Le pongo el condón, le pido que se quede en el suelo. Entonces me subo encima y me monto despacio en él, dejando que me llene. Nos miramos a los ojos, y me siento tan bien que lloro.

– ¿Estás bien? -pregunta.

– Sí -digo.

Empieza a moverme. Sonrío. Nos cogemos de la mano.

– Más que bien. Esto es asombroso.

– Sí. Lo es.

Cambiamos de postura varias veces, por toda la habitación, y finalmente terminamos en la cama, estilo perro. A Brad esa postura no le gustaba, pero yo la encuentro embriagadora. Al final, grito. De mi boca salen años de frustración reprimida, y me corro durante una eternidad.

André me sostiene. Nos besamos dulcemente.

– Increíble -dice.

– ¿Tú crees?

– Sí.

Descansamos, dormimos un rato. Pedimos comida.

Después volvemos a hacerlo.

Pasan dos días hasta que nos las arreglamos para salir de allí y hacer la más mínima compra.


El vestido de dama de honor es una de las mayores conspiraciones contra solteras que se han inventado. El mío acaba de llegar por correo, diez días antes de que mi amiga Usnavys se case, y casi lo confundo con un vestido de baile de 1970. Gracias, Navi. Así seguro que vas a ser la más guapa de la boda.

De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ

Capítulo 19. LAUREN

Amaury se acaricia los marcados abdominales, bajo las sábanas, a mi lado. Acabamos de hacer el amor con el canto matinal de los pájaros como banda sonora. Fatso está sentada en el marco de la ventana, molestándolos como si fueran a caerle en la boca, comida para llevar recién encargada. Nadie ha conseguido demostrar la inteligencia de esta gata. Amaury lleva un mes quedándose todas las noches y ya se ha acostumbrado a él. Yo también. No quiero que se vaya. Ni siquiera para ir a clase.

En los tres meses que llevamos juntos, he aprendido a querer a este hombre.

La ventana del dormitorio está abierta, y el increíble y salado aire primaveral de Boston acaricia nuestros cuerpos desnudos. Me siento libre, por primera vez en mi vida, realmente libre. Y feliz. Anoche, antes de quedarnos dormidos, me preguntó con una mirada asustada:

– ¿Te importaría oír algo que he escrito?

Era un pequeño cuento, a lo García Márquez. Me quedé de piedra. Mi español no es nada del otro mundo pero estar conAmaury me ha ayudado a pulirlo. Este chico sabe escribir. A pesar de ser un traficante. Hay música en sus palabras. Merengue. Y no merengue de Puerto Rico, que ahora lo distingo del dominicano. El merengue dominicano mola. ¿El puertorriqueño? No.

Las temerarias creen que estoy loca. Creen que un tipo tan guapo, con largas pestañas, que anda contoneándose, que huele a CK-1, que lleva un busca barato, al que le es indiferente llevar los cordones atados, que conduce pavoneándose por Centre Street y que conoce a cada personaje sospechoso… mierda, todas pensamos que un tipo así no puede ser bueno. Ni de casualidad. Se ríen de hombres como él. Y no sólo las temerarias. Cuando paseamos por Stop and Shop cogidos de la mano, todas las latinas de cierto nivel se ríen de nosotros. La gente de su clase también. Sus amigos creen que ha perdido el juicio por salir con una mujer independiente y educada como yo.

– Te quiero -le digo.

Se inclina sobre mí, me besa los párpados.

– Yo también te quiero.

– No vayas a clase. Quédate aquí todo el día. Vamos a jugar.

Amaury se ríe.

– Ojalá pudiera. Lo siento.

Sale de la cama y observo el corazón que tiene tatuado en la espalda. Está fuerte, hace pesas. Macizo.

– Voy a bañarme -dice en inglés-. ¿Vienes, mami?

– Quiero dormir -digo, soñolienta-. Unos minutitos más.

– Está bien -dice.

Cierro los ojos y floto de felicidad mientras el agua corre arriba.

No tenía previsto enamorarme de Amaury Pimentel, el camello. Admito que empecé a salir con él por despecho hacia ese engreído vaquero texicano. Pero después no. De repente, me vi mirando fijamente el cursor sin poder escribir ni una frase porque Amaury bailaba en mi cerebro. Un día Jovan vino a verme como suele, jugando con sus rastas, intentando coquetear. Y ya no me interesaba. Ni Jovan, ni Ed, ni nadie.

Sólo podía pensar en Amaury doblando cuidadosamente su ropa con las manos llenas de cicatrices. Sueño de día con la cicatriz de bala en su hombro y con su forma de llorar cuando oye una canción triste. Pienso en el collar de bolitas multicolores que lleva en el cuello, y en cómo lo coge con la mano como si fuera una única y flácida flor cuando se lo quita. Se santigua con él, se lo lleva a los labios con la cabeza inclinada en una oración por su salvación y seguridad en la calle, y por la salud y bienestar de su querida madre. Que Dios la bendiga, como dice siempre. Dios la bendice.

