– Vamos a entrar, Sylvie, hay una cosa que necesito comprar -entró conmigo sin rechistar. La llevé a una exposición de jabones-. Elige uno -le dije-, y te regalaré una pastilla -se enfrascó en abrir las cajas y oler los jabones mientras yo conseguía hablar con el farmacéutico en voz baja.

Sylvie eligió un jabón con olor a espliego, y lo llevaba en la mano para poder seguir oliéndolo mientras caminábamos, hasta que la convencí de que metiera la pastilla en la mochila para que estuviera más segura. Al llegar al parquecito corrió a reunirse con sus amigos. Me senté en los bancos con las otras madres, que me miraron con desconfianza. No traté de hablar con ellas: necesitaba pensar.

Por la tarde nos quedamos en casa. Mientras Sylvie llenaba la piscina me fui al cuarto de baño con mi compra. Cuando reaparecí, ella se metió en el agua y chapoteó mientras yo miraba el cielo tumbada en la hierba.

Al cabo de un rato Sylvie vino a sentarse a mi lado. Jugaba con una vieja muñeca Barbie, a quien alguien había hecho trasquilones en el pelo; Sylvie hablaba con ella y la hacía bailar.

– ¿Ella? -empezó. Yo sabía que iba a sacar el tema-. ¿Qué has hecho con la bolsa de huesos?

– No lo sé. Tu madre la guardó.

– ¿Está todavía en la casa?

– Quizá sí. Quizá no.

– ¿En qué otro sitio podría estar?

– Quizá tu mamá se la haya llevado al trabajo o se la haya dado a un vecino.

Sylvie miró alrededor.

– ¿Nuestros vecinos? ¿Para qué la querrían?

Mala idea. Cambié de táctica.

– ¿Por qué me lo preguntas?

Sylvie miró a su muñeca, le tiró del pelo y se encogió de hombros.

– No lo sé -masculló.

Esperé un minuto.

– ¿Quieres volver a ver lo que hay dentro? -pregunté.

– Sí.

– ¿Estás segura?

– Sí.

– ¿No gritarás ni te asustarás?

– No, si también estás tú.

Saqué el bolso del armario y lo llevé al jardín. Sylvie estaba sentada con las rodillas recogidas bajo la barbilla, observándome, nerviosa. Dejé el bolso sobre la hierba.

– ¿Te parece que… lo saque para que puedas verlo, pero esperas dentro y te llamo cuando esté listo?

Aceptó con un gesto de cabeza y se puso en pie de un salto.

– Quiero una coca-cola. ¿Me puedo tomar una coca-cola?

– Sí.

Corrió al interior de la casa.

Respiré hondo y abrí la cremallera del bolso. Aún no había mirado dentro.


Cuando estuvo todo listo, entré y encontré a Sylvie en el cuarto de estar con un vaso de coca-cola, viendo la televisión.

– Ven -dije, tendiéndole la mano. Salimos juntas por la puerta de atrás. Desde allí Sylvie veía ya algo sobre la hierba. Se me apretó contra el costado.

– No estás obligada a mirarlo, ¿sabes? Pero no te va a hacer daño. No está viva.

– ¿Qué es?

– Una niña.

– ¿Una niña? ¿Una niña como yo?

– Sí. Esos son sus huesos y su pelo. Y un trozo de un vestido.

Nos acercamos. Para sorpresa mía, Sylvie me soltó la mano y se acuclilló junto a los huesos. Los estuvo mirando durante mucho tiempo.

– Es un azul muy bonito -dijo por fin-. ¿Qué pasó con el resto del vestido?

– Se… -«pudrir», otra palabra que no sabía-. Se hizo viejo y se destruyó -expliqué torpemente.

– El pelo es del mismo color que el tuyo.

– Sí.

– ¿De dónde viene?

– Suiza. La enterraron en el suelo, bajo el hogar de una chimenea.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué murió?

– No, ¿por qué la enterraron bajo el hogar? ¿Para que no pasara frío?

– Quizá.

– ¿Cómo se llamaba?

– Marie.

– Habría que volver a enterrarla.

– ¿Por qué? -me intrigaba su respuesta.

– Porque necesita una casa. No puede quedarse aquí para siempre.

– Eso es verdad.

Sylvie se sentó en la hierba, luego se tumbó junto a los huesos.

– Me voy a dormir -anunció.

Pensé impedírselo, decirle que no era una buena idea, que quizá tuviera pesadillas, que Mathilde nos encontraría y pensaría que yo iba a ser una pésima madre por dejar a su hija dormir junto a un esqueleto. Pero me lo callé. Lo que hice en cambio fue tumbarme al otro lado de los huesos.

– Cuéntame una historia -ordenó Sylvie.

– No se me da muy bien contar historias.

Sylvie se volvió hacia mí apoyada en un codo.

– ¡Todas las personas mayores saben historias! Cuéntame una.

– De acuerdo. Érase una vez una niñita de pelo rubio que llevaba un vestido azul.

– ¿Como yo? ¿Se parecía a mí?

– Sí.

Sylvie se tumbó de nuevo con una sonrisa de satisfacción en los labios y cerró los ojos.

– Era una niñita muy valiente. Tenía dos hermanos mayores, una madre, un padre y una abuela.

– ¿La querían?

– Todos, a excepción de su abuela.

– ¿Por qué no?

– No lo sé -me detuve. Sylvie abrió los ojos-. Era vieja y fea -continué muy deprisa-. Y pequeña, siempre vestida de negro. Y nunca hablaba.

