– Da lo mismo, carece de importancia -murmuré entre dientes. Teniendo cuidado de no encontrarme con su mirada, recogí los carnés y la carta, di media vuelta y me abrí paso hasta la salida.

Por la noche, al abrir la puerta de nuestra casa para ahuyentar a dos gatos que se peleaban en la calle, me tropecé con un montón de libros en los escalones de la entrada. Tenían encima el carné y su titular era Ella Tournier.


Tardé en volver a la biblioteca, dominando el impulso de hacer un viaje especial para agradecer su gesto al bibliotecario. No había aprendido aún a dar las gracias a los franceses. Cuando compraba algo, parecían darme las gracias demasiadas veces durante la transacción y nunca estaba segura de su sinceridad. Era difícil analizar el tono de voz. Pero el sarcasmo del bibliotecario no había dejado lugar a dudas; no me lo imaginaba aceptando mi gratitud de buen talante.

Unos días después de que apareciera el carné delante de mi casa, caminaba por la carretera junto al río cuando lo vi sentado al sol en el bar del puente, un sitio donde me estaba aficionando a ir a tomar café. Parecía hipnotizado por el agua que corría mucho más abajo. Me detuve, tratando de decidir si le dirigía la palabra o no, preguntándome si podría pasar discretamente por delante sin que se diera cuenta. Alzó la vista y me sorprendió contemplándolo. No cambió de expresión; miró como si sus pensamientos estuvieran muy lejos.

– Bonjour-dije, sintiéndome muy estúpida.

– Bonjour -se removió ligeramente en la silla e hizo un gesto invitándome a que me sentara a su lado-. Café?

Tuve un momento de

– Oui, s'il vous plait -dije por fin. Me senté y él hizo un gesto al camarero. Durante un instante me sentí terriblemente avergonzada, y dirigí los ojos hacia el Tarn para no tener que mirarlo. Era un río grande, de unos cien metros de ancho, verde, plácido y en apariencia inmóvil. Pero al contemplarlo advertí que había una ligera ondulación en el agua; seguí mirándolo y advertí destellos ocasionales de una sustancia oscura, herrumbrosa, que subía hasta la superficie y luego volvía a desaparecer. Fascinada, seguí aquellas manchas rojas con la mirada.

El camarero se presentó con el café en una bandeja plateada, tapándome la vista del río. Me volví hacia el bibliotecario.

– Ese color rojo del Tarn, ¿qué es? -le pregunté en francés.

Me respondió en inglés.

– Depósitos de arcilla procedentes de las colinas. No hace mucho hubo un desprendimiento de tierras que dejó al descubierto la capa arcillosa, y una parte acaba siempre en el río.

Sentí la necesidad de volver a mirar el agua. Sin apartar los ojos de la arcilla, me pasé al inglés.

– ¿Cómo se llama?

– Jean-Paul.

– Gracias por el carné de la biblioteca, Jean-Paul. Ha sido muy amable por su parte.

Se encogió de hombros y me alegré de no haber dado demasiada importancia a su gesto.

Estuvimos un buen rato sin hablar, bebiéndonos el café y mirando al río. El sol de finales de mayo calentaba bastante, y me hubiera gustado quitarme la chaqueta, pero no quería que me viera las manchas de psoriasis en los brazos.

– ¿Por qué no está en la biblioteca? -le pregunté con brusquedad.

Alzó la vista.

– Es miércoles. La biblioteca está cerrada.

– Ah. ¿Cuánto tiempo hace que trabaja allí?

– Tres años. Antes estaba en una biblioteca de Nîmes.

– Entonces, ¿es ésa su profesión? ¿Bibliotecario? Me miró de reojo mientras encendía un cigarrillo.

– Sí. ¿Por qué lo pregunta?

– Es sólo… que no tiene aspecto de bibliotecario.

– ¿De qué tengo aspecto?

Me paré a mirarlo. Llevaba unos vaqueros negros y una camisa de algodón de color asalmonado; en el respaldo de la silla estaba doblado un blazer negro.

– De gángster -repliqué-. Aunque le faltan las gafas oscuras.

Sonrió apenas y dejó que el humo se le saliera de la boca hasta formar una cortina azul en torno a la cara.

– ¿Qué es lo que dicen ustedes los americanos? ¿«No hay que juzgar un libro por su portada»?

Le devolví la sonrisa.

– Touché.

– ¿Y usted por qué está en Francia, Ella Tournier?

– Mi marido trabaja de arquitecto en Toulouse,

– ¿Y usted por qué está aquí?

– Queríamos probar cómo nos iba en un pueblo y olvidarnos de las grandes ciudades. Antes vivíamos en San Francisco y yo me crié en Boston, así que un pueblo me pareció que podía ser un cambio interesante.

– Le he preguntado por qué está usted aquí.

– Oh -hice una pausa-. Porque está mi marido.

Alzó las cejas y aplastó la colilla de su pitillo.

– Quiero decir que quería venir. Me parecía bien cambiar.

– ¿Le parecía bien y todavía le parece bien?

Resoplé.

– Su inglés es excelente. ¿Dónde lo aprendió?

– Viví dos años en Nueva York. Estudiaba biblioteconomía en la Universidad de Columbia.

