Con cualquiera menos conmigo, he de confesarlo. Por lo que sabía, Rick y yo éramos los únicos extranjeros del pueblo y se nos trataba en consonancia. Las conversaciones se interrumpían cuando entraba en las tiendas, y al reanudarse tenía la seguridad de que el tema había pasado a ser algo inocuo. La gente era cortés conmigo, pero al cabo de varias semanas me seguía pareciendo que no había tenido una verdadera conversación con nadie. Me propuse saludar siempre a las personas a las que reconocía, y ellas me respondían, pero nadie me saludaba primero ni se paraba a hablar. Traté de seguir el consejo de madame Sentier y hablé en francés todo lo que pude, pero recibí tan pocos estímulos que se me secaron las ideas. Sólo cuando se producía una transacción, cuando estaba comprando cosas o pedía instrucciones para llegar a algún sitio, la gente del pueblo me obsequiaba con unas pocas palabras.

Recuerdo una mañana en la que tomaba café y leía la prensa en el bar de la plaza. Varias personas más estaban repartidas por las otras mesas. El dueño pasó entre todos, charlando y gastando bromas, al tiempo que daba caramelos a los niños. Yo ya había estado allí unas cuantas veces; nos hacíamos inclinaciones de cabeza, pero sin llegar a conversar. Sólo harán falta otros diez años, pensé con amargura.

Pocas mesas más allá, una mujer más joven que yo cuidaba de un bebé de cinco meses que, atado a un asiento de coche y colocado sobre una silla, agitaba un sonajero. La mujer llevaba unos pantalones vaqueros muy ajustados y reía de manera irritante. Pronto se levantó para entrar en el bar. El bebé no pareció darse cuenta de que se había marchado.

Me enfrasqué en Le Monde. Me forzaba a leer completa la primera página antes de pasar al International Herald Tribune. Era como vadear entre el barro: no sólo por el idioma, también por los muchos nombres que no reconocía y por los problemas políticos que desconocía. Incluso cuando entendía un artículo, eso no significaba necesariamente que me interesase.

Progresaba a duras penas con la noticia sobre una inminente huelga de correos -un fenómeno al que no estaba acostumbrada en Estados Unidos- cuando oí un ruido extraño o, más bien, un silencio. Alcé la vista. El bebé ya no agitaba el sonajero: se le había caído sobre el regazo. Se le empezó a arrugar la cara como una servilleta que se estruja después de una comida. Claro, ahora vienen las lágrimas, pensé. Miré hacia el bar: la madre estaba inclinada sobre el mostrador, hablando por teléfono y jugando, distraída, con un posavasos.

El bebé no lloró: la cara se le puso cada vez más roja, corno si lo estuviera intentando pero sin conseguirlo. Luego pasó a morado y finalmente a azul en muy poco tiempo.

Me levanté de un salto, y la silla se cayó para atrás con estrépito.

– ¡Se está ahogando! -grité.

Sólo me encontraba a tres metros de distancia, pero cuando llegué ya se había formado a su alrededor un corro le parroquianos. Un señor, acuclillado delante del bebé, le daba golpecitos en las mejillas azules. Traté de atravesar el círculo, pero el dueño del bar, de espaldas a mí, se interpuso una y otra vez.

– ¡Esperen, se está ahogando! -grité. Me enfrentaba con una muralla de hombros. Corrí al otro lado del círculo-. ¡Déjenme ayudar!

La gente a la que intentaba apartar me miró, rostros severos y fríos.

– Tienen que golpearle en la espalda, le falta el aire.

Me callé de pronto. Había hablado en inglés.

La madre reapareció, filtrándose entre la barricada de gente, y empezó a golpear frenéticamente la espalda del bebé, con demasiada fuerza, me pareció. Todo el mundo se quedó contemplándola, en medio de un silencio irreal. Me estaba preguntando cómo decir «maniobra de Heimlich» en francés, cuando el bebé tosió de repente y le salió disparado de la boca un caramelo de color rojo. Enseguida respiró de manera entrecortada y se echó a llorar, la cara otra vez de color rojo brillante.

Se oyó un suspiro colectivo y el círculo se deshizo. Noté que el dueño me miraba con frialdad. Abrí la boca para decir algo, pero se dio la vuelta, recogió su bandeja y entró en el bar. Recuperé mis periódicos y me marché sin pagar.

A partir de entonces me sentí incómoda en el pueblo. Evité aquel bar y a la mujer con su bebé. Me costaba trabajo mirar a las personas a los ojos. Mi francés perdió seguridad y mi acento empeoró.

Madame Sentier lo advirtió al instante.

– Pero ¿qué le ha sucedido? -preguntó-. ¡Había hecho tantos progresos!

Me vino a la cabeza la imagen de un círculo de hombros. No dije nada.


