– Hey, Osvaldo -dice Amaury aparcando junto a la puerta principal-. Métete dentro antes de que cojas frío. ¿Qué haces aquí fuera?

Sólo he estado en apartamentos así por trabajo, normalmente cuando ha habido un tiroteo o durante un arresto. Cruzamos la puerta principal, que no es exactamente tal, porque falta la puerta. Es un agujero en la pared con bisagras oxidadas donde antes había una puerta. El vestíbulo comunitario huele a lejía y a pis, y está oscuro. La vieja lámpara se ha despegado de la pared, y los restos de lo que estoy segura es pintura de plomo cubren los escalones.

– Ese propietario cabrón todavía no ha arreglado la luz -dice Amaury, pegando un puñetazo en la pared-. Deberían meterlo en la cárcel por cómo trata a la gente que vive aquí. Cree que somos animales. Le digo a mi hermana que no pague el alquiler hasta que arregle las cosas, pero ella le paga igual. Le tiene miedo.

La hermana de Amaury vive en el primer piso. Cuando llegamos, está barriendo el pasillo cerca de la puerta de su casa. Su robusto cuerpo está embutido en unos pantalones vaqueros rojos muy ceñidos y lleva una sudadera blanca con lo que debió de ser una imagen de Santo Domingo. Lleva el pelo estirado, recogido en una coleta, y parece la joven más vieja que he visto en mi vida, con pronunciadas ojeras bajo unos bonitos ojos color avellana.

– Hola, Nancy -dice, y le da un abrazo.

Ella lo abraza también.

Entonces, en español, le dice:

– Quiero presentarte a mi novia.

Extiendo la mano para estrechársela, y ella parece sorprendida. Me extiende una mano que saca de atrás, donde intenta deshacer un nudo, y me la estrecha insegura.

– ¿Cómo le va? -le pregunto.

– Ahí voy -contesta.

Es una respuesta triste, de una mujer triste.

Osvaldo cruza la puerta astillada que comunica el pasillo con el balcón donde lo hemos visto. Lleva calcetines, camisa y ropa interior, y sostiene un gatito llorón en una mano. Tiene un ojo lleno de pus. Quiero llorar. En la otra mano sostiene un juguete, un robot de plástico al que le faltan los brazos. Sonríe y observo que este muchacho va a ser aún más guapo que su tío.

– ¿Qué te he dicho? -le grita Amaury, levantando la mano como para pegarle-. ¡Entra en casa! ¡Te vas a poner malo!

Y a su hermana:

– Pero ¿qué haces dejándole andar por ahí así? Hace frío. Le he comprado ropa, úsala. ¿Qué te pasa?

Nancy lo ignora y sigue barriendo. Si esta mujer alguna vez tuvo un ápice de energía o alegría en el cuerpo, hace tiempo que la perdió. Amaury y yo entramos en el apartamento.

No hay mucho que ver, sólo un largo y retorcido pasillo con una serie de habitaciones a cada lado. Hay tres dormitorios, un salón, una cocina y un baño. Un chico mayor, gordo y jadeante, está sentado en el suelo del salón jugando a las canicas. Las tira al suelo y mira cómo ruedan hacia un lado del cuarto. No tiene que empujarlas para que rueden; pura gravedad. El apartamento se inclina hacia un lado, y me da la impresión de estar en una atracción de feria.

– Jonathan -Amaury regaña el chico-. Levántate y ve a limpiar tu habitación. ¿Has hecho los deberes?

El chico lo mira con ojos caídos, como los de una vaca. No tiene pinta de ser muy inteligente, siento decirlo. Respira con la boca abierta, y me mira.

– ¿Quién es la guapa señorita? -pregunta.

Amaury levanta la mano de nuevo, como si fuera a pegarle.

– No seas maleducado -dice-. Ésta es Lauren, mi novia. Ahora vete a hacer los deberes.

Jonathan se levanta y se tambalea hacia la cocina en su chándal ajustado con camiseta de Bugs Bunny. Lo seguimos. De pie junto a una cocina diminuta y removiendo un par de ollas de aromática comida, hay una mujer mayor con un brillante pelo pelirrojo, raíces grises y negras, pantalones cortos negros y suéter de leopardo. Su arrugado pecho sobresale del escote. Sonríe con los labios pintados de rojo, el lápiz de labios decora sus dientes amarillos.

– Cuca -dice Amaury, mientras se inclina para darle un beso-. ¿Cómo estás hoy?

La mujer le devuelve el beso con un tintineo de pulseras baratas, y vuelve la cara hacia mí.

– Ésta es mi novia, Lauren -dice Amaury.

– Encantada de conocerte -dice Cuca en español.

Tiene una voz ronca de fumadora empedernida.

– Igualmente -contesto, en español.

– ¿Eres americana? -pregunta.

– Mi padre es de Cuba -digo con un español con marcado acento.

Ella y Amaury se ríen a carcajadas.

– Tú eres americana -dice Cuca, dándome una palmadita condescendiente en el brazo.

– Mi pequeña belleza americana -dice Amaury, y me besa.

Jonathan está de pie delante de la nevera abierta, comiendo trocitos de queso de la palma abierta de su mano, masticando con la boca abierta. Es un gordo. Amaury le aparta del camino y cierra la puerta de un golpe.

– Dame eso -dice quitándoselo-. Deja de comer tanto. Te estás poniendo gordo. Vete a hacer los deberes como te he dicho.

El chico se ríe, aunque veo en su mirada que está dolido.

