– Rick.

– ¿Estás segura?

– Sí. Habíamos estado intentándolo durante algún tiempo y lo dejamos, pero está claro que no antes de quedarme embarazada. Ahora que lo pienso, llevo unas cuantas semanas con los mismos síntomas.

– ¿Y Jean-Paul?

Me tumbé boca abajo y apreté la cara contra uno de los cojines del sofá.

– ¿Qué pasa con él?

– ¿Vas a ir a verlo? ¿Hablar con él?

– ¿Qué puedo decirle que quiera oír?


– Mais… por supuesto que querrá saber de ti, incluso malas noticias. No has sido muy amable con él.

– De eso no estoy nada segura. Creía que me mostraba amable dejándolo tranquilo.

Para alivio mío, Mathilde cambió de tema.

– He pedido permiso el miércoles en el trabajo -dijo- para ir a Le Pont de Montvert, como sugeriste. Nos llevaremos también a Sylvie. Le encanta ir allí. Y por supuesto, puedes volver a ver a monsieur Jourdain.

– Vaya, no sé si podré esperar.

Mathilde lanzó un chillido y las dos empezamos a reír.


El miércoles por la mañana Sylvie insistió en ayudarme a vestir. Entró en el cuarto de baño, donde me estaba poniendo unos pantalones cortos blancos y una camisa de color copos de avena, y se apoyó en el lavabo, examinándome.

– ¿Por qué vas de blanco todo el tiempo? -preguntó.

Vaya, volvemos a las andadas, pensé.

– La camisa no es blanca -afirmé-. Es… como el color de los cereales -no sabía cómo decir copos de avena.

– No, no lo es. ¡Mis copos de maíz son de color naranja!

Me había comido tres cuencos poco antes y aún tenía hambre.

– Alors, ¿qué te gustaría que me pusiera?

Sylvie aplaudió y corrió al cuarto de estar, donde empezó a registrar mi bolso de viaje.

– ¡Toda tu ropa es blanca o marrón! -exclamó, decepcionada. Sacó la camisa azul de Jean-Paul-. Excepto esto. Póntela -me ordenó-. ¿Cómo es que no te la he visto nunca?

Jacob se ocupó de hacerla lavar en Moutier. La sangre había desaparecido en su mayor parte, pero quedaba un contorno como de óxido en la espalda. Pensé que nadie se fijaría si no lo buscaba a propósito, pero Mathilde lo descubrió nada más ponérmela. Capté sus cejas levantadas y torcí el cuello para mirarme la espalda.

– No quieres saberlo -dije.

Se echó a reír.

– Una vida llena de dramatismo, ¿eh?

– ¡Te aseguro que antes no era así!

Mathilde consultó su reloj.

– Vámonos; monsieur Jourdain nos estará esperando -dijo.

Abrió el armario del vestíbulo, sacó el bolso de gimnasia y me lo entregó.

– ¿De verdad le has telefoneado?

– Créeme cuando te digo que es una buena persona. Tiene buenas intenciones. Ahora que sabe que tu familia era de verdad de esta zona, te tratará como a su sobrina largo tiempo perdida.

– ¿Monsieur Jourdain es la persona que me llamó mademoiselle? ¿Con el pelo negro? -quiso saber Sylvie.

– No; ése era Jean-Paul. Monsieur Jourdain es el señor mayor que se cayó del taburete. ¿Te acuerdas?

– Jean-Paul me gustó. ¿Vamos a verlo?

Mathilde me sonrió.

– Mira, esta camisa es suya -dijo, tirando de uno de los faldones.

Sylvie me miró.

– Entonces, ¿por qué la llevas tú?

Me ruboricé y Mathilde se echó a reír.

Era un hermoso día, caluroso en Mende pero despejado y fresco a medida que nos internábamos por las montañas. Cantamos durante todo el camino, Sylvie me enseñaba las letras que había aprendido durante el verano. Me pareció extraño cantar de camino a un entierro, pero no inadecuado. Estábamos devolviendo a Marie a su hogar.

Cuando nos detuvimos en la mairie de Le Pont de Montvert, monsieur Jourdain apareció de inmediato en el umbral. Nos estrechó la mano a todas, Sylvie incluida, y retuvo la mía unos instantes.

– Madame -dijo, antes de obsequiarme con una sonrisa. Seguía poniéndome nerviosa y quizá lo sabía, porque su sonrisa tuvo un algo de desesperación, como un niño que quiere caerle bien a un adulto.

– Tomemos café -dijo precipitadamente, haciéndonos entrar en el bar. Pedimos café y un refresco de naranja para Sylvie, que no se quedó mucho tiempo en la mesa una vez que descubrió al gato del establecimiento. Los adultos mantuvimos un silencio incómodo durante un minuto, hasta que Mathilde dio un golpe en la mesa y exclamó:

– ¡El mapa! Voy a buscarlo al coche. Queremos mostrarle dónde vamos.

Se puso en pie de un salto y nos dejó solos.

Monsieur Jourdain se aclaró la garganta; por un segundo temí que fuera a escupir.

– Escuche, La Rousse -empezó-. Como sabe, dije que trataría de hacer averiguaciones sobre algunos miembros de la familia propietaria de su Biblia.

– Sí.

– Alors, he encontrado a alguien.

– ¿Un Tournier?

– No es un Tournier. Se llama Elisabeth Moulinier. Es nieta de un individuo que vivía en l'Hôpital, un pueblo no lejos de aquí. La Biblia era suya. Esa señora la trajo aquí cuando su abuelo murió.