– ¿Cómo podía saber la niña que su abuela no la quería si no hablaba nunca?

– Tenía…, tenía unos ojos feroces, y a la niñita la miraba de manera distinta que a los demás. Por eso lo sabía. Y todavía era peor cuando se ponía el vestido azul que más le gustaba.

– ¿Porque la abuela quería quedárselo?

– Sí; la tela era muy hermosa pero sólo había suficiente para hacerle el vestido a una niñita. Cuando se lo ponía parecía el cielo.

– ¿Era un vestido mágico?

– Por supuesto. Y protegía a Marie de su abuela y de otras cosas…, fuego y lobos y muchachos desagradables. Y también de ahogarse. De hecho, un día la niña estaba jugando junto al río y se cayó. Desde dentro del agua veía nadar a los peces más abajo y pensó que iba a ahogarse. Luego el vestido se hinchó con el aire, la niña subió flotando a la superficie y no le pasó nada. De manera que todas las veces que se ponía el vestido su mamá sabía que estaba a salvo.

Me volví a mirar a Sylvie; se había dormido. Mis ojos se tropezaron con los fragmentos de azul entre las dos.

– Excepto en una ocasión -añadí-. Y basta con una.

Soñé que estaba en una casa que se quemaba por completo. Había maderas que se desplomaban y cenizas que volaban por todas partes. Luego apareció una niña. Sólo la veía con el rabillo del ojo; si la miraba directamente, desaparecía. Una luz azul flotaba a su alrededor. -Acuérdate de mí -dijo. Se convirtió en Jean-Paul; llevaba días sin afeitar y parecía un tipo duro, el pelo tan crecido que se le rizaba; la cara, los brazos y la camisa cubiertos de hollín. Extendí la mano y le toqué la cara; y cuando la retiré tenía una cicatriz de la nariz a la barbilla.

– ¿Cómo te has hecho eso? -pregunté.

– Me lo ha hecho la vida -replicó.

Una sombra me cruzó la cara y me desperté. Mathilde estaba delante de mí, tapando el sol del atardecer. Parecía que llevaba allí un buen rato, cruzada de brazos, estudiándonos.

– Lo siento -dije, parpadeando-. Sé que debe parecerte extraño.

Mathilde resopló.

– Sí, pero la verdad es que no me sorprende. Sabía que mi hija querría volver a ver esos huesos. Parece que ya no le dan miedo.

– No. Me ha sorprendido con su tranquilidad.

Nuestras voces la despertaron; se dio la vuelta y se incorporó, las mejillas encendidas. Miró alrededor, hasta que sus ojos se detuvieron en los huesos.

– Mamá -dijo-, vamos a enterrarla.

– ¿Qué? ¿Aquí en el patio?

– No. En su casa.

Mathilde me miró.

– Sé el sitio exacto -dije.


Mathilde me dejó su automóvil para que fuese a Mende. Era extraño pensar que sólo habían pasado tres semanas desde mi visita anterior; habían sucedido muchas cosas desde entonces. Pero la sensación, al caminar alrededor de la catedral sombría y de las oscuras callejuelas de la ciudad antigua, era la misma. Aquella ciudad no tenía nada de acogedora. Me alegré de que Mathilde viviera fuera, aunque se tratase de un barrio sin árboles.

La dirección resultó ser la de la pizzería donde ya había comido en otra ocasión. Estaba casi tan vacía como entonces. Me sentía tranquila al entrar, pero cuando vi a Rick solo en una mesa con una copa de vino, consultando el menú con el ceño fruncido, se me encogió el corazón. Llevaba trece días sin verlo y habían sido trece días muy largos. Cuando alzó la vista y me vio, se puso en pie, sonriendo con nerviosismo. Llevaba ropa de oficina, camisa blanca, blazer de algodón azul marino y zapatos deportivos. Parecía grande y sano y americano en aquel lugar que era como una cueva oscura; algo así como un Cadillac arrastrándose por una calle muy estrecha.

Nos besamos torpemente.

– Cielos, Ella, ¿qué te ha pasado en la cara? Me toqué la contusión de la frente.

– Una caída -dije-. No tiene importancia.

Nos sentamos. Rick me sirvió una copa de vino antes de que pudiera decir no. Cortésmente me la llevé a los labios pero no bebí. El olor a ácido y a vinagre casi me dio arcadas; lo dejé rápidamente sobre la mesa.

Estuvimos unos instantes sin hablar. Me di cuenta de que tendría que ser yo quien iniciara la conversación.

– De manera que te llamó Mathilde -empecé sin saber qué decir.

– Sí. ¡Qué deprisa habla, Dios del cielo! Pero no entendí por qué no me llamabas tú.

Me encogí de hombros. Sentía crecerme la tensión en el estómago.

– Escucha, Ella, quiero decir un par de cosas, ¿te parece bien?

Asentí.

– Veamos, se que este traslado a Francia ha sido duro para ti. Más para ti que para mí. Todo lo que yo tenía que hacer era trabajar en otro despacho. Cambia la gente pero el trabajo es parecido. Tu caso es distinto: no tienes ni trabajo ni amigos y debes de sentirte aislada y aburrida. Entiendo que no seas feliz. Quizá no me he ocupado lo suficiente de ti porque he estado hasta el cuello de trabajo. De manera que te aburres y, bueno, entiendo que pueda haber tentaciones, incluso en un sitio tan provinciano como Lisle.