– Muy bueno el postre -dijo mi marido-. Sobre todo la parte brûlée. Ten, prueba un poco.

– No, gracias. Escucha, he estado pensando sobre unas cuantas cosas.

– Ah, ¿vamos a tener una conversación seria?

En aquel momento entró una pareja en el restaurante y se sentó en una mesa próxima a la nuestra. El vientre de la mujer marcaba una curva incipiente bajo el elegante vestido negro. Embarazo de cinco meses, pensé de manera maquinal, y muy bien llevado.

Bajé la voz.

– ¿Recuerdas que de vez en cuando hablamos de tener un hijo?

– ¿Quieres tenerlo ahora?

– Bueno, estaba pensándolo.

– De acuerdo.

– ¿De acuerdo con qué?

– Pongámonos a ello.

– ¿Así de sencillo? ¿Pongámonos a ello?

– ¿Por qué no? Queremos tener hijos. ¿Por qué darle más vueltas?

Me sentí defraudada, aunque conocía a Rick demasiado bien para que me sorprendiera su actitud. Siempre tomaba decisiones deprisa, incluso las más importantes; yo, en cambio, quería que fuesen más meditadas.

– En mi opinión… -busqué la manera de explicarlo-. Es algo parecido a saltar con paracaídas. ¿Te acuerdas de cuando lo hicimos el año pasado? Estaba en aquel avión diminuto y pensaba todo el tiempo: «Dos minutos y ya no podré decir no, un minuto aún para dar marcha atrás». Y luego: «Ya estoy balanceándome junto a la puerta abierta, pero todavía puedo decir que no». Después saltas y ya no puedes dar marcha atrás, independientemente de cómo reacciones ante la experiencia. Así me siento. Estoy junto a la puerta del avión.

– Yo sólo recuerdo la sensación fantástica de caer. Y la vista maravillosa mientras descendía flotando. ¡Estaba todo tan tranquilo allí arriba!

Me sorbí el interior de la mejilla y luego me metí en la boca un pedazo muy grande de tarta.

– Es una decisión importante -dije con la boca llena.

– Una decisión importante que ya está tomada -Rick se inclinó y me besó-. Hum, qué limón tan rico.

Más tarde, aquella noche, salí de casa a escondidas y fui hasta el puente. Mucho más abajo oía el río, pero estaba demasiado oscuro para ver el agua. Miré a mi alrededor; como no vi a nadie, saqué una caja de anticonceptivos y empecé a separar las píldoras, una a una, del revestimiento metálico. Desaparecieron camino del agua, diminutos destellos blancos que surcaban la oscuridad durante un segundo. Después de tirarlas todas estuve mucho tiempo apoyada en la barandilla, deseosa de sentirme distinta.

Aunque algo sí que cambió aquella noche. Fue la primera vez que tuve el sueño. Empezaba por un parpadeo un movimiento entre la oscuridad y la luz. No era negro, ni tampoco blanco; era azul. Soñaba en azul.

Se movía como si lo zarandease el viento, ondulaba hacia mí y luego se alejaba. Empezó a presionarme, más parecido a la presión del agua que de la piedra. Oía una voz que salmodiaba. Luego también recitaba yo, las palabras brotaban de mí. La otra voz empezó a llorar; luego era yo quien sollozaba. Lloré hasta que me fue imposible respirar. La presión del azul me rodeó por completo. Hubo un gran ruido sordo, como el estrépito de una puerta muy pesada cerrándose, y el azul fue reemplazado por un negro tan intenso que era como si nunca hubiera conocido la luz.


Las amigas me habían dicho que, cuando tratas de quedarte embarazada, hay que tener relaciones sexuales con mucha frecuencia o no tenerlas casi nunca. Se puede intentar todo el tiempo -a la manera en que un arma de fuego lo rocía todo de proyectiles con la esperanza de acertar alguna vez-, o se puede golpear de manera estratégica, ahorrando munición para el momento adecuado.

Al principio elegimos el primer procedimiento. Cuando Rick volvía a casa del trabajo hacíamos el amor antes de cenar. Nos íbamos pronto a la cama, nos despertábamos a primera hora e insistíamos, y procurábamos incluirlo en nuestro programa siempre que nos era posible. A Rick le encantaba aquella táctica, pero para mí era distinto. En primer lugar, nunca había hecho el amor porque pensara que debía hacerlo; siempre había sido porque me apetecía. Ahora, sin embargo, aquella actividad tenía una meta de la que no hablábamos pero que la convertía en calculada y reglamentada. Dejar de usar anticonceptivos también me produjo una sensación ambivalente: toda la energía dedicada a la prevención a lo largo de los años, todas las lecciones y precauciones inculcadas…,, ¿debía tirarlas por la borda en un momento? Había oído que la nueva situación podía ser un gran estímulo, pero en lugar de júbilo lo que sentía era miedo.

Sobre todo estaba agotada. Dormía mal, y noche tras noche me sentía arrastrada a una habitación llena de azul. No le dije nada a Rick, no lo desperté nunca ni le ex pliqué al día siguiente por qué estaba tan cansada. De ordinario se lo contaba todo; pero ahora tenía un obstáculo en la garganta y un cerrojo en los labios.

