—¡Mírenlos ¡Ahí están! Las autoridades, y no las de menor rango. El superintendente Warren y su burro de carga habitual, el inspector Pointer, los ases de la brigada criminal. Me imaginaba que se trataba de un robo, pero debe de haber corrido la sangre. ¿Me permiten? Tengo que volver al trabajo. Nos veremos más tarde, en el Black Friars, por ejemplo. Está en...

Se deslizó entre la muchedumbre, aún más densa que antes.

—No importa —le dijo Adalbert—. Sé dónde está. Anoche me arrastró hasta allí, aunque no lo recuerde. En cualquier caso, con todo lo que nos ha contado va a adelantarse a sus colegas.

Morosini no respondió. Observaba a los dos inspectores entrando en la joyería. No debía de ser agradable caer en sus manos, y por desgracia eso era lo que le había ocurrido a Anielka.

Por su físico, Gordon Warren se asemejaba a un ave prehistórica. Alto, flaco y calvo, tenía los ojos redondos y amarillos y la mirada fija y suspicaz de un pájaro. El viejo macfarlane, de un gris deslucido, le colgaba de los huesudos hombros como las alas membranosas del pterodáctilo. Su rostro bien afeitado, de labios finos y duros, no denotaba la menor benevolencia. Por lo demás, el superintendente pretendía ser la imagen misma de la Ley, clarividente e inflexible.

A la zaga de esta impresionante silueta, el inspector Jim Pointer pasaba casi desapercibido pese a ser más cuadrado. Su cara de mentón encogido y largos incisivos superiores le daba cierto parecido con un conejo, de modo que cuando deambulaba en pos de su jefe, como en aquel momento, este último siempre daba la impresión de regresar de una cacería.

Cuando Warren salió solo de la joyería, los curiosos habían sido apartados para dejar sitio a un grupo de periodistas que habían aparecido detrás de los inspectores, pero Bertram Cootes defendía valerosamente su posición en primera fila. La jauría de sabuesos se abalanzó sobre el superintendente, al que asediaron a preguntas cuya vehemencia éste aplacó con un gesto autoritario.

—Poco puedo decirles a los señores de la prensa. Únicamente que no deseo que se inmiscuyan en una investigación que puede ser muy delicada.

—¡No exagere, súper! —exclamó uno de ellos—. Ya ha utilizado el mismo truco con el asesinato de sir Eric Ferrals. Para usted todas las investigaciones son delicadas.

—No me queda otro remedio, señor Larke. Las circunstancias son las que mandan. Sólo les diré una cosa: el señor Harrison acaba de recibir una puñalada mortal y el diamante que esta tarde debía ser depositado en Sotheby's ha desaparecido. En cuanto sea posible, les daremos más información. Pero ¿qué es lo que quiere usted? —agregó dirigiéndose a Bertram, que, haciendo gala de una gran valentía, lo había agarrado de la manga.

—Es que he visto al..., mejor dicho..., a los asesinos —farfulló éste muy excitado.

—¡No me diga! ¿Y qué hacía usted allí?

—Nada..., estaba de paso.

—Entonces venga conmigo. Y trate de explicarse con claridad.

Sustrayendo a Cootes al asedio de sus colegas, que sin duda querían acribillarlo a preguntas, lo empujó al interior de su vehículo, que arrancó al instante ante la mirada estupefacta de Peter Larke, el periodista que la víspera se había mostrado tan poco caritativo.

—¡Vaya! —comentó Vidal-Pellicorne—, si Bertram es capaz de moderar su afición a la botella, su carrera podría dar un giro inesperado. Por cierto, no me habías dicho que conocieras a Harrison.

—Conocerlo es mucho decir. He tratado dos veces con él por asuntos de negocios, aunque en ninguna de las dos ocasiones lo vi en persona, lo que no impide que recuerde el nombre de su secretaria. Te confieso que me gustaría mucho hablar un momento con ella. Por desgracia, no sé qué aspecto tiene.

—No es oportuno ponerse en contacto con ella ahora. Además, no podremos quedarnos aquí mucho rato más.

En efecto, dos agentes de policía despejaban de curiosos el lugar, mientras dos empleados cerraban la tienda como si la jornada laboral hubiera llegado a su fin.

—Simon Aronov no había previsto este drama ni la entrada en escena de esos orientales. Había preparado con mucha astucia la trampa en la que debía caer el verdadero propietario del diamante, pero, a partir de ahora, no sé cómo lo vamos a descubrir. La subasta no se celebrará y volverá a caer una cortina de silencio —suspiró Vidal-Pellicorne con una melancolía poco habitual en él.

—A menos que dicho propietario sea el instigador del asesinato y haya pagado a esos sicarios para que eliminen a un rival que le resultaba molesto, según podrían indicar las cartas anónimas enviadas a la prensa. Si quieres saber mi opinión, tal vez siguiendo la pista de la joya falsa podamos encontrar la auténtica.

—Es posible que tengas razón, pero en este crimen abyecto hay algo que me inquieta. No resulta coherente con las notas anónimas.

