Me miró la psoriasis en los brazos; aquello pareció desconcertarle por un momento.

– De manera que he estado pensando -continuó, retomando el hilo- que deberíamos empezar de nuevo.

El camarero le interrumpió para tomar nota de lo que queríamos. Estaba tan nerviosa que no me veía comiendo nada, pero por guardar las apariencias pedí la pizza más sencilla imaginable. Hacía calor dentro del restaurante y la atmósfera resultaba asfixiante; me empezaban a sudar las manos y la frente. Bebí un tembloroso sorbo de agua.

– Y resulta -continuó Rick- que hay una manera muy fácil de hacerlo. Sabes que he estado en Fráncfort con motivo de una urbanización.

Asentí.

– Me han pedido que supervise la construcción, como proyecto conjunto entre nuestra empresa y la suya -hizo una pausa y me miró expectante.

– Vaya, eso es estupendo, Rick. Formidable para ti.

– ¿Lo ves, no? Nos trasladaríamos a Alemania. Nuestra oportunidad para empezar de nuevo.

– ¿Dejar Francia?

Mi tono le sorprendió.

– Pero si no has hecho más que quejarte de este país desde que llegaste. Que la gente no es amable, que no consigues hacer amigos, que te tratan como a una completa desconocida, que son demasiado protocolarios. ¿Por qué querrías quedarte?

– Es mi hogar -dije débilmente.

– Mira; trato de ser razonable. Y creo que me porto bastante bien. Estoy dispuesto a perdonar y a olvidar todo el asunto con…, ya sabes. Únicamente te pido que te apartes de él. ¿Es eso tan poco razonable?

– No; supongo que no.

– Bien -me miró y, por un momento, su buena voluntad se vino abajo-. De manera que reconoces que pasó algo con él.

El nudo del estómago se movió y me aparecieron nuevas gotas de sudor sobre los labios. Me puse en pie.

– Tengo que encontrar un baño. Vuelvo enseguida.

Conseguí alejarme de la mesa sin perder la calma, pero una vez que llegué al aseo y cerré la puerta, me dejé ir y vomité, largas arcadas jadeantes que me sacudieron todo el cuerpo. Sentí como si llevara mucho tiempo esperando aquel momento, sentí que estaba devolviendo todo lo que había comido en Francia y en Suiza.

Finalmente me quedé vacía del todo. Sentada sobre los talones y recostada contra la pared del retrete, la luz del techo me iluminaba como un reflector. La tensión había desaparecido al tirar de la cadena; aunque exhausta, era capaz de pensar con claridad por vez primera desde hacía días. Empecé a reír entre dientes.

– Alemania. Dios del cielo -murmuré.


Cuando regresé a la mesa habían llegado nuestras pizzas. Cogí la mía, la coloqué en la mesa de al lado, que estaba vacía, y procedí a sentarme.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó mi marido, frunciendo levemente el ceño.

– Sí -me aclaré la garganta-. Rick, tengo algo que decirte.

Me miró con aprensión; no tenía ni idea de qué podía ser.

– Estoy embarazada.

Dio un salto. Su rostro era como un televisor que cambiase de canal cada pocos segundos a medida que distintas ideas se le pasaban por la cabeza.

– ¡Pero eso es maravilloso! Era lo que querías, ¿no es cierto? Excepto… -la duda hizo que su rostro reflejara un sufrimiento tal que casi le cogí la mano. Se me ocurrió que podía mentir y que aquello lo solucionaría todo. Era la puerta abierta que estaba buscando. Pero mentir nunca se me ha dado bien.

– Es tuyo -dije por fin-. Debió de suceder justo antes de que volviéramos a utilizar anticonceptivos. Rick saltó del asiento y dio la vuelta a la mesa para abrazarme.

– ¡Champán! -exclamó-. ¡Tenemos que pedir champán!

Buscó con los ojos al camarero.

– No, no -dije-. Por favor. No me siento bien.

– Ah, claro. Escucha, vámonos a casa. Ahora mismo. ¿Tienes aquí tus cosas? -miró alrededor.

– No, Rick. Siéntate. Por favor.

Lo hizo, de nuevo con la incertidumbre en el rostro. Respiré hondo.

– No voy a volver contigo.

– Pero… ¿para qué estamos haciendo todo esto?

– ¿Todo esto?

– Esta cena. Pensaba que ibas a volver conmigo. Tengo el coche y todo lo demás.

– ¿Es eso lo que Mathilde te dijo?

– No, pero supuse…

– No deberías haberlo hecho.

– Pero vas a tener un hijo mío.

– Vamos a dejar eso al margen por el momento.

– No podemos dejarlo al margen. Está ahí, ¿no es cierto?

Suspiré.

– Supongo que sí.

Rick se terminó el vino y dejó la copa, que hizo un ruido como de resquebrajarse contra la mesa.

– Escucha, Ella, hay algo que tienes que explicarme. No me has dicho por qué te fuiste a Suiza. ¿Es que he hecho algo mal? ¿Por qué te portas así conmigo? Pareces dar a entender que hay algo entre nosotros que no funciona. Eso es una novedad para mí. Si alguien debería estar disgustado soy yo. Tú eres la que te tomas libertades.

No sabía cómo decirlo amablemente. Rick pareció darse cuenta.

– Limítate a decírmelo -sugirió-. Sé sincera conmigo.

– Sucedió cuando nos mudamos aquí. Me siento distinta.

– Cómo?

– Es difícil de explicar -pensé unos instantes-. Sabes perfectamente que se puede comprar un disco, obsesionarte con él durante un tiempo, ponerlo sin parar, saberte todas las canciones. Y te parece que te lo sabes de memoria y que tiene una relación especial contigo. Como, por ejemplo, el primer disco que compraste cuando eras un crío.

– Los Beach Boys. Surf’s Up.

– Exacto. Y luego un día dejas de oírlo; no por ninguna razón especial, no es una decisión consciente. De repente ya no necesitas oírlo más. Ya no tiene la misma fuerza. Lo oyes y sabes que las canciones siguen siendo buenas, pero han perdido la magia que tenían para ti. Una cosa parecida.

– Eso no me ha pasado nunca con los Beach Boys. Todavía siento lo mismo cuando los escucho.

Di un golpe fuerte en la mesa con la mano.

– ¡Maldita sea! ¿Por qué lo haces?

La poca gente que había en el restaurante nos miró.

– ¿Qué? -susurró Rick-. ¿Qué es lo que he hecho?

– No me escuchas. Coges la metáfora y la destrozas. Sencillamente no escuchas lo que trato de decirte.

– ¿Y qué es lo que tratas de decirme?

– ¡Que ya no te quiero! ¡Eso es lo que estoy tratando de decirte, pero no escuchas!

– Ah -se recostó en el asiento-. ¿Por qué no lo has dicho, entonces? ¿Por qué tienes que meter a los Beach Boys en esto?

– Estaba tratando de explicarlo con una metáfora, hacerlo más fácil. Pero insistes en verlo desde tu perspectiva.

– ¿De qué otro modo se supone que tengo que verlo?

– ¡Desde mi punto de vista! ¡El mío! -me golpeé el pecho con los nudillos-. ¿Es que no puedes mirar nunca las cosas desde mi punto de vista? Siempre te muestras amable y complaciente con todo el mundo, pero acabas saliéndote con la tuya, siempre consigues que la gente vea las cosas desde tu punto de vista.

– Ella, ¿quieres saber lo que veo desde tu punto de vista? Veo a una mujer que está perdida, sin dirección, que no sabe lo que quiere, de manera que se agarra a la idea de tener un hijo como algo que le permita estar ocupada. Y que se aburre con su marido de manera que folla con el primero que se lo propone.

Se detuvo y miró en otra dirección, avergonzado ya, dándose cuenta de que había ido demasiado lejos. Nunca lo había oído sincerarse tanto.

– Rick-dije amablemente-. Ése no es mi punto de vista, ¿te das cuenta? Es, clarísimamente, el tuyo -empecé a llorar, tanto de alivio como por todo lo demás.

El camarero se acercó y, sin mediar palabra, se llevó las pizzas intactas y luego, sin que nadie se la hubiera pedido, dejó la cuenta sobre la mesa. Ninguno de los dos la miramos.

– Este cambio de tus sentimientos, ¿es temporal o permanente? -preguntó Rick cuando dejé de llorar.

– No lo sé.

Lo intentó de nuevo.

– Esa experiencia con los discos de la que hablabas, ¿cambia alguna vez? Ya entiendes, ¿vuelven alguna vez a obsesionarte?

Estuve pensándolo.

– A veces.

Pero no por mucho tiempo, añadí para mis adentros. El sentimiento nunca vuelve.

– Así que quizá la situación cambie.

– Rick, todo lo que sé es que ahora mismo no puedo volver contigo -sentía que de nuevo se me agolpaban las lágrimas en los ojos.

– ¿Sabes? -añadí-, ni siquiera te he contado lo que me ha pasado en Suiza. Y también en Francia. Lo que he descubierto sobre los Tournier. Toda una historia. Podría contar una historia completa…, llenando algunos huecos aquí y allá. Es como si llevara otra vida completamente distinta; una vida de la que no sabes nada en absoluto.

Rick se apretó la nariz, a la altura de las cejas, entre pulgar e índice.

– Ponlo por escrito -dijo. Me miró una vez más la psoriasis-. Ahora mismo tengo que marcharme de aquí. Hace demasiado calor.


Cuando regresé, Mathilde estaba aún levantada, leyendo una revista en el cuarto de estar, las piernas, muy largas, apoyadas sobre el cristal de la mesa de centro. Alzó la vista para mirarme inquisitivamente. Me dejé caer en el sofá y contemplé el techo.

– Rick quiere irse a vivir a Alemania -anuncié.

– Vraiment? Bastante repentino.

– Sí. No me voy a ir con él.

– ¿A Alemania? -hizo una mueca-. ¡Por supuesto que no!

Resoplé.

– Dime, ¿te gusta algún otro país, además de Francia?

– Estados Unidos.

– ¡Pero si no has estado nunca!

– No, pero estoy segura de que me gustaría.

– Es difícil imaginarme volviendo allí. California me parecería muy ajeno.

– ¿Es eso lo que vas a hacer?

– No lo sé. Pero no me voy a ir a Alemania.

– ¿Le has dicho a Rick que estás embarazada?

Me incorporé.

– ¿Cómo lo has sabido?

– ¡Es evidente! Estás cansada, la comida te molesta, aunque comes mucho si de verdad te pones a ello. Y cuando no hablas parece que estás escuchando algo dentro de ti. Lo recuerdo muy bien por Sylvie. Así que, ¿quién es el padre?