En el exterior, la policía del condado, dirigida por el coronel Courtney a petición del superintendente Warren, y los sirvientes del castillo mantenían inmovilizados a los bandidos y a su jefe, un tal Yuan Yen, hijo del difunto Yuan Chang, mientras que a unos pasos de los vehículos lord Desmond Killrenan recogía febrilmente los sacos que contenían su tesoro, riendo y llorando a la vez sin preocuparse lo más mínimo de lo que sucedía a su alrededor. No interrumpió su tarea ni siquiera cuando Morosini fue a decirle que habían matado a su mujer. Lo único que contaba para él eran los preciosos jades que había estado a punto de perder.

Aldo, renunciando a turbar su felicidad, se volvió hacia Warren.

—¿Está loco? —En mi opinión, si todavía no lo está, poco le falta.

El día antes de salir para Venecia, los dos amigos habían invitado a Warren a cenar al Trocadero, pero éste les dijo sin ambages que prefería con mucho degustar tranquilamente la cocina de Théobald que soportar durante toda la velada las miradas curiosas, e incluso las indiscreciones, de un público todavía impresionado por el revuelo del caso Ferrals. Así pues, se reunieron para comentar los últimos acontecimientos en torno a un admirable paté trufado y un pollo Vallée d'Auge.

La muerte trágica de lady Mary había llevado a Scotland Yard, previa consulta en las altas instancias, a guardar silencio sobre su papel en el asesinato del joyero Harrison. La piedra robada había sido hallada en su poder y no querían saber en qué circunstancias había llegado allí, pero el honor de la policía estaba a salvo y el rey, informado del asunto, acababa de hacer saber que se oponía a que fuera de nuevo puesta en venta. Había habido demasiados dramas y escándalos. La Rosa de York, comprada por él a los herederos de Harrison, ocuparía un lugar en la Torre de Londres entre las joyas de la Corona. En cuanto a la existencia de un diamante verdadero y uno falso, sólo la conocían Morosini, Vidal-Pellicorne y, por supuesto, Simon Aronov, gracias a la precaución de Adalbert de cerrar la pequeña estancia secreta de lord Desmond antes de que entrara en escena la policía. Del verdadero propietario no había nada que temer, pues acababa de ingresar en una de esas clínicas psiquiátricas de lujo, carísimas y poco conocidas por el gran público, donde podría vivir rodeado de sus queridos jades hasta que recuperase la razón —cosa altamente improbable— o hasta que Dios se resignara a llevárselo. Sus bienes iban a ser puestos bajo administración judicial.

—Old Bailey ha perdido un gran abogado —resumió Gordon Warren, calentando entre las manos el cristal de su copa, que contenía un viejo coñac de color caramelo—. Espero que, antes de marcharse, lady Ferrals haya pensado en pagarle sus elevados honorarios.

—De todas formas, no se ha ido muy lejos —dijo Aldo, sirviéndose una generosa dosis—. Devon no está en el fin del mundo.

Los ojos amarillos del pterodáctilo se estrecharon por encima de la copa, cuyo aroma aspiró.

—Devon, no, pero cuando se cruza el océano Atlántico ya se puede hablar de larga distancia.

—¿El océano Atlántico? ¿Es que se va a América?

—Sí, a conocer a su cuñada. No me diga que no lo ha llamado por teléfono o le ha escrito unas líneas para comunicárselo... Me parece una falta de consideración, teniendo en cuenta todas las molestias que usted se ha tomado.

Aldo buscó un cigarrillo y lo encendió con una mano ligeramente trémula, tal como pudieron constatar sus compañeros, aunque su voz se mantuvo fría y serena.

—Pues así es. Me entero por usted. Me apena un poco, desde luego, pero tenga por seguro que no esperaba ningún reconocimiento.

—¿Ni siquiera un «gracias»? ¡Qué bonito es ser un gran señor! Servir a una dama como los caballeros de antaño, simplemente por la belleza del gesto, es bastante raro.

