde que emitimos aquellos anuncios con esa profunda voz diciendo: «Cubrimos el tiempo como si fuera noticia… porque el tiempo es noticia». De todas formas, gracias.

– Entonces ¿te vas?

– Supongo que sí.

Suspira.

– Lo siento de cojones, Liz. Eras una buena presentadora. La mayoría de la gente tiene mierda en lugar de cerebro.

– Sí.

– Habla con Larry en recursos humanos y te calculará el finiquito. Puedes contar con un par de meses de sueldo al menos. Te lo arreglaremos.

– Gracias.

Me levanto y le doy la mano.

– Eh -dice-. ¿Sin rencores?

– Ninguno -le digo-. Te deseo lo mejor. Ha sido interesante.

– Si alguna vez necesitas una buena referencia, llámame -dice.

Decido llamar a Larry más tarde. Ahora sólo quiero salir de este edificio. El aire está cargado con el dulce olor de la muerte. Ni siquiera me quito el maquillaje. Cojo el abrigo y el gorro, y me dirijo al ascensor del aparcamiento, sin escolta esta vez. No quiero seguir aquí ni un segundo. Salgo del aparcamiento conduciendo la camioneta a toda velocidad para alejarme de los locos que gritan con la boca abierta, toda una costumbre ya. Cuando ya estoy en la autopista, llamo a Selwyn a su oficina.

– ¿Recuerdas el año sabático que me has dicho que podías tomar cuando quisieras? -pregunto.

Estoy jadeando como si hubiera corrido los cien metros lisos.

– Claro -dice-. ¿Por qué?

– ¿Cuándo puedes tomártelo?

– Ahora. Las clases de verano no empiezan hasta dentro de unos días, y, además, no doy muchas clases. Este semestre me tienen investigando, quieren que publique. Así es la vida académica. ¿Por qué?

– Entonces tómate el año sabático. Nos vamos a Colombia.

– ¿A Colombia?

– Puedes escribir allí, ¿no?

– Puedo escribir en cualquier parte donde haya papel.

Se lo explico mientras conduzco. Voy a toda velocidad, volando rumbo a mi vida, libre por fin. Quiero irme de esta tierra baldía, fría y gris, de esta cultura odiosa donde la gente no te abraza si no hay sexo de por medio, de las mentiras y exageraciones de la gente sin principios. Quiero sentir de nuevo la brisa tropical en la piel. Quiero ver las caras de mi gente otra vez, oír el ritmo de nuestra lengua. No puedo explicarlo bien, pero tengo verdadera necesidad de volver a Colombia. Le cuento que lo he dejado, le cuento mi sueño.

– Necesito intentar escribir poesía -le digo-. En español, sobre mi vida, y necesito hacerlo en Colombia.

– Está bien -dice-. Pensémoslo bien. Asegurémonos de que eso es lo que quieres hacer.

– Lo es. Lo he pensado, y necesito extender mis alas y volar, Sel, intentar ser la poeta que siempre quise ser. Pero no en inglés. No en tu idioma. Quiero escribir sobre mí y quiero hacerlo en mi propio idioma. Quiero escribir en español sobre la experiencia de ser lesbiana, un idioma que nunca ha aceptado a las mujeres como yo. Quiero tomar un machete y desbrozar la jungla de la ignorancia. Aunque parezca una locura, quiero regresar a Colombia.

– ¿Estás segura? Ahora la cosa está chunga por allí.

Lo estoy. Nos vamos durante un año, y espero que Selwyn llegue a comprender quién soy. Aprenderá a bailar a mi ritmo como yo aprendí a bailar al suyo.

Selwyn, tal como es, hace lo que tiene que hacer, se aferra a la oportunidad de experimentar algo nuevo. Hacemos las maletas, comemos pizza y bailamos a ritmo de Nelly Furtado, su artista favorita. Alquilamos nuestras casas a unos universitarios cuyos padres pueden costeárselo, y dejo la camioneta en el enorme garaje de casa de Sara.

