Los que no hablan español probablemente no sepan qué demonios es una «sucia» [2]. Está bien. No, en serio. Tampoco todas las sucias, las temerarias, hablamos español, pero no se lo contéis a mis editores del Boston Gazette, donde, cada vez estoy más segura, me contrataron sólo para cubrir el cupo red-hot-chili-pepper latino entre Charo y Lois Lane, y, donde, gracias a Dios, todavía no han descubierto que soy un fraude.

Soy una periodista bastante buena. Sin embargo, no soy una «latina» en toda regla, por lo menos no como ellos creen. Esta tarde un editor se detuvo ante mi escritorio y me preguntó dónde podía comprar frijoles saltarines mexicanos para la fiesta de cumpleaños de su hijo. Incluso si fuera mexicoamericana (pista: me dan ganas de depilar con cera la ceja de oruga peluda de Frida Kahlo, y soy completamente indiferente a cualquier cosa que incluya las palabras «boxeo» y «East L. A.»), no habría sabido algo tan tonto.

A estas alturas ya te habrás imaginado -gracias a la tele y a Hollywood- que una sucia es algo atractivo, con curvas y extranjero, algo súper latino, como el nombre misterioso de un santo católico de pelo ensangrentado y aspecto torturado, o como una preciada receta de una abuelita baja, gorda y arrugada, que hace magia erótica con el chocolate y todas sus hierbas y especias secretas mientras los mariachis aullan, Salma Hayek toca las castañuelas y Antonio Banderas cabalga entre cactus sobre un relinchante caballo blanco, o yo qué sé, como un cerdo con alas o una estupidez de ésas, todo ello dirigido por Gregory Nava y producido por Edward James Olmos. Supéralo de una vez. Es como, no es.

La idea original fue de Usnavys. «Sucia» es una expresión bastante ofensiva para la mayoría de los hispanohablantes, casi equivale al «hot» en inglés. Así que el «club social de las chicas sucias» [3] suena, podría decirse, irrespetuoso. ¿Verdad? Y detestable. También es un juego de palabras tomado del nombre de aquellos viejísimos músicos cubanos que grabaron con Ry Cooder y protagonizaron un documental alemán que, según todos los no latinos que conozco, tiene que encantarme por predisposición genética. (Pues no me gusta.) Las sucias, las temerarias, por usar una expresión más amable, somos listas y estamos al día en cultura pop. De acuerdo: quizá es una estupidez. Quizá seamos estúpidas. Pero nos divertimos, ¿vale? Bueno, menos Rebecca, pero ella es tan graciosa como las hemorroides de Hitler. (Yo no he dicho esto.)

Miro la hora en mi reloj Movado, un regalo de hace tres novios. El reloj tiene la esfera blanca, como mi cara cuando el hombre que me lo dio me dijo que volvía con su ex. Ed cree que no debería ponérmelo más, dice que le molesta. Pero yo le salgo con: «Mira, si tú me compraras algo la mitad de decente lo tiraría». Es un buen reloj. Fiable. Predecible. No como Ed. Aún es pronto, según el reloj. No tengo por qué ponerme tan nerviosa. Lo único que necesito es otra cerveza para calmarme. ¿Dónde está esa camarera?

Llegarán en unos minutos. Yo siempre llego pronto. Gajes del oficio de periodista: si llegas tarde, pierdes la historia. Pierdes la historia y te arriesgas a que algún blanco envidioso y mediocre de la redacción te acuse de no merecerte el puesto. «Es latina, lo único que tiene que hacer es mover el culo para conseguir lo que quiera.» Uno de ellos dijo eso una vez lo suficientemente alto para que yo lo oyera. Era el encargado de la programación televisiva y no había escrito una sola frase original en unos cincuenta y siete años. Estaba convencido de que su mala racha se debía al programa de acción afirmativa, sobre todo después de que el director del periódico me pidiera a mí y a otras cuatro representantes de «minorías» (léase: de color) que nos levantáramos durante una presentación en el auditorio, sólo para poder decir: «Observen detenidamente las caras del futuro del Gazette». Creo que en aquel momento él se sintió políticamente correcto, mientras montones de ojos azules y verdes se volvían hacia mí con expresión de -¿cómo era?-, de horror.

Así es como transcurrió mi entrevista de trabajo: «¿Es usted latina? Oh… vale. Entonces sabrá hablar español, ¿no?». ¿Qué puedes responder a una pregunta así, incluso cuando la respuesta es no, si sólo tienes 15,32 dólares en tu cuenta y un crédito de estudiante por pagar al mes siguiente? ¿Dices: «Eh, su apellido es Gadreau, ¿sabrá usted hablar francés, no?»? Qué va. Te lo montas. Necesitaba tanto ese trabajo que si hubiera hecho falta hablaría mandarín. Con un nombre como Lauren Fernández creyeron que el español formaba parte del paquete. Un síntoma más de la enfermedad americana: la tendencia a simplificar, a estereotipar lo ilógico. América sería distinta sin él.

Reconozco que no les dije que procedo en parte de lo que llamamos «basura blanca», nacida y criada en Nueva Orleans. Los parientes de mamá son monstruos de pantano con manchas de aceite bajo las uñas y una lavadora verde oxidada delante de la caravana, son la clase de gente que ves en cualquier capítulo de «Cops»: un tipo flaco como un gato muerto desde hace una semana, recubierto de tatuajes con esvásticas, que llora porque la policía voló su laboratorio clandestino.