– ¿Lo conoció usted?

Monsieur Jourdain frunció los labios.

– No -respondió con tono cortante.

– Pero…, pensé que conocía usted a toda la gente de los alrededores. Lo dijo Mathilde.

Frunció el ceño.

– Era católico -murmuró.

– ¡Por el amor de Dios! -estallé. Pareció avergonzado pero inconmovible. -Da igual -murmuré, moviendo la cabeza. -De todos modos, le dije a esta Elisabeth que hoy estaría usted aquí. Y va a venir a verla.

– Ha… -¿qué te pasa, Ella?, pensé. ¿Estupendo? ¿Quieres relacionarte con esa familia?-. Ha sido usted muy amable molestándose -dije-. Gracias.

Mathilde regresó con el mapa y lo extendimos sobre la mesa.

– La Baume du Monsieur es una colina -explicó monsieur Jourdain-. Se conservan las ruinas de una granja, aquí ¿ven? -señaló un símbolo diminuto-. Vayan delante y les llevaré a madame Moulinier allí, dentro de una hora o dos.


Cuando vi el automóvil -polvoriento y baqueteado- aparcado en la cuneta, se me encogió el corazón. Mathilde, pensé. Le encanta hacer llamadas telefónicas. La miré. Aparcó su coche detrás, tratando de poner aire inocente, pero capté la sombra de una sonrisa de satisfacción. Cuando nuestras miradas se cruzaron se encogió de hombros.

– ¿Por qué no te adelantas? -dijo-. Sylvie y yo vamos a ver el río, ¿verdad que sí, Sylvie? Venimos luego a buscarte. Adelante.

Vacilé, luego recogí el bolso de gimnasia, una pala y el mapa y empecé a subir por el sendero. Enseguida me detuve y me volví.

– Gracias -dije.

Mathilde sonrió y agitó una mano en mi dirección.

– Vas-y, chérie.

Jean-Paul estaba sentado en los restos derruidos de una chimenea, de espaldas a mí, fumando un cigarrillo. Llevaba la camisa de color salmón; el sol le iluminaba el pelo. Parecía tan real, tan en armonía consigo mismo y con lo que le rodeaba que casi no pude mirarlo, tanto era el dolor que me provocaba. Sentí una oleada de nostalgia, el deseo de olerlo y de tocar su piel tibia.

Cuando me vio tiró el cigarrillo, pero siguió sentado. Dejé en el suelo el bolso y la pala. Quería abrazarlo, aplastar la nariz contra su cuello y echarme a llorar, pero no podía. Al menos hasta que se lo hubiera dicho. El esfuerzo que tenía que hacer para no tocarlo era casi insoportable y me trastornó tanto que no me enteré de sus primeras palabras y tuve que pedirle que las repitiera.

No las repitió. Se limitó a mirarme durante un rato muy largo, estudiando mi cara. Trataba de mantenerse inexpresivo, pero me daba cuenta de que no le resultaba nada fácil.

– Jean-Paul, lo siento mucho -murmuré en francés.

– ¿Por qué? ¿Por qué lo sientes?

– Oh junté las manos detrás del cuello-. Tengo tanto que contarte, ni siquiera sé por dónde empezar -comenzó a temblarme la barbilla y apreté los codos contra el pecho para evitar que me temblara todo el cuerpo. Jean-Paul extendió el brazo y me tocó el cardenal de la frente.

– ¿Dónde te has hecho eso?

Sonreí tristemente.

– Me lo ha hecho la vida.

– Cuéntamelo entonces -dijo-. Y por qué estás aquí con eso -hizo un gesto hacia el bolso-. En inglés. Habla en inglés cuando necesites hacerlo y yo hablaré en francés cuando me haga falta.

Nunca se me había ocurrido aquella solución. Jean-Paul tenía razón: sería demasiado esfuerzo contar en francés todo lo que tenía que decirle.

– El bolso está lleno de huesos -expliqué, cruzándome de brazos y apoyando todo el peso en una cadera-. Huesos de una niña. Lo sé por el tamaño y la forma; están además los restos de lo que parece ser un vestido y de su pelo. Lo encontré todo debajo del hogar de una granja que, según dicen, fue la granja de los Tournier durante mucho tiempo. En Suiza. Y creo que son los huesos de Marie Tournier.

Interrumpí mi entrecortada explicación y esperé a que me contradijera. Al no hacerlo, me encontré tratando de responder a las preguntas que Jean-Paul no me había hecho.

– En nuestra familia los nombres se han transmitido incluso hasta el momento actual. Sigue habiendo Jacobs y Jeans, Hannahs y Susannes. Es como una conmemoración. Todos los nombres originales subsisten aún, si se exceptúan Marie e Isabelle. Ya sé que crees que construyo algo de nada, sin prueba alguna, pero pienso que eso significa que hicieron algo que estaba mal, y murieron o las rechazaron o algo parecido. Y la familia dejó de utilizar sus nombres.

Jean-Paul encendió un cigarrillo y aspiró hasta llenarse los pulmones.

– Hay otras cosas, la clase de pruebas que despiertan tu desconfianza. Como el pelo, el que está en el bolso, y que es del mismo color que el mío. El color del que se volvió el mío cuando llegué aquí. Y cuando estábamos levantando la piedra del hogar y cayó de nuevo, hizo el mismo ruido que había oído en mi pesadilla. Un gran ruido sordo. Exactamente el mismo. Pero sobre todo se trata del azul. Los trozos de vestido son exactamente del azul con el que soñaba. El azul de la Virgen.