Una noche, tumbada en la cama, mientras contemplaba el azul que danzaba por encima de mí, me di cuenta por fin de que durante los diez últimos días las únicas noches sin pesadilla habían sido las dos sin relaciones sexuales. Una parte de mí sintió alivio ante aquel descubrimiento, me satisfizo hallar una explicación: estaba ansiosa por concebir, y eso era lo que provocaba la pesadilla. Saberlo hacía que todo fuera mucho menos aterrador.

Necesitaba dormir, de todos modos; tuve que pedir a Rick que redujéramos nuestra actividad sexual sin explicarle el motivo. No me atrevía a decirle que tenía pesadillas cada vez que hacíamos el amor.

Sí se me ocurrió, en cambio, cuando me llegó el periodo y quedó claro que no habíamos logrado nuestro propósito, sugerirle que intentáramos el sistema estratégico. Utilicé todos los argumentos de manual que conocía, sazonados con algunas palabras técnicas y traté de darle un tono alegre. Pareció decepcionado, pero cedió sin poner mala cara.

– Sabes de esto más que -yo dijo-. Sólo soy un sicario a sueldo. Dime lo que tengo que hacer.

Desgraciadamente, aunque la pesadilla se repitió con menos frecuencia, el daño estaba hecho: me resultaba mucho más difícil conciliar el sueño, y a menudo seguía despierta largo tiempo, en un estado de ansiedad sin motivo preciso, a la espera del azul, convencida de que, de todos modos, volvería en cualquier momento sin necesidad de que hiciéramos el amor.

Una noche -una noche estratégica- Rick empezó a besarme un hombro, descendió después por el brazo y de pronto hizo una pausa. Sentía sus labios detenidos por encima del pliegue del codo. Esperé, pero no continuó.

– Hum, Ella -dijo por fin. Abrí los ojos. Miraba fijamente el pliegue; al seguir con la vista su mirada, aparté el brazo bruscamente.

– Ah -me limité a exclamar. Examiné el círculo de piel escamosa, enrojecida.

– ¿Qué es?

– Psoriasis. La tuve una vez, a los trece años. Cuando mis padres se divorciaron.

Rick contempló la mancha, luego se inclinó hacia mí y me cerró los párpados con sendos besos.

Al abrirlos de nuevo capté el gesto de desagrado que le cruzó la cara antes de controlarse y de volver a sonreírme. A lo largo de la semana que siguió, comprobé, impotente, cómo se ensanchaba la zona afectada, para saltar luego al otro brazo y a los dos codos. Pronto me llegaría a los tobillos y a las pantorrillas.

Rick insistió en que fuese al médico. Acudí a la consulta de uno, joven y brusco, sin la típica palabrería que utilizan los médicos norteamericanos para tranquilizar a sus pacientes. Tuve que esforzarme mucho para entender su francés velocísimo.

– ¿Ha padecido esto antes? -preguntó mientras me examinaba los brazos.

– Sí, cuando era joven.

– ¿Pero no desde entonces?

– No.

– Cuánto tiempo lleva en Francia?

– Seis semanas.

– ¿Y va a quedarse?

– Sí, unos años. Mi marido trabaja para un estudio de arquitectos en Toulouse.

– Tiene hijos?

– No. Todavía no -me puse colorada. Cálmate, Ella, pensé. Tienes veintiocho años, no necesitas avergonzarte de nada relacionado con la vida sexual.

– ¿Y ahora trabaja usted?

– No. Es decir, trabajaba en Estados Unidos. Era comadrona.

Alzó las cejas.

– Une sage-femme? ¿Quiere practicar en Francia?

– Me gustaría trabajar, pero todavía no he conseguido permiso de trabajo. Por otra parte, el sistema sanitario es diferente aquí, de manera que tengo que pasar un examen para ejercer mi profesión. Así que estudio francés y en otoño empezaré un curso para comadronas en Toulouse y me prepararé para el examen.

– Parece cansada -cambió de conversación bruscamente, como para darme a entender que le hacía perder el tiempo al hablarle de mi carrera.

– He tenido pesadillas, pero… -me callé. No quería tratar de aquello con él.

– ¿Es usted desgraciada, madame Turner? -me preguntó más amablemente.

– No; desgraciada, no -respondí sin mucha convicción. A veces es difícil saberlo cuando estoy tan cansada, añadí para mis adentros.

– Ya sabe que la psoriasis se presenta a veces cuando no se duerme lo suficiente.

Asentí con la cabeza. Aquello era todo lo que había dado de sí el análisis psicológico.

Me receto una crema con cortisona, supositorios para reducir la inflamación y somníferos si los picores no me dejaban dormir, y me dijo que volviera al cabo de un mes. Cuando me marchaba ya, añadió:

– Y venga a verme si se queda embarazada. También soy obstétricien.

Me sonrojé de nuevo.


Mi fascinación con Lisle-sur-Tarn concluyó poco después de que dejara de dormir.

Era un pueblo hermoso y tranquilo, y se movía a un ritmo que yo sabía más sano que el mío habitual en Estados Unidos, además de que la calidad de vida fuese a todas luces mejor. Los productos agrícolas del mercado de los sábados en la plaza, la carne de la boucherie, el pan de la boulangerie. todo sabía más auténtico a cualquier persona criada, como yo, con insípidos alimentos de supermercado. En Lisle el almuerzo era aún la comida más importante del día, los niños corrían en libertad sin temor a desconocidos motorizados, y había tiempo para conversaciones intrascendentes. La gente nunca tenía tanta prisa como para renunciar a detenerse y charlar un momento con cualquiera.