—¡Ya sabía yo que mi pequeña revelación te impresionaría! —exclamó muy satisfecho—. Tenías toda la razón cuando le preguntaste a lady Danvers si estaba segura del nombre de pila.

—Puedes llamarlo un presentimiento, pero algo me decía que tenía que tratarse de aquel muchacho. Lo que me gustaría saber es cómo volvió a encontrarlo Anielka y por qué se atrevió a meterlo en casa de su marido. Empiezo a creer que es aún más falsa de lo que imaginaba.

Como había perdido el apetito, apartó su plato, sacó un cigarrillo y lo prendió con una mano ligeramente temblorosa.

—¡Vamos, vamos! No hagas juicios temerarios que más adelante podrías lamentar —dijo Adalbert—. Mientras tanto, debes refrescarme la memoria. Me parece que ya me habías hablado de un personaje que llevaba este nombre, pero te confieso, que he olvidado un poco los pormenores. ¿Quién es realmente?

—Es aquel por quien ella trató de suicidarse en dos ocasiones y yo se lo impedí. En el Nord-Express y en los jardines de Wilanow. Allí es donde la vi por primera vez.[3]

—¡Ah! Ahora lo recuerdo. El estudiante pobre y desde luego nihilista, con el que ella deseaba escapar para compartir su miseria..., hasta que se enamoró de un príncipe cuarentón, veneciano y de sienes plateadas...

—Es un comentario de muy mal gusto —gruñó Aldo.

—Es posible, pero me limito a decir la verdad. Las últimas noticias eran que la joven te quería a ti. Incluso te lo escribió en una nota que tuvo el atrevimiento de darte delante de las narices de su marido. Entonces, si partimos de la premisa de que era sincera, lo lógico sería que la presencia de un antiguo amor la incomodara. Sobre todo porque estamos en Londres y no en Varsovia. Seguro que no fue ella quien lo hizo venir.

En medio de su arrebato teorizador, Adalbert se interrumpió para beberse de un trago la mitad de la cerveza.

—¡Continúa! —lo apremió Aldo—. ¿Crees que ese polaco acudió a ella por iniciativa propia?

—Por descontado. Acuérdate de los retazos de conversación que sorprendió Sally. Anielka le suplicaba que no pusiera en peligro su causa ni tampoco a ella misma. Sin duda él acudió a su compatriota para que lo ayudara. Quizá pretendía obligarla haciéndole chantaje. Tú no estás al tanto de cuáles eran sus relaciones.

—No lo niego, pero a él no le cuadra nada endosarse la librea de criado. Tiene un orgullo infernal.

—Todos los revolucionarios son así. Desde las alturas de su ideología intransigente, desprecian al burgués. Pero cuando se trata de servir a la Causa, están dispuestos a hacer cualquier cosa. Incluso a lustrar los zapatos de un capitalista que encima era comerciante de armas, como el pobre sir Eric.

—¿Sospechas que ese tipo forzó a Anielka a admitirlo en su casa?

—No pudo ser de otro modo. Me imagino que él le contó una historia enternecedora, le hizo recordar el pasado, etcétera. Y después va y mata al marido, emprende la huida y la abandona en medio del embrollo.

A medida que Adalbert desarrollaba su teoría, Morosini se sentía revivir. En esos momentos todo le parecía muy claro..., excepto por un detalle.

—Entonces, dime por qué Anielka se limitó a llorar al enterarse de que el polaco había huido y, lo que es peor, rogó a los policías que lo dejasen en paz alegando que no tenía nada que ver con el asunto, y luego se dejó encarcelar en su lugar. Eso no tiene ni pies ni cabeza.

—Salvo si... Veo dos soluciones: o bien la ha amenazado con algo terrible si lo inculpa, algo que hace que ella prefiera ir a la cárcel, o bien la ha conquistado de nuevo. Y como ella está enamorada otra vez de él, espera librarse del apuro al tiempo que su galán queda a salvo. Cosa que implicaría, evidentemente, y espero que me perdones, que en el corazoncito veleidoso de lady Ferrals se ha producido el proceso inverso y ya no te quiere a ti. A menos que..., ¡ah, eso también sería posible!, que os ame a los dos. Creo haberte dicho ya que las mujeres eslavas son impredecibles.

—Lo dijiste, en efecto, pero no es necesario que lo repitas.

Morosini pidió un café y consultó su reloj.

—Tu amigo Bertram no aparece a menudo por aquí. Si no te importa, dejaré que lo esperes tú solo. No hace falta ser dos para escuchar sus confidencias..., si es que tiene algo que decir.

—¿Y tú adónde vas? Porque seguro que albergas algún propósito.

—Claro. Pienso ir a Scotland Yard y pedir que me reciba míster Warren.

—¿Crees que te comunicará los últimos hallazgos de su investigación? Ése no es amigo de hacer confidencias.

—Tampoco se lo pediré. Lo que quiero es que me autorice a visitar a Anielka en la cárcel.

Vidal-Pellicorne reflexionó un instante y meneó la cabeza.

—No es mala idea. Sólo te arriesgas a que no te lo conceda, pero, si me permites un consejo, no le hables del asunto Harrison.