– No hay por qué decirle eso -digo, cuando el muchacho sale del cuarto.

– Sí -dice Amaury-. Está gordo. Míralo.

– Estás hiriéndole. En su autoestima.

Una palabra que aprendí en un programa de televisión en español.

Amaury ignora mi comentario.

– ¿Quieres tomar algo? -pregunta.

Abre uno de los armarios, y me asusto al ver la calle dentro.

– Dios -digo-. Hay un agujero en la pared.

– Sí -dice Amaury con una sonrisa de sabelotodo-. A eso me refería antes. El propietario es un cabrón.

Nos sirve un zumo de uva en un par de frascos que hacen la vez de vasos, y volvemos al salón. Aparece una adolescente hablando por el teléfono inalámbrico. También es muy guapa. Habla en inglés, riéndose tontamente con un amigo. Se acerca al sofá de piel negra y se sienta. Lleva pantalones vaqueros anchotes, un suéter ajustado a rayas y pendientes de oro grandes. Algo en ella me recuerda a Amber cuando la conocí por primera vez en la universidad. En la parte delantera de su melena larga y oscura lleva mechas gruesas rubias y rojizas. Tiene unos bonitos ojazos. No lleva maquillaje. Tiene la piel lisa y perfecta. No sé quién desembarcó en la República Dominicana, pero dio lugar a gente guapísima.

El mobiliario de la habitación está bien, estilo nuevo inmigrante. Muebles de cuero, mesita de café de cristal, parecido al mobiliario de Usnavys. ¿Por qué será que los inmigrantes, no importa de dónde vengan, siempre compran este tipo de muebles y los cubren de plástico? Pueden ser de cualquier parte del mundo, pero siempre tienen esas vitrinas llenas de figuritas cursis y lámparas de pie que parecen flores de tallo largo. El dormitorio siempre es de madera barnizada con bordes dorados. Las cortinas son rosas, de encaje, y todo está impecable y ordenado. Un mueble acoge el televisor, que está apagado, y el equipo de música que enciende Amaury, liberando un merengue de Oro Sólido.

– Bájalo, estúpido -grita la adolescente en un inglés áspero y torpe que la ayudará a defenderse en las calles algún día, pero que nunca la ayudará a encontrar un buen trabajo o a entrar en una universidad, o, por qué no decirlo, a acabar la secundaria. Se tapa un oído haciendo un esfuerzo por atender a lo que le están diciendo por el teléfono.

– Vete a tu cuarto -dice Amaury-. Y deja el teléfono. Hablas demasiado por teléfono.

Le quita el teléfono y habla con la persona que está al otro lado de la línea. Contrae la cara enfadado y cuelga.

– Pero ¿qué haces? -grita la jovencita, intentando golpearle con unos brazos raquíticos y unas uñas largas muy pintadas, llena de anillos y pulseras.

– Ya te lo he dicho, no quiero verte hablando con chicos. Ningún chico, ¿me oyes? Eres demasiado joven. Céntrate en tus estudios.

– Te odio -dice, tratando de arrebatarle el teléfono.

Él lo sostiene por encima de su cabeza.

– ¿Qué te he dicho? Vete a tu cuarto.

La chica obedece, pero con una mirada de furia que hace mucho tiempo que no veía.

– ¿Siempre eres tan duro con ellos? -le pregunto en inglés.

Me contesta en español:

– Ésta es una de las cosas que más odio de este país. Aquí levantas la mano a un niño, y terminas en la cárcel. En Santo Domingo los niños te tienen respeto. Aquí no hay respeto porque no se les puede disciplinar.

– Al pegarle a un niño sólo se le enseña a tener miedo -digo-. Ser demasiado estricto con un adolescente es invitarle a rebelarse.

– Bueno, aquí es donde vivo. ¿Te gusta?

Otra cosa que me asombra de Amaury: nunca discute o guarda rencor. Deja las cosas correr. Te permite discrepar.

– Está muy bien -digo.

– Ven aquí.

Me lleva al dormitorio delantero, un cuarto diminuto con tres camas individuales.

– Aquí es donde duermo -dice-. Comparto el cuarto con Osvaldo y Jonathan. ¿Crees que está tan bien?

No. Es triste y pequeña. Pero está limpia. Hay cientos de libros en español apilados en una esquina. El apartamento entero está muy bien cuidado, decorado dentro de sus posibilidades, lleno de los olores de una buena comida y el sonido de la música.

– Podría ser peor -digo.

– ¿Por qué crees que estamos aquí, tonta? -pregunta-. Venimos de algo mucho peor. ¿Sabes esos niños de ahí fuera? A ellos esto les parece un palacio. Es cuanto conocen. Nunca han visto las casas donde viven mis clientes, en Newton. Nunca han visto un apartamento como el tuyo.

Volvemos al salón, y Nancy reaparece arrastrando los pies hacia su dormitorio. Sale vestida con el uniforme de guardia de seguridad y el pelo mojado y pegado a la cabeza.

– Me voy -nos dice, suspirando de agotamiento y haciendo sonar las llaves. Avisa a Cuca-. Me voy. Ya me voy.

Cuando se marcha, Amaury me cuenta que tiene dos trabajos, uno tras otro, todos los días menos el domingo. Limpia una oficina por las mañanas, viene a casa durante una hora para hacer labores domésticas, y vuelve a marcharse a trabajar por la tarde vigilando un edificio en la Universidad Northeastern. Llega a casa a medianoche.