Amaury me sorprende constantemente. Hace cuentas en su cabeza que yo ni siquiera soy capaz de hacer con papel y lápiz. Tiene más sentido común que yo en toda mi vida junta, y nunca le da miedo decirme que actúo irracionalmente. Lee cuando veo la tele, dice que la vida es muy corta para perderla con la «caja boba», como la llama. Ahora lo único que quiero hacer es entregar mi columna e irme a casa, porque dentro de unas horas, Amaury llamará a mi puerta y entrará en mi mundo como el más bello y desafiante enigma al que me haya enfrentado jamás. Y adoro cómo se mueve en la cama, el poder de sus brazos, y la osadía de sus exploraciones. Nunca piensa que huelo mal, aunque así sea. No se molesta cuando no me depilo. Nunca piensa que estoy gorda.

¿Sigo llamando y colgando a Ed varias veces al día? Sí. ¿Me llama después y me dice que sabe que soy yo porque se registra mi número, y que si no dejo de molestarle me va a denunciar? No estoy orgullosa de ello, pero sí. Me da igual. Odio tanto a ese hombre que podría matarlo con mis propias manos.

Amaury vuelve al dormitorio, se pone los calzoncillos, sus vaqueros anchos, camiseta y cazadora, el collar, las botas y las gafas de sol. Y colonia. Olor a hombre. Me encanta ese olor a hombre. Me da un golpecito en el hombro para despertarme.

– Me voy -dice.

Me besa. Lo abrazo, cierro los ojos, y recorro su mejilla y cuello con mis labios.

– ¿Vuelves?

– Después de clase. ¿Quieres que compre algo?

– Copos de avena -digo.

Estoy comiendo mejor, y por primera vez no he engordado pese a sentirme feliz. Amaury me sugirió que comiera más a menudo, pequeñas cantidades, y que bebiera mucha agua. Está funcionando. Si me olvido, allí está él para recordármelo, con un vaso de agua y una tostada de pan integral. ¿Quién lo hubiera pensado?

Amaury acude a un curso de inglés para extranjeros y a uno de literatura española en el Roxbury Community College por las mañanas. Cuando se lo conté a las temerarias, no me creían. Es muy listo. No lo entienden.

Técnicamente, Amaury vive con su hermana, aquí en Jamaica Plain, no muy lejos, en la calle Washington por la parte de Franklin Park. Ella vive en ese barrio miserable, donde todas las casas de tres pisos se parecen: desvencijadas, desconchadas y tristes, como si alguien se les hubiera sentado encima. La madera del porche se deshace, cubierta de graffiti. Las latas vacías y las envolturas de caramelos parecen brotar de algún oscuro rincón. Hay unos cuantos arbustos esmirriados, pero no están allí por placer estético, sino para esconderse cuando la poli hace una redada. Hemos pasado por allí, pero todavía no me ha presentado.

Que conste, Amaury no vive en casas de protección oficial, como piensa Usnavys, y tampoco tiene ningún hijo. Le pregunté todo eso, y sacudió la cabeza.

– Ella cree que soy el Árabe -dice-. Hay un tipo en el barrio que se parece a mí y nos confunden todo el tiempo. Nos parecemos mucho, y eso me causa grandes problemas. Es un idiota. Le odio. La gente me para todo el tiempo porque creen que les debo dinero, pero es el otro tipo al que buscan.


Más tarde, ese mismo día, Amaury me recoge en la oficina en su Accord negro con un ambientador de manzana verde colgado del espejo retrovisor.

– Tengo que ir a ver a mi hermana -dice-. ¿Quieres venir?

– Está bien.

Nunca me había invitado a conocer a su familia. Me siento halagada. Miro mi aspecto en el retrovisor, y retoco lo que tiene que ser retocado.

El viaje es tranquilo, el coche huele bien. Nunca he visto a alguien cuidar el coche tanto como Amaury. Podrías pensar que es un ser humano, por cómo le habla, lo acaricia, lo alimenta, le da de beber, lo limpia, y le pasa un pequeño aspirador portátil que guarda en el maletero.

Tiene una cinta puesta y canta una canción que siempre le pone triste. ¿Creerías que un gran macho dominicano como él, un tipo de un país donde los hombres creen que tienen el derecho divino de enrollarse con cuatro mujeres a la vez, lloraría por cualquier cosa? Pero Amaury es diferente. Llora a la primera de cambio.

Conduce a casa de su hermana cantando con aire triste y una mano en el volante. Sacude la otra teatralmente, como si estuviera actuando para una gran multitud. Los caminos de la vida, no son como yo pensaba, no son como imaginaba, no son como yo creía.

– Era tan joven cuando vine -dice cuando termina la canción-. No es justo.

En ese momento, pasamos por el refugio de los sin techo en Jamaica Plain, a la altura de Franklin Park, y Amaury mira a unos tipos sentados fuera en una mesa de cemento fumando cigarrillos y vestidos con ropa de beneficencia.

– Ay, Dios mío -me dice, mientras los señala-. Eso si me da mucha vergüenza.

Verlos le pone tan triste que casi vuelve a llorar. En español, me pregunta:

– ¿Lo ves? ¿Ves cómo son las cosas para la gente como yo? Éstas son nuestras opciones.

Cuando llegamos a la desvencijada casa marrón de tres pisos donde vive su hermana, veo a un chaval en el balcón del primer piso, mirándonos. Está en camiseta y ropa interior, y empieza a saltar cuando ve a Amaury.