Un día, mientras esperaba mi turno en la boulangerie, oí decir a la cliente anterior que iba camino de «la bibliothéque», al tiempo que hacía un gesto como si se hallara a la vuelta de la esquina. La panadera le entregó un libro con tapas de plástico; era una novela rosa. Apresuré la compra de baguettes y de quiches, y reduje al mínimo mi torpe conversación ritual con Madame. Me escabullí y seguí a la otra clienta mientras hacía sus compras diarias por los comercios de la plaza. Se detuvo para saludar a varias personas y discutió con todos los tenderos mientras, sentada en un banco, yo la seguía con la vista por encima de mi periódico. Hizo paradas en tres lados de la plaza antes de entrar bruscamente en el ayuntamiento, que estaba en el cuarto. Doblé el periódico y apreté el paso, pero luego descubrí que tenía que detenerme en el vestíbulo y examinar amonestaciones de bodas y notificaciones de permisos de obras mientras ella ascendía con mucha dificultad un larguísimo tramo de escaleras. Yo las subí a continuación de dos en dos y me deslicé tras ella por la misma puerta. Al cerrarla a mi espalda, me encontré con el primer sitio del pueblo que me resultó familiar.

La biblioteca tenía exactamente la mezcla de sordidez y cómoda tranquilidad que me hacía apreciar las bibliotecas públicas de mi país. Aunque era pequeña -sólo dos habitaciones-, los techos altos y varias ventanas sin postigos creaban un ambiente inusualmente amplio y luminoso tratándose de un edificio tan antiguo. Varias personas alzaron la vista para mirarme, pero su escrutinio fue piadosamente breve y una tras otra volvieron a leer o a hablar entre sí en voz baja.

Miré a mi alrededor y luego me acerqué al escritorio principal para solicitar el carné de lectora. Una señora muy amable de mediana edad, con un elegante traje de color aceituna, me dijo que necesitaba presentar algún papel con mi dirección francesa como prueba de residencia. Me indicó además, con mucho tacto, dónde se encontraba un diccionario francés-inglés en varios volúmenes y una reducida sección de libros en mi idioma.

La segunda vez que visité la biblioteca no estaba la señora de mediana edad; encontré en su lugar a un individuo que hablaba por teléfono, los penetrantes ojos castaños fijos en algún punto de la plaza y una sonrisa burlona en el rostro anguloso. Era más o menos de mi estatura, llevaba pantalones negros, camisa blanca sin corbata, abrochada hasta el cuello y mangas recogidas por encima del codo. Un lobo solitario. Sonreí para mis adentros: será mejor evitarlo.

Cambié de rumbo para alejarme de él y me dirigí a la sección de libros en inglés. Tuve la sensación de que algunos turistas habían regalado a la biblioteca un montón de lecturas para vacaciones: vi sobre todo novelas románticas y de suspense. También había una buena selección de obras de Agatha Christie. Encontré una que no había leído Y luego eché una ojeada a la sección de novela francesa. Madame Sentier me había recomendado a Françoise Sagan como manera indolora de acostumbrarme a leer en francés; elegí Bonjour tristesse. Me dirigí hacia el escritorio principal, vi al lobo que estaba detrás, después examiné mis dos libros frívolos y me detuve. Regresé a la sección en inglés y añadí Retrato de una dama a mis lecturas.

Me entretuve un rato, estudiando minuciosamente un ejemplar de Paris-Match. Finalmente llevé los libros al escritorio. El bibliotecario me miró fijamente, hizo algún cálculo mental mientras examinaba los volúmenes y, sin el más mínimo asomo de sonrisa irónica, dijo en inglés:

– ¿Su carné?

Al diablo con él, pensé. Me molestó sobremanera aquella apreciación desdeñosa, el convencimiento de que yo no hablaba francés, de que tenía un aire demasiado americano.

– Me gustaría solicitarlo -repliqué en francés con mucho cuidado, tratando de pronunciar las palabras sin el menor rastro de acento.

Me tendió un formulario.

– Rellénelo -me ordenó en inglés.

Me molestó tanto su actitud que al escribir mi apellido puse Tournier en lugar de Turner. Luego empujé el impreso en su dirección, con gesto desafiante, junto con el permiso de conducir, una tarjeta de crédito y una carta del banco con mi dirección en Francia. El bibliotecario examinó los documentos que me identificaban y luego frunció el ceño ante el formulario.

– ¿Qué es esto de «Tournier»? -preguntó, repiqueteando con un dedo sobre mi apellido-. Es Turner, ¿verdad? ¿Como Tina Turner?

Seguí contestándole en francés.

– Sí, pero el apellido de mi familia era originariamente Tournier. Lo cambiaron al emigrar a Estados Unidos. En el siglo XIX. Quitaron la «o» y la «i» para que fuera más americano -era un detalle de mi historia familiar del que estaba informada y del que me enorgullecía, pero que no impresionó a mi interlocutor-. Muchas familias cambiaron sus apellidos al emigrar… -se me fue apagando la voz y aparté la vista de sus ojos burlones.

– Su apellido es Turner, de manera que en el carné debe aparecer Turner, ¿no es así?

Me pasé al inglés.

– Como…, como ahora vivo aquí, pensé que podía empezar a usar Tournier.

– Pero no tiene carné ni documento alguno con el apellido Tournier, ¿no es eso?

Moví la cabeza y fruncí el ceño mientras miraba los montones de libros, los codos apretados contra los lados del pecho. Para vergüenza mía, los ojos se me empezaron a llenar de lágrimas.