—Sin embargo, decían claramente que si no se cancelaba la subasta en Sotheby's correría la sangre. Y el derramamiento de sangre acaba de tener lugar —repuso Aldo.

—Sí, pero demasiado pronto. Estas amenazas seguramente apuntaban al eventual comprador. Era a él a quien querían asustar. Me pregunto si no nos hallaremos ante alguien que cree que la joya que iba a subastarse es auténtica y que se ha valido de este medio radical para apoderarse de ella sin desembolsar un céntimo.

Esta vez, Morosini no replicó. Era posible que Adalbert tuviera razón, aunque también podía tenerla él. De todos modos, ambos se hallaban ante un callejón sin salida que dificultaba mucho la realización de su misión común. Si no se encontraba de inmediato al asesino y la piedra preciosa, acaso tuvieran que ponerse de nuevo en contacto con el Cojo, incluso marcharse, como harían los ricos amateurs que habían llegado a Londres atraídos por esa venta. Pero Aldo sabía que no era capaz de resignarse, porque sería como declararse vencido, y esta mera idea le resultaba insoportable. Aunque quizá fuera todavía más insoportable la perspectiva de regresar a Venecia abandonando a Anielka a un destino terrible. Si no conseguía liberarla, la joven corría peligro de ser ahorcada. Y Aldo la había amado demasiado —quizá la amara todavía— para soportar la estremecedora imagen de su preciosa cabeza rubia siendo tapada por una capucha antes de que la trampilla se abriera bajo sus pies.

—No hace falta que te pregunte si estás pensando en cosas tristes. Lo llevas escrito en la cara.

—No puedo negarlo. Pero con todo este jaleo no me has dicho lo que «tu amigo Bertram» te ha contado sobre el asunto Ferrals.

—Hablaremos de ello mientras comemos y aguardamos a que llegue. Si no tienes nada en contra de los mejores welsh rarebits de Inglaterra, acompáñame al Black Friars. Es un sitio agradable y así mataremos dos pájaros de un tiro.

Mientras decía esto, hizo señas a un taxi que los condujo al barrio del Temple donde, entre Fleet Street y el puente siempre atestado de Black Friars, se encontraba el establecimiento. Bertram había demostrado tener sentido común al citarlos allí, pues los clientes habituales del bar pertenecían tanto al ambiente judicial como al de la prensa. Además, con sus paredes de madera pulida por los años y sus utensilios de cobre brillante, el Black Friars resultaba bastante simpático.

Aldo tuvo tiempo de apreciar su confort, pues hasta que no estuvieron instalados en una especie de compartimiento con asientos tapizados de cuero negro no se decidió su amigo a comunicarle por fin sus informaciones.

—Como no vas a encontrarlas agradables, prefiero que estés bien sentado antes de oírlas.

Aunque el joven Cootes no se daba cuenta de ello y se empeñaba en beber como una esponja para olvidar sus sinsabores, la suerte le favorecía más de lo que imaginaba. Cuando, el día después del crimen, había ido a husmear por los alrededores de la residencia de los Ferrals, se había topado con la también joven Sally Penkowski, una amiga de la niñez que servía de doncella en la casa. Ambos habían nacido en la misma calle de Cardiff y eran hijos de minero. El padre de Sally, un inmigrante polaco, se había casado con una mujer del lugar y se había quedado allí. Trabajaba en la mina, al igual que el padre de Bertram, y los dos perecieron víctimas de la misma catástrofe. De resultas de ello, Bertram acabó por aborrecer un oficio que de todos modos no pensaba ejercer. Se fue a Londres con la intención de convertirse en periodista, cosa que logró después de muchas vicisitudes. Llevaba años sin saber nada de Sally, hasta que esa mañana el azar se la puso delante. Y con toda naturalidad, la criada se había desahogado con su amigo contándole sus penas más íntimas.

No lloraba la muerte de Ferrals, sino la desaparición del criado polaco que dos meses atrás había entrado a servir en la mansión, recomendado por la dueña de la casa. La desdichada joven se había enamorado a primera vista de aquel Stanislas Rasocki, si bien era consciente de que no tenía ninguna posibilidad de ser correspondida: hasta un ciego habría visto que estaba loco por su encantadora señora.

—Él y la señora se conocieron allá, en Polonia, antes de la boda de milady —le contó la joven a Bertram—. Tal vez incluso se amaron y todavía se amaban. En varias ocasiones les oí susurrar juntos cuando creían estar solos, y aunque hablaban en polaco yo lo entendía todo. Ella le suplicaba que tuviera paciencia, que no hiciera nada que pudiera perjudicar su causa y hacerle correr a ella unos riesgos inútiles; Oh, no hablaban nunca mucho rato y yo no pillaba todo lo que decían porque hablaban en voz baja, pero lo que me sorprendía era que la señora lo llamaba Ladislas.

El cuchillo que Aldo sostenía se le escapó de la mano y cayó al suelo con un sonido metálico. Pero éste no pareció darse cuenta, de modo que fue Adalbert quien llamó a un camarero para que trajera otro. Morosini se había quedado inmóvil como una estatua. Para hacerle volver a la realidad, el arqueólogo le dio unos golpecitos en el brazo.