– ¿Vivía en Nueva York y después se vino aquí?

– A Nîmes primero y después aquí, sí -me obsequió con una sonrisita-. ¿Por qué le parece tan sorprendente, Ella Tournier? Éste es mi hogar.

Me habría gustado que dejara de decir Tournier. Me miraba con el mismo gesto burlón que le había visto en la biblioteca, impenetrable, condescendiente. Me habría gustado verle la cara mientras preparaba mi carné de lectora: ¿había sido también un acto de suficiencia?

Me levanté de golpe y hurgué en el bolso en busca de unas monedas,

– Ha sido un placer, pero me tengo que ir -dejé el dinero sobre la mesa. Jean-Paul lo miró, frunció el ceño y movió la cabeza casi imperceptiblemente. Me puse colorada, lo recogí y me volví para marcharme.

– Au revoir, Ella Tournier. Que disfrute con Henry James.

Me di la vuelta.

– ¿Por qué insiste en utilizar mi apellido de esa manera?

Se recostó en el asiento, el sol en los ojos, de manera que no veía su expresión.

– Para que se acostumbre a él. De ese modo llegará a convertirse en su apellido.


Retrasada por la huelga de correos, la respuesta de mi primo llegó el primero de junio, un mes después de escribirle yo. Jacob Tournier había llenado dos páginas de garabatos de gran tamaño, casi indescifrables. Saqué el diccionario y me puse a trabajar con la carta, pero era tan difícil de leer que después de buscar varias palabras sin éxito, renuncié y decidí recurrir al diccionario más grande de la biblioteca.

Cuando entré, Jean-Paul hablaba en su mesa con otra persona. No hubo cambio en su actitud ni en su expresión, pero noté, con una satisfacción que me sorprendió, que me miraba al pasar por delante. Me llevé los volúmenes del diccionario a una mesa y me senté de espaldas, molesta conmigo misma por estar tan pendiente de él.

El diccionario de la biblioteca me ayudó más, pero seguía habiendo palabras que no encontraba y otras muchas que era incapaz de leer. Después de pasarme quince minutos con un párrafo, me recosté en el asiento, aturdida y frustrada. Entonces vi a Jean-Paul, recostado en la pared a mi izquierda, contemplándome con la expresión irónica que hacía que me dieran ganas de abofetearlo. Me puse en pie de un salto y le entregué la carta, murmurando:

– Ahí tiene, ¡hágalo usted!

Tomó la carta, la examinó rápida mente y asintió con la cabeza

– Déjemela -dijo- Nos vemos el miércoles en el bar.

El día señalado lo encontré en la misma mesa y en la misma silla, pero las nubes impedían ver el cielo y en el río no había depósitos de arcilla que salieran a la superficie. Me senté frente a él y no a su lado, de manera que el agua me quedaba a la espalda y teníamos que mirarnos al hablar. Detrás de Jean-Paul veía el bar vacío: el camarero, que leía un periódico, alzó la vista al sentarme yo, y abandonó la lectura cuando le hice un gesto con la cabeza.

No hablamos mientras esperábamos el café. Por mi parte estaba demasiado cansada para decir trivialidades; era el momento estratégico del mes y la pesadilla me había despertado tres noches seguidas. Ninguna de las tres veces había conseguido conciliar el sueño y me tocó escuchar, hora tras hora, la tranquila respiración de Rick. Recurrí a echarme siestas muy breves por la tarde, pero hacían que me sintiera indispuesta y desorientada. Por primera vez empezaba a entender la expresión que había visto en la cara de madres recientes con las que había trabajado: el desconcierto y el agotamiento de alguien privado de sueño.

Después de que llegara el café, Jean-Paul colocó la carta de Jacob Tournier sobre la mesa.

– Hay algunas expresiones suizas en el texto -dijo- que quizá no entienda usted. Y la letra es difícil, aunque las he visto peores -me pasó una hoja con una traducción cuidadosamente escrita.


Mi querida prima:

¡Qué alegría recibir tu carta! Me acuerdo bien de tu padre y de su breve visita a Moutier hace ya mucho tiempo y es un placer tener noticias de su hija.

Siento haber tardado en responder a tus preguntas, pero requerían que examinara las anotaciones de mi abuelo, muy antiguas, sobre los Tournier. Has de saber que era él quien sentía un gran interés por la familia, y que investigó mucho. Preparó, de hecho, un árbol genealógico, pero es difícil leerlo o reproducirlo para ti en esta carta, de manera que tendrás que venir a visitarnos para verlo.

De todos modos, puedo proporcionarte algunos datos. El primer Tournier que aparece en un registro de tropas de Moutier es un tal Etienne Tournier, en el año 1576. Luego, en 1590, está registrado el bautizo de otro Etienne, hijo de Jean Tournier y de Marthe Rougemont. Quedan muy pocos documentos de aquella época, pero más adelante hay muchas menciones a los Tournier, y el árbol genealógico se hace cada vez más frondoso desde el siglo XVIII en adelante.

Los Tournier han tenido muchas ocupaciones: sastres posaderos, relojeros, maestros. A un Jean Tournier, incluso, lo eligieron alcalde a principios del siglo XIX.