—No se burle de mí, Warren. De todas formas, hay una cosa que me intriga, y es esa prisa por marcharse de Inglaterra. Conocer a una cuñada está muy bien, pero hacer un viaje por mar en pleno diciembre no tiene nada de agradable. ¿No podía esperar hasta primavera?

—A veces las tormentas de primavera son más fuertes que las de invierno —observó Adalbert—. Pero... ¿no será el conde Solmanski quien tiene prisa? Quizá le parezca que Devon está demasiado cerca de Londres, sobre todo después del suicidio de la joven Sally.

Efectivamente, al día siguiente de la liberación de su señora, Sally Penkowski se había quitado la vida con veronal. En la carta que había dejado, la doncella declaraba no poder seguir viviendo tras la muerte de Ladislas Wosinski, a quien amaba profundamente. Confesaba también haber cometido falso testimonio con la esperanza de liberarlo de la persecución de la policía y pedía perdón a Dios por ello. La reacción del público, amplificada por la prensa, había sido deplorable, pues aunque la inocencia de lady Ferrals quedaba probada, se la empezaba a ver como una de esas mujeres fatales que siembran la muerte a su paso. El propio Aldo se había quedado impresionado.

—No anda usted muy lejos de la verdad —dijo el superintendente, dirigiendo una tímida sonrisa al arqueólogo—, aunque yo me siento tentado de creer que es del suicidio del polaco de lo que quiere alejar a su hija.

—Entonces, ¿Wanda tenía razón? ¿Ella seguía amándolo? —dijo Aldo, sintiendo una desagradable punzada en el corazón.

—Eso no lo sé, pero no le oculto que esa muerte tan oportuna me parece sospechosa. Es verdad que todo estaba en orden en la habitación de Whitechapel y que la confesión de ese muchacho era de su puño y letra; hemos podido comprobarlo. Además, el cuerpo no presentaba ninguna señal de violencia reciente, y sin embargo...

—Si tenía dudas —dijo Adalbert—, ¿por qué se apresuró a presentarse en Old Bailey?

—En aquel momento no las tenía. Ha sido después cuando han surgido, a fuerza de pensar en ello. Y quizás haya influido el hecho de que me han informado en dos o tres ocasiones de la presencia del conde Solmanski en el barrio.

—Nosotros también lo vimos allí, pero en compañía de un sacerdote, lo que no parece muy inquietante. En cualquier caso, no me imagino cómo habrían podido colgar contra su voluntad a un muchacho joven y fuerte sin golpearlo o anestesiarlo.

—Todavía no lo sé, pero les aseguro que lo averiguaré. Yo soy como los dogos de este país, cuando tengo algo no lo suelto.

—Pero aún faltaría establecer la prueba de la culpabilidad de Solmanski —puntualizó Aldo—. Dicho esto, creo capaz de todo a un hombre que participó en el pogromo de Nizhni-Nóvgorod en 1882.

—¿De dónde ha sacado eso?

Morosini hizo un gesto evasivo indicando que no le preguntara nada más sobre ese punto, pero añadió:

—En esa época no se llamaba Solmanski, sino Ortchakov.

—Eso es muy interesante para posibles indagaciones en un barrio judío. ¿No sabe nada más?

—No, pero si un día consigue ponerlo fuera de la circulación, yo no lloraré, y tampoco lo harán algunos de mis amigos —concluyó, pensando en Simon Aronov.

—Entre los que yo me cuento —afirmó Vidal-Pellicorne.

El superintendente se había terminado la copa y rechazó tomar otra. Se levantó y sacó su reloj.

—Es hora de que me vaya y los deje dormir. ¿Se van mañana?

—Sí. Mañana por la noche estaremos en Francia, camino de Venecia.

—¿Volverán? —preguntó Warren tras una ligera vacilación.

—¿Por qué no? —dijo Adalbert—. Me gusta mucho esta casa, además de que me interesa lo que va a pasar próximamente en torno al Museo Británico. Quizá vaya antes a dar una vuelta por Egipto, pero me sorprendería mucho que no volviