– Su marido igual. Y aun así, tuve que comprarles los muebles, y que ayudarles con la comida. También contribuyo con el alquiler todos los meses. ¿Ves lo que quiero decir? Este país es despiadado.

– Dios mío.

– Nancy estudia informática en su tiempo libre. E inglés. Pero como ellos no están nunca, los chicos hacen lo que quieren. Por eso soy tan duro con ellos, mi amor, porque no tienen nadie cerca que les enseñe un poco de disciplina, excepto Cuca. -Baja la voz y pone los ojos en blanco-. Cuca es la suegra de Nancy, y está un poco loca.

Se apunta con un dedo en la sien haciendo circulitos.

Osvaldo entra en la habitación con una caja de pasas vacía. Le ha quitado la parte de atrás para podérsela colgar en el cinturón de los pantalones que se acaba de poner. Entra pavoneándose en la habitación, un enano de apenas ocho años, y se para delante de nosotros con una gran sonrisa. Hace como si la caja fuera un busca, y se la quita tal y como ha visto hacer tantas veces a Amaury.

– ¿Qué lo que…? -dice, como si estuviera en el teléfono.

Pone su diminuta mano sobre su diminuta bragueta.

Amaury coge la caja de pasas y la tira al otro extremo de la habitación.

– No hagas eso -dice, arrodillándose para estar a la altura del niño-. No tiene ninguna gracia. Te lo he dicho antes, no me copies. ¿Entiendes? ¿Dónde están tus deberes?

Osvaldo se ríe y sale corriendo, gritando palabrotas en inglés. Cierra de un portazo la puerta de su habitación. Amaury se sienta a mi lado en el sofá, apoya los codos en las rodillas, y reposa la cabeza en sus manos.

– ¿Ves cómo son las cosas? -me pregunta-. ¿Qué se supone que debo hacer? Piensan que soy genial, ¿sabes? He intentado ocultárselo, pero saben a lo que me dedico.

Me mira.

– Ése, Osvaldo, fue expulsado el otro día del colegio por fingir ser traficante. El profesor lo pilló con una bolsita llena de jabón en polvo, y creyeron que era cocaína. Pensaron que estaba vendiendo cocaína a sus compañeros. Dijeron que no era la primera vez.

– Vaya.

– Sí.

Se recuesta en el sofá, se coloca las manos detrás de la cabeza, y respira hondo.

– Ven aquí -dice, abriéndome los brazos.

Lo hago y nos quedamos así, sentados en el sofá de su hermana, escuchando música, hasta que Cuca nos llama a todos a cenar.

Nos sentamos a una mesa tambaleante en la pequeña y fría cocina, y comemos en platos distintos. Cuca ha preparado mofongo: un puré de plátanos, chicharrones y ajo, y un estofado de pollo con arroz blanco y frijoles. La comida está deliciosa, y Amaury parece haberse ablandado un poco con los niños en cuanto ha empezado a comer. Los chavales le cuentan su día, la chica le habla de una obra de teatro escolar en la que quiere participar.

– Qué bien -dice-. ¿Has leído el libro que te di?

– No -dice.

– ¿Por qué no?

– Estado ocupada.

– He estado ocupada -la corrige.

– Cállate -le dice.

Sé bien cómo se siente.

La mira dubitativamente, y termina de comer. Cuando todos acabamos, la joven quita la mesa y empieza a fregar los platos con agua fría. Cuando abre el grifo, la pared emite un gemido que despertaría a los muertos, y las cañerías resuenan. Me ofrezco a ayudarla, pero Amaury me aparta.

– Nos vamos -dice.

Al salir, el marido de Nancy llega a casa de su primer trabajo de mecánico, está tan cansado como su mujer. Me saluda y sube tambaleante las escaleras.

– ¿Cuántos años tiene tu hermana? -le pregunto cuando volvemos al Honda.

– Veintiocho.

– ¿Sólo? ¡Si tiene mi edad! ¡Parece que tiene cuarenta!

– Sí.

– ¿Y los niños?

– Ella catorce, y los chicos ocho y diez años.

– ¿Tuvo la niña con catorce?

– Eso no es raro en Santo Domingo -dice.

– Dios mío. ¿Son del mismo padre?

Me imita.

– Dios mío. No, no son del mismo tipo. No quiero hablar de eso.

– No tenía ni idea.

– Lo sé. Por eso quise traerte aquí. ¿Me entiendes ahora? ¿Entiendes por qué hago lo que hago?

– Sí.

– Bien.

– Pero tiene que haber una salida.

Se encoge de hombros.

– Quizá. Si se te ocurre una, me la cuentas.

– ¿Cuánto ganas a la semana?

– Quinientos dólares, sin impuestos.

Yo me río al oír «sin impuestos». Gana mucho menos de lo que esperaba. Entonces se me ocurre una idea.

– Tengo una amiga que acaba de conseguir un contrato discográfico -le digo.

– ¿Sí? Felicidades.

Aparcamos cerca de mi apartamento. Amaury tendrá que mover el coche a las seis de la mañana o se lo llevará la grúa. Andamos en silencio el resto del camino. Una vez dentro, nos sentamos a la mesa del comedor y seguimos hablando.

– Me llamó el otro día y me preguntó si conocía a alguien que quisiera unirse a su grupo callejero.