—No soy idiota. Ese asunto te lo dejo a ti... de momento. Nos veremos en el hotel.

Al salir del Black Friars, Aldo vio que hacía un tiempo todavía peor que antes, pero aun así decidió ir caminando a su destino. La primera mitad del día había estado llena de emociones y sentía necesidad de hacer un poco de ejercicio. Después de encasquetarse la gorra y meter las manos en los bolsillos, echó a andar dando largas y rápidas zancadas en dirección al severo edificio bautizado como New Scotland Yard.[4] Construida hacia 1890 con el oscuro granito extraído de las landas de Dartmoor por los penados de la penitenciaría cercana, la sede de la famosa policía británica, diseñada según el estilo señorial escocés, tenía la forma de un torreón dotado de múltiples ventanas, de modo que se asemejaba a un vigía cuyos cien ojos estuvieran clavados día y noche sobre la ciudad, el puerto, el país, el imperio... El conjunto producía escalofríos, sobre todo si uno sabía que Scotland Yard albergaba un museo de los horrores, el Black Museum, que exhibía una nutrida colección de reliquias criminales.

El sargento que montaba guardia en la puerta acogió al visitante y su petición con bastante cortesía, hizo uso de un teléfono interior para saber si uno y otra eran aceptados, y finalmente encomendó al primero a uno de sus subordinados, encargándole que lo condujera a su destino. El aristócrata extranjero tenía mucha suerte: no solamente el superintendente estaba en su despacho sino que consentía en recibirlo.

Sin su macfarlane a lo Sherlock Holmes, Gordon Warren no presentaba tanto parecido con un pterodáctilo. Vestido con un traje gris oscuro de corte impecable, su aspecto coincidía más con lo que era en realidad: un alto ' funcionario consciente de sus responsabilidades, aunque también capaz de recordar los modales de un gentleman. Señaló un asiento a su visitante con una mano que tal vez careciera de finura, pero que se veía fuerte y bien cuidada. Con la otra, depositó sobre la mesa la tarjeta de visita que Aldo había entregado al policía que lo había acompañado.

—¿El príncipe Morosini, de Venecia? Le ruego que me perdone, pero no estoy muy al corriente de las costumbres europeas. ¿Cómo debo llamarlo, alteza, excelencia o...?

—Nada de eso, simplemente príncipe, señor o sir —le dijo Aldo sonriendo un poco—. Le aseguro, superintendente, que no he venido aquí para comentar con usted las características del protocolo europeo.

—Se lo agradezco. Me han dicho que desea hablarme del caso Ferrals. ¿Era usted amigo de sir Eric?

—Como tuve el privilegio de haber sido invitado a su boda, podría decirse que sí. Pero, en realidad, de quien soy amigo es de la señora Ferrals, a la que conocí en Polonia cuando era todavía la hija soltera del conde Solmanski.

La pregunta brutal lo alcanzó de improviso, aunque fue lanzada en un tono apacible.

—Y naturalmente, está enamorado de ella, ¿no?

Morosini la oyó sin pestañear, y se permitió el lujo de sonreír mientras sostenía la mirada del policía.

—Es muy posible —contestó—. Pero reconozca que es difícil no sucumbir ante tanta gracia y belleza. Sobre todo cuando uno es italiano y medio francés.

—También un británico puede sentir esas emociones, a menos que tenga que enfrentarse muy a menudo con los innumerables rostros del crimen... Me imagino que ha venido a verme para decirme que ella no es culpable, que corro el riesgo de ser responsable de un error judicial...

—Supongo que un hombre de su experiencia no mandaría a la cárcel a una mujer de su edad..., tiene veinte años..., y de su alcurnia por puro capricho.

—Gracias por tener tan buena opinión de mí —dijo Warren con un ademán irónico—. En tal caso, ¿qué puedo hacer por usted?

—Concederme el favor de poder visitarla en la cárcel.

Creo conocer bastante bien a su prisionera y es muy posible que acceda a aclararme lo que ocurrió cuando murió su esposo.

—Oh, eso ya lo sabemos. Ella le entregó a sir Eric un papelillo contra la migraña, él echó su contenido en el vaso de whisky, lo bebió y se murió. Si a eso añadimos que un momento antes habían tenido una violenta disputa, y que hacía ya varias semanas que el matrimonio no se llevaba bien...

—Lo que me habría extrañado sería lo contrario, dada la manera en que el matrimonio había empezado. Pero ¿no le parece una insensatez envenenar a alguien delante de tantos testigos? Y le aseguro que lady Ferrals no es ni estúpida ni insensata. Creo que, antes de detenerla, habría sido prudente encontrar a ese criado polaco que, si no me han informado mal, sirvió el whisky con soda antes de desaparecer de un modo tan oportuno.

—Tengo intención de atraparlo, se lo aseguro, aunque no hemos encontrado restos de estricnina ni en la botella ni en el agua.

—Si el muchacho es un poco hábil, pudo habérselas arreglado para echar el veneno en el vaso mientras escanciaba el whisky. No es posible que sea inocente. Además, habría que saber de qué modo presionó a lady Ferrals para introducirse en su casa. No olvide que Ladislas es un nihilista.