—¿A usted? ¿Sabe que es muy caro?

—Pagaré lo que me pida. Sea el precio que sea. Recuerde que el motivo de mi visita a Londres era exclusivamente pujar en Sotheby's.

—Lo recuerdo, pero no venderé. Si he compartido mi secreto con ustedes ha sido por pura simpatía y también para evitar que pierdan el tiempo esperando la aparición de una joya falsa. Como muy bien supondrán, no tengo intención de deshacerme de...

No acabó la frase. Una exclamación de Adalbert hizo que su mirada y la de Aldo se dirigieran hacia la puerta secreta, que había permanecido abierta: de pie en el hueco, lady Mary contemplaba, estupefacta, la inesperada escena que tenía delante. Sus ojos claros pasaron rápidamente sobre los personajes y el retrato antes de clavarse intensamente en la joya que Aldo acababa de dejar en su sitio. Su aspecto era tan fantasmal que nadie dijo nada. Ni ella tampoco, pues lo único que veía era la Rosa.

Con paso de autómata, se acercó a la piedra, en la que la llama de las velas encendía deslumbrantes reflejos; luego, con un ademán que evocaba tanto la plegaria como la súplica, levantó sus manos enguantadas para cogerla, dejando caer al suelo el bolsito de ante negro, a juego con el abrigo y el sombrero de astracán, que una de ellas sujetaba. Instintivamente, Adalbert se agachó para recogerlo, pero no se lo devolvió a su dueña.

Mary se disponía a apoderarse del diamante cuando la voz de su esposo sonó:

—¡Deja eso donde está! ¡Te prohíbo que lo toques!

Ella volvió hacia él una mirada ausente que no lo veía y que se apartó inmediatamente para volver al objeto de su deseo.

—¡La Rosa!... La Rosa está aquí... Pero, entonces...

Súbitamente asustada, buscó con la mirada el bolso abandonado un momento antes, pero Adalbert, al percatarse de lo que contenía, acababa de hacerlo desaparecer dentro de su bolsillo. Lady Mary no tuvo tiempo de registrar las zonas oscuras del suelo. De pronto, el lienzo de pared se cerró con un ruido sordo. Alguien acababa de empujarlo desde el exterior.

—¿Qué significa esto? —rugió lord Desmond—. ¿Quién está ahí? ¿A quién has traído contigo? ¿Y qué haces aquí? ¡Ibas a quedarte en Londres hasta el sábado!

Había asido a su esposa por los hombros y la zarandeaba sin que ella opusiera la menor resistencia. Aldo se interpuso entre ellos y obligó al marido a soltar a su mujer, que parecía ausente, en trance...

—Creo que esta discusión matrimonial puede esperar —dijo—. Por lo menos hasta que hayamos salido de aquí. Suponiendo que sea posible —añadió acompañando a lady Mary hasta el sillón de las contemplaciones, sobre el que ella se dejó caer como si fuera una toalla mojada.

—Claro que es posible. El mecanismo funciona en los dos sentidos. No estoy loco.

En algunos momentos, Morosini sospechaba que sí. Hacía unos instantes, por ejemplo, cuando lady Mary se disponía a tocar la piedra, su mirada furiosa era la de un demente. Pero cuando levantó el brazo para abrir la puerta, se lo impidió.

—¡No tan deprisa! Aclarado este punto, quizá convenga pensar en qué es lo que pasa al otro lado. Usted mismo lo ha dicho, hay alguien. La puerta no se ha cerrado sola. Podría ser que incluso hubiera más gente de la que cree. Si sale, se expone a que lo cacen como a un conejo.

—¡Exacto, y precisamente por eso ella tiene que hablar! —gritó Desmond volviéndose hacia su mujer, que continuaba inerte en el sillón pero con los ojos clavados en el diamante—. ¿Has traído a alguien, Mary? ¿Quiénes son esas personas?

—En el estado de postración en el que se encuentra, es incapaz de responderle, pero tal vez yo pueda hacerlo.

—¿Cómo va a poder? A no ser que estén conchabados, claro —añadió el abogado con una risa desagradable.

—Cuando hayamos salido de aquí, tal vez le de un puñetazo por esas palabras —repuso tranquilamente Morosini—. Mientras tanto, tenemos mejores cosas que hacer. ¿No le puso en guardia el superintendente Warren, hace algún tiempo, contra las maniobras de un tal Yuan Chang, decidido a robarle una colección que consideraba producto del saqueo de su país?

—Sí, pero ese tal Yuan Chang murió en la cárcel. Además, no sé cómo pensaba desvalijar mi casa, y mucho menos mi cámara acorazada.

—Muy sencillo: tenía a su esposa en sus manos. ¿Cómo? Eso sería un poco largo de explicar ahora —añadió, con una involuntaria mirada de piedad hacia lady Mary, a la que Adalbert se esforzaba en prodigar algunas atenciones.

—Está bien, le creo, pero, se lo repito, ese hombre se colgó.

—Sí, pero cumpliendo una orden, y estoy seguro de que ha dejado por lo menos un sucesor..., y de que ese sucesor ha obligado a lady Mary a traerlo aquí, adonde no ha venido solo...

En ese momento se oyó un estruendo de cristales rotos, seguido de otro, y de otro más.