– ¿Qué es eso?

– Cosas del negocio del disco, tienes que preguntarle a ella. Creo que en las fiestas pones su disco, y regalas copias por ahí para despertar interés en la calle por su música.

– ¿Te pagan por eso?

– Te lo juro. Sí.

Se ríe.

– Me encanta este país -dice intrigado.

Llamo a Amber a su casa. Contesta al teléfono en un idioma que nunca he escuchado antes, me imagino que es náhuatl. Oigo a Gato cantando de fondo.

– Eh, Amber, soy yo, Lauren.

– Por favor llámame Cuicatl -dice-. Es mi nuevo nombre. No soy india a tiempo parcial.

Como siempre, no tiene ningún sentido del humor.

– Te llamaría por tu nuevo nombre si pudiera pronunciarlo, ¿vale? Pero no puedo. Así que para mí eres Amber.

No se ríe. Desde que empezó con todo esto del movimiento, parece haber perdido el sentido del humor. Como la vez que hablábamos por teléfono y estornudó; le dije: «¡Salud!», en español, pero se puso toda digna y me dijo: «No estoy enferma. No digas eso».

Vaaaaaale.

– Mira, te llamaba por lo que hablamos el otro día de los grupos callejeros para promocionar tus discos.

– ¿Ya has encontrado a alguien?

– ¿Cuánto pagas?

– Depende de las horas.

Le cuento toda la historia de Amaury. Me escucha tranquilamente y dice:

– Encantada de ayudarle, Lauren. La Raza está siempre expuesta al crimen. No es nada nuevo. Es parte del plan de los europeos para destruirnos. ¿Cuánto gana?

Supongo que sería el momento de decirle que Amaury no es exactamente indio, ya que los españoles borraron todo rastro de los indios en la República Dominicana y Puerto Rico. Que crea que es un Raza. ¿Qué más da?

– Escucha -le digo-. Habla tú con él. Está aquí conmigo.

Le doy el teléfono a Amaury, y habla con Amber en español por lo menos quince minutos. No puedo entender la mitad de lo que está diciendo, porque habla muy rápido. Pero oigo que le da su dirección y deletrea su nombre antes de devolverme el teléfono.

– Hola -digo.

– Ya está en mi nómina -me dice-. Voy a igualar lo que gana, pero quiero que te asegures de que hace lo que debe. Te enviaré un correo electrónico con la descripción del trabajo de un callejero a jornada completa.

– Gracias, Amb-Kweeecatel, o como sea.

– De nada. Me alegro de poder ayudar a nuestra gente. Parece un buen tipo.

«Parece un buen tipo.» Me gusta oír eso. No creo que ninguna otra temeraria hubiera hablado así de Amaury.

Colgamos. Amaury sonríe. Se ha quitado el busca, y lo está desmontando con una navaja, sacándole las tripas.

– ¿Qué haces? -le pregunto.

– Se acabó.

Se le ve feliz. Se levanta y me besa.

– Estoy haciendo lo que tú siempre me has empujado a hacer -dice-. Voy a empezar una nueva vida.


¡Feliz cinco de mayo! El otro día me puse a pensar lo que significa ser inmigrante. Con la prevención que hay contra ellos últimamente, olvidamos el valor que hace falta para dejar casa, idioma, familia y amigos, y cuánto miedo y desesperación hay que tener para dar el primer paso. Es realmente sobrecogedor pensar las dificultades a las que se enfrentan a diario tratando de empezar una nueva vida, cuántos desafíos para lograr las cosas que nosotros damos por sentadas: hablar con la cajera del súper, mandar una carta, pagar una factura, pedir un margarita en el bar de la universidad en Boylston…

De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ

Capítulo 20. ELIZABETH

Por fin he dimitido. He tardado cuatro meses, lo suficiente para ver si mi escándalo afectaría de verdad los índices de audiencia. No lo hizo. La gente seguía en sintonía. Pero toda esta experiencia me ha afectado mucho. No quiero salir en las noticias. Creo que los informativos, sobre todo los televisivos, son superficiales y una pérdida de tiempo. Así que lo hice. Dimití. Sin dudarlo.

John Yardly esperó hasta que terminé de dar las noticias de la mañana, andando de un lado para otro como animal enjaulado, sudando nervioso, y me pidió que fuéramos a su oficina. Le había dicho que tenía que hablar con él, y creo que sabía lo que le iba a decir. Aquello ya no tenía sentido.

Mientras le explico mis planes de dejar la profesión, se para al lado de la ventana y observa a un pequeño grupo de lunáticos que aún mantiene su vigilancia de odio en la calle. Hacen acto de presencia todas las mañanas. ¿Es que no tienen trabajo? Esto también se ha convertido en un combate ritual para otro grupo igual de chiflado que me apoya, y que se coloca en el lado opuesto de la calle con sus propias pancartas. Soy el foco de una guerra moral entre la extrema derecha cristiana y la extrema izquierda gay en el centro de Boston. La historia ha salido incluso en las noticias nacionales, que han hecho ver un enfrentamiento mucho mayor. Lo que más odio es a esas dos drag queens que han decidido presentarse disfrazadas, y que parecen las mujeres más gordas, peludas y feas del mundo; eso no me ayuda.