Ésa es mi gente. Ésa, y los cubanos con relucientes zapatos blancos de Nueva Jersey.

Por todo esto y mucho más con lo que no voy a aburrirte ahora, me he convertido en una luchadora nata, y he centrado toda mi existencia hacia un solo objetivo: triunfar en la vida -entendiendo por ésta trabajo, amigos y familia- a toda costa. Siempre que puedo me visto como si mis circunstancias fueran diferentes y mucho más normales. Nada me emociona tanto como que la gente que no me conozca crea que procedo de una típica familia cubana adinerada de Miami.

A veces pienso que he logrado dar el salto al otro lado, donde vive la gente equilibrada y «sin problemas»; pero entonces aparece un texicano cabezón como Ed y me paraliza nuevamente la certeza de que no importa la perfección que alcance, nunca seré tan importante para mi mamá como una pipa de hierba; no importa cuántos premios literarios traiga a casa, porque tampoco seré tan importante para mi papá como la Cuba anterior a 1959, donde el cielo era más azul y los tomates sabían mejor. Los hombres como Ed me buscan porque olfatean en el aire mi verdad secreta: me odio porque nadie se ha tomado jamás la molestia de amarme.

Vuelvo a preguntar: ¿Qué maldito psicoanalista puede ayudar a alguien como yo?

Sentada en las oficinas de la redacción durante aquella entrevista, vestida con mi traje azul marino de rebajas de Barami y mis bailarinas de hace tres años con un agujero en la suela, les dije lo que querían oír: «Sí, sí, seré su picara Carmen Miranda. Bailaré la lambada en su gris periódico». Pero lo que pensaba era: «Contráteme de una vez. Ya aprenderé español».


La primera semana de trabajo, un editor pasó por delante de mi mesa y dijo en un silábico y ensordecedor inglés que todos acabarían usando conmigo: «Me alegro mucho de que estés aquí representando a tu gente». Quise preguntarle quién demonios creía que era mi gente, pero sabía la respuesta. Mi gente, hasta donde él y los suyos llegan, son estereotipos: morenos de piel y pelo, pobres e incultos, que cruzan en estampida la frontera desde países «de allá abajo» con sus pertenencias en bolsas de supermercado de plástico.

Necesito otra cerveza. Desesperadamente.

– Oye -llamo a la camarera-. Tráeme otra.

Se apoya en su enorme cadera apartándose el pelo, largo y negro, de sus bonitos ojos.

– ¿Cómo? -pregunta.

Parece desconcertada.

Estaba viendo una telenovela mexicana en un pequeño televisor que hay detrás del mostrador y parece que le molesta que la interrumpan con, mira tú, trabajo. Tengo que repetir que quiero otra, porque tengo un acento muy cerrado en español. Sigue sin enterarse. Coño. Al final, sostengo la botella vacía al revés y levanto las cejas. El infalible idioma de los signos del prepotente. Asiente y se va refunfuñando a la parte de atrás a por otra cerveza. Está bien, aprendí español después, en el trabajo. Pero la camarera puertorriqueña sabe que soy una impostora.

Miro hacia la calle otra vez esperando ver un «coche temerario» conocido. Puede decirse mucho sobre un barrio por los coches que hay en él, ¿verdad? En éste hay un poco de todo hoy en día. Desde los bajos y temibles lowriders de Toyota y de Honda con pegatinas de «Témeme» o con un Calvin meón en la ventana trasera, salpicando las alcantarillas de anticongelante (por favor, que alguien me explique por qué los puertorriqueños piensan que los lowriders japoneses son una buena idea en Nueva Inglaterra), hasta flamantes Volvos conducidos por alguna mamá que va a la farmacia, mientras sus trillizos se arrancan mechones de pelo a tirones en la parte trasera.


Yo no tengo coche. Podría permitírmelo, así que no te rías. Ya he pasado la barrera de las legendarias seis cifras gracias a ese pequeño premio literario nacional. Pero cuando era estudiante me acostumbré al transporte público, y me gusta sentir su ajetreo. Además, en mi trabajo conviene salir y estar al tanto de cómo habla la gente en realidad.

Escribo una nueva columna en la sección semanal «Estilo» titulada piadosamente «Mi vida», pero ideada por Chuck Spring como «Mi vida loca», para, tal y como él mismo dijo, «conectar con la gente latina, o lo que sea».

Se supone que mi columna es confesional, el diario de una mujer (latina) con «gancho». ¿Preferiría perderme en un bosque vestida con un mono de camuflaje y vivir como Annie Dillard, observando la vida salvaje de… -¿quién demonios vive en el bosque?, ¿las hormigas?- las hormigas, cuando veo a Chuck Spring pavonearse con una sonrisa estúpida, listo para asistir a otra reunión de su Final Club de Harvard, donde hombres de mandíbula cuadrada beben martinis y arrojan dinero a las strippers? Sí. ¿Necesito este trabajo demasiado como para huir o quejarme? Un doble sí, con una guinda encima. Así que lo aguanto lo mejor que puedo.