—¡Dios todopoderoso! —exclamó lord Desmond—. ¡Están destrozando mis vitrinas!... No lo permitiré...

Abalanzándose hacia la pared, presionó sobre un punto indistinguible y el mecanismo se accionó, pero la puerta se limitó a entreabrirse. Algo o alguien debía de impedir que se abriera del todo. Al mismo tiempo se oyó una voz gutural dando órdenes en chino, sin duda una exhortación a que se apresuraran.

—¡Ayúdenme! —gritó lord Desmond—. Hay que impedir que bloqueen la puerta; si no, todos moriremos. Nadie del castillo conoce este mecanismo.

—Ni siquiera yo —dijo lady Mary, a la que Adalbert había conseguido reanimar con ayuda de unas bofetadas—. ¿Cómo has podido engañarme de este modo?

Nadie le contestó. Conscientes de que el riesgo de perecer asfixiados en aquel recinto era grande, Aldo y Adalbert ya habían sumado sus esfuerzos a los del propietario del castillo para empujar el muro.

—No irá armado, claro... —dijo Morosini.

—Sí. Siempre lo estoy cuando vengo aquí.

—Nosotros también —dijo con su voz cansina Adalbert.

De repente, el anfitrión se indignó:

—¿Han venido a mi casa con armas?

—Por supuesto —contestó Aldo sin dejar de empujar—. Desde que el superintendente nos hizo saber que unos asiáticos tenían los ojos puestos en su casa, nos pareció más prudente no aventurarnos a venir sin tomar algunas precauciones. Y parece que hemos hecho bien... ¡Empuje más fuerte, demonios! No es momento de discutir. Se diría que el ruido se aleja.

—Deben de haber terminado —gimió el coleccionista—. ¡Hay que detenerlos!

Un esfuerzo mayor que los anteriores acabó con la resistencia de la puerta, retenida por un montón de desechos diversos. Se abrió tan bruscamente que los tres hombres se vieron proyectados hacia delante. En el mismo momento, sonaron dos disparos, aunque afortunadamente no alcanzaron a nadie. Acechaban su salida, pero ni a Aldo ni a Desmond, los primeros en aparecer, los pillaron desprevenidos. Nada más tocar el suelo, habían sacado el revólver y empezado a disparar.

En la sala del tesoro chino reinaba un desorden indescriptible. Todo eran cristales rotos y vitrinas derribadas, y media docena de hombres vestidos de negro y cargados con sacos se apresuraban a salir, protegidos por los disparos del más alto, que debía de ser el jefe. La cosa tenía su dificultad, ya que pretendían cruzar la puerta blindada todos a la vez. Comprendiendo que ese atasco era una oportunidad, Aldo apuntó cuidadosamente y abatió a uno de los bandidos justo cuando iba a salir. Otra bala, disparada por lord Killrenan, alcanzó en un hombro al jefe, que retrocedía hacia la puerta. Éste profirió una maldición intraducible y disparó una bala, quizá la última. Se oyó un grito detrás de Aldo, pero éste no se volvió. Precipitándose a través de la bodega, cayó sobre el hombre en el momento en que éste alcanzaba la salida. Siguió una lucha salvaje pero breve. Los dos tenían más o menos la misma fuerza. Sin embargo, el chino consiguió escapar de entre las manos de su adversario, que, agarrado a él, se dejó arrastrar hasta el pie de la escalera, donde el otro se deshizo de él de una patada. Aldo, aturdido, sólo tuvo tiempo de ver a su anfitrión saltar por encima de su cabeza con una agilidad insospechada y salir en persecución de los ladrones.

Renunció a seguirlos; lo importante era que la cámara acorazada no se hubiera cerrado con ellos dentro. Por lo demás, no tardó en oír unos disparos acompañados de órdenes de poner las manos en alto dadas en un inglés impecable. Entonces dejó escapar un suspiro de alivio y se permitió el lujo de sonreír.

«Parece que fue una excelente idea informar a Warren de nuestra visita y de las circunstancias de la invitación», pensó.

Una repentina inquietud borró el breve instante de sosiego. ¡Adalbert!... ¿Por qué no estaba a su lado? Entonces recordó el grito ronco que había oído en el momento de abalanzarse sobre el jefe de la banda y el corazón le dio un vuelco. Si le había sucedido una desgracia a su amigo... Pero, en cuanto penetró de nuevo en la sala, lo vio arrodillado ante algo que no distinguió enseguida a causa del montón de chatarra y de cristales.

—¿Estás herido? —preguntó, abriéndose paso.

—No. Mira...

El grito lo había proferido lady Mary, y había sido el último. La joven yacía entre la masa negra de su abrigo de piel y en una pose llena de gracia, los cabellos rubios escapados del sombrero y extendidos alrededor de su cabeza. La bala le había dejado una marca en la frente, un punto rojo similar al que llevan las mujeres indias, y en la muerte conservaba una ligera sonrisa. Quizá porque en el hueco de su mano abierta brillaba el diamante por cuya posesión estaba dispuesta a sacrificarlo todo.

Aldo apoyó también una rodilla en el suelo y se inclinó para coger la piedra que acababa de matar una vez más.

—¡No la toques! —dijo Adalbert, pasando una mano con suavidad sobre los ojos grises todavía abiertos—. Ya he hecho el cambio... No es la auténtica.