Contactamos con una inmobiliaria colombiana para alquilar una casa amueblada para todo el año en la costa de Barranquilla. Sara nos lleva al aeropuerto con los niños, en su Range Rover. Nos menciona unas extrañas llamadas llorosas que ha recibido últimamente, y que según la policía, proceden de Madrid. Roberto no cede. Aún no hemos oído la última palabra de su boca enfermiza. La situación económica y el bienestar físico de Sara me preocupan. No me iría para siempre sólo por ella. Por ella -y por Roberto, porque le temo-, tengo que regresar pronto. Nos despiden con un fuerte abrazo. Nos subimos al avión.

Cuando llegamos a Barranquilla, el aire es azul y salado, y las flores extienden su perfume por doquier. Selwyn se viste con una falda y lleva gafas de sol, se pone el diccionario español-inglés bajo el brazo, y empieza a explorar los mercados y las cafeterías.

Abro la ventana de mi pequeño estudio y me siento ante el escritorio y la máquina de escribir. Abro la ventana, doy la bienvenida a las musas y empiezo a escribir.

En casa.


Cuando leáis esto, estaré en San Juan, sufriendo con indignación este horrible vestido de dama de honor. Aunque sea de Vera Wang, es atroz. Deseadme buena suerte. Voy a intentar coger el ramo.

De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ

Capítulo 21. USNAVYS

Mis sobrinos, vestidos con esmoquines infantiles, sacan cajitas de cartón con palomas blancas de mi tío y se colocan en los peldaños de entrada a la iglesia. Como ensayado, las colocan en el suelo junto a Juan y a mí. Estos pájaros gorjean como palomas comunes. Le doy un golpecito a Juan en el brazo y le digo:

– Oye, ¿tú sabías que las palomas blancas suenan igual que las comunes? ¿No deberían hacer sonidos más elegantes?

Juan pone los ojos en blanco y me besa los labios otra vez:

– Sólo a ti se te ocurriría algo así -dice con una sonrisa.

– ¿Qué?

– Las palomas blancas son palomas comunes. Es el mismo pájaro, pero con más publicidad.

– Ni hablar, no mientas.

Le pego en el brazo, y se me baja el hombro del vestido.

Juan finge que le duele el golpe justo cuando sale el cura y me mira horrorizado. Es el hermano del marido de la prima de mi madre, pero no le he gustado desde que le dije que merecía ir de blanco, porque los médicos casados no cuentan. Necesita relajarse. ¡Mira cuántos invitados! Cientos de personas, mi'ja. ¿Quién iba a pensar que tenía tantos amigos?

Cuando empiezan a sonar las campanas de la torre, mis sobrinos abren las cajas. Las palomas se quedan quietas un instante como si no supieran qué hacer. Doy una patadita a una de las cajas con la puntera de mis sandalias de seda Jimmy Choo.

– ¿A qué esperáis, palomas? -les pregunto-. ¡A volar, ya! ¡Sois libres!

Una a una, las tres docenas de palomas salen revoloteando de las cajas y se elevan hacia el cielo azul cobalto de San Juan, hacia pequeñas nubes blancas y algodonadas. Los invitados las miran protegiéndose los ojos con las manos, y vitoreando. Los muy bobos me tiran arroz en el pelo. Les pedí que no hicieran eso. ¿No saben lo que he tardado en alisarme el pelo y colocarme las extensiones de rizos rubios? No quiero pasarme mi luna de miel expurgando arroz.

Juan y yo corremos a la limusina, y juraría que el pobrecito está a punto de tropezarse con el bajo del pantalón del esmoquin. Intenté que se hiciera una prueba decente, pero me dijo que estaba demasiado ocupado. Me sostiene la puerta y me lanzo dentro. Juan mete la larga cola detrás de mí, salta dentro, y nos acomodamos. He nacido para ir en limusina. Todo este espacio, el champán y el pequeño televisor. Podría vivir aquí detrás. Aprieto el botón para bajar la ventana y grito a mis amigas: