El Club De Las Chicas Temerarias

© 2003

Título original: The Dirty Girls Social Club

Traducido por: María Ramírez Rico

Capítulo 1. LAUREN

Dos veces al año, cada año, las temerarias nos reunimos. Elizabeth, Sara, Rebecca, Usnavys, Amber y yo. Podemos estar en cualquier lugar del mundo -y, al ser temerarias, viajamos mucho-, pero cogemos un avión, un tren, o lo que sea, y regresamos a Boston para pasar una noche comiendo y bebiendo (mi especialidad); una noche de chisme y charla [1].

Lo hacemos desde hace seis años, desde que nos graduamos en la Universidad de Boston y prometimos reunirnos dos veces al año, cada año, durante el resto de nuestras vidas. Sí, es un gran compromiso. Pero ya sabes lo melodramáticas que pueden llegar a ser las universitarias. Y, eh, de momento lo hemos conseguido. Hasta ahora, la mayoría no ha faltado a una sola reunión del club de las chicas temerarias. Y es que, amiga mía, nosotras, las temerarias, somos responsables y comprometidas, que es mucho más de lo que puedo decir de la mayoría de los hombres que he conocido, de Ed en especial, el «texicano» cabezón.

Entraré en detalles en un minuto.

Aquí estoy, esperándolas despanzurrada en un asiento de plástico naranja en el restaurante El Caballito, un antro en el vecindario de Jamaica Plain que sirve comida puertorriqueña y la llama «cubana», con la esperanza de atraer a una clientela de más nivel. En vano. Esta noche, los únicos clientes son tres tigres jóvenes con cortes de pelo modernos, vaqueros enormes, camisas de cuadros de Hilfiger, y pendientes de oro relucientes. Hablan español en argot y comprueban constantemente sus buscas. Intento no observarlos, pero interceptan mi mirada un par de veces. Miro a otro lado, examino mi manicura francesa recién hecha. Me encantan mis manos, ¡son tan femeninas y armoniosas! Con un dedo trazo el contorno de un dibujo de un mapa de Cuba impreso en el mantel individual. Me recreo un momento en La Habana, trato de imaginarme a papá de colegial, con pantalón corto y un diminuto reloj de oro, oteando el mar hacia el norte, hacia su futuro.

Cuando finalmente levanto la vista, uno de los jóvenes está mirándome de arriba abajo. ¿Qué le pasa? ¿No ve lo vulgar que soy? Vuelvo la vista hacia los coches que circulan lentamente entre la nieve por Centre Street. Los copos centellean bajo el resplandor de la luz amarilla de los faros. Otra tarde deprimente en Boston. Odio noviembre. Esta tarde ha anochecido como a las cuatro, y desde entonces está escupiendo hielo. Mis incontrolables suspiros empañan la ventana, como si las paredes forradas de madera y el zumbido de la vieja nevera de la esquina no me deprimieran lo suficiente. Aquí dentro hace calor. Y hay humedad. Huele a colonia barata de hombre y a carne de cerdo frita. En la cocina alguien desafina cantando salsa al compás de golpes de vajilla. Me esfuerzo por entender la letra, esperando que concuerde con el alegre ritmo y me saque de esta melancolía. Cuando me doy cuenta de que trata sobre un amor tan torcido que el tipo quiere matarse o matar a su amante, dejo de intentarlo. Como si necesitara que me lo recordaran.

Termino de un trago la botella de cerveza Presidente calentorra y eructo silenciosamente. Estoy tan cansada que me siento el pulso en los ojos. Cada vez que parpadeo noto cómo arden bajo la sequedad de las lentillas. Anoche no dormí, ni la noche anterior, y estaba demasiado cansada como para quitarme las lentillas. También me olvidé de dar de comer a la gata. Ups. Está gorda; sobrevivirá. Es por Ed, claro. Cuando pienso en él se me acelera el corazón y me laten las sienes. Puedes adivinar en qué fase de mis condenadas relaciones estoy por el estado de mis uñas. Uñas cuidadas: relación descuidada, guardando las apariencias. Uñas descuidadas: una Lauren feliz que se deja llevar. También lo puedes deducir por lo gorda que esté. Cuando estoy feliz, controlo la comida y me mantengo alrededor de una talla cuarenta. Cuando estoy triste, vomito como un emperador romano y me encojo hasta la treinta y seis.

Esta noche, los pantalones Bebe color lavanda de la treinta y ocho, bajos de cadera, me quedan holgados. Si me muevo en el asiento noto que sobra espacio dentro de ellos, me rozan. Ed, el texicano cabezón, escribe discursos (léase: mentiroso profesional) para el alcalde de Nueva York. También es mi novio a larga distancia. Según su contestador del trabajo (lo escuché, para qué voy a mentir) parece que está liado con una tal Lola. No es broma. Lola.

¿Qué pasa? ¿Dónde está esa camarera? Necesito otra cerveza.

Te diré lo que pasa. Una vez más, el universo demuestra cuánto me odia. En serio. He tenido una vida de mierda, una infancia de mierda, todo lo que puedo imaginar es una mierda, y ahora que he logrado que mi vida profesional no sea una mierda, toda la mierda anteriormente mencionada vuelve en forma de tipos guapos y presuntuosos que me tratan -adivina- como auténtica mierda. Yo no los elijo, exactamente. Ellos me encuentran con ese extraño radar que tienen. «Atención, atención, al frente a la derecha chica trágica en la barra, casi bonita, tumbando gin-tonics, lamentándose, acaba de meterse los dedos para vomitar en el cuarto de baño, a follársela. Sí, que se la follen.»

Así que soy una de esas mujeres que registra la cartera y los bolsillos de un hombre y le da la patada si la traiciona. Me encantaría dejar de comportarme así, pero casi siempre encuentro pruebas de sus engaños: la factura de una cena a media luz en un restaurante italiano cuando dijo que estaba viendo jugar a los Cowboys con sus colegas, o un trozo de servilleta de una cafetería con el número de teléfono de la cajera garabateado en tinta azul con la letra bailarina de las mujeres incultas y fáciles. Él siempre me engaña, sea quien sea él. Eso viene dado cuando se ama a un desastre como yo.

Sí, tengo psicoanalista. No, no me ha ayudado.

Es completamente imposible que un psicoanalista pueda solucionar la crisis de infidelidad crónica de sanción materna de los hombres latinos. No es sólo un estereotipo. Ojalá lo fuera. ¿Sabes lo que me dice mi abuela cubana en Union City cuando le digo que mi novio me engaña? «Bueno, mi vida, tendrás que luchar más por él.» ¿Cómo va a ayudarme con eso un psicoanalista? Tu hombre te engaña, y esas mujeres tradicionales que se supone que son, digámoslo así, tus aliadas, te culpan a ti. «¿Well?, -pregunta la abuelita con voz ronca y un inglés con marcado acento mientras da una calada a un Virginia Slims-. ¿Has aumentado de peso?, ¿te aseguras de tener buen aspecto cuando lo ves o te presentas con esos vaqueros? ¿Cómo llevas el pelo? Espero que no hayas vuelto a cortártelo. ¿Estás gorda otra vez?»

Mi psicoanalista, que no es latina y usa pañuelos elegantes, piensa que el origen de mis problemas está en cosas como «el trastorno mental narcisista y ensimismado» de mi padre, diagnóstico que procede de la forma en que él lo relaciona todo consigo mismo, con Fidel Castro y con Cuba. Ella nunca ha estado en Miami. Si hubiera estado ahí, entendería que todos los cubanos exiliados mayores de cuarenta y cinco hacen lo mismo que papi. Para ellos, no hay país más fascinante ni más importante que Cuba, una isla caribeña con once millones de habitantes. Eso es aproximadamente dos millones menos que la ciudad de Nueva York. Cuba también es la meca a la que los exiliados más viejos todavía piensan volver «cuando caiga ese hijo de puta de Castro». Una ilusión de masas, créeme. Cuando tu familia vive una mentira tan grande, vivir con hombres que mienten es fácil. Cuando le cuento todo esto a mi psicoanalista, ella me sugiere que me haga una «cubadectomía» y siga con mi vida americana. No es mala idea, de verdad. Pero igual que los hijos de la mayoría de los exiliados cubanos que conozco, no sé cómo hacerlo. Cuba es el tumor supurante que hemos heredado de nuestros padres.

Ahora mismo estoy pensando que a lo mejor un desliz con uno de esos guapos gánsteres del fondo me hacía un apaño. Mirad cómo comen con las manos, el aceite al ajo de las gambas goteando por sus sexys barbillas. Eso es pasión, un sentimiento que el soso de Ed no reconocería ni aunque le fuera la vida en ello. Podría tirarme a uno de ésos para vengarme, ¿sabes? Eso, o podría comer patatas fritas con sabor a queso y donuts, volverme bulímica hasta que el blanco de los ojos se me pusiera rojo, como si fuera a estallarme el corazón. O podría retirarme a mi pequeño apartamento y beber demasiados «destornilladores» caseros, esconderme bajo el edredón de plumas de ganso y llorar mientras esa potente cantante mexicana, Ana Gabriel -¿la de la madre china?- vierte sobre mi equipo Bose su amor por la guitarra.

Eh, necesito pasar una noche con mis temerarias. ¿Dónde estarán las chicas?

Esta noche también es especial, porque (redoble de tambor, por favor) es el décimo aniversario de la primerísima vez que las temerarias nos reunimos. Todas nos estrenábamos como estudiantes de Periodismo y Comunicación en la Universidad de Boston, borrachas de infantiles cervezas de melocotón y arándanos compradas con carnets de conducir falsos; jugábamos al billar en un club oscuro y lleno de humo llamado Gillians al que iba todo el mundo a bailar el palpitante ritmo del remix del Luca de Suzanne Vega, hasta que unos gorilas nos sacaron de allí de una patada en nuestros arrepentidos e ingenuos culitos. Triunfamos aquella noche, y si no, al menos, hicimos pandilla. Ah, y también vomitamos. Casi se me olvida esa parte.

Nuestro profesor de periodismo de primero, el medio calvo con las canas teñidas, nos dijo que era la primera vez que se matriculaban tantas latinas simultáneamente en Comunicación. Dejaba al descubierto sus amarillentos colmillos al decirlo, sonreía, pero temblaba dentro de su estrecha chaqueta de tweed. Le asustábamos, a él y a la gente que como él, especialmente en Boston, teme a las «minorías». (Vuelvo a esto en un minuto.) En cualquier caso, nuestro poder colectivo de intimidación en esta ciudad cada vez más «spanglish», que cada día consume más latas de judías marca Goya, fue suficiente para convertirnos instantánea y definitivamente en las mejores amigas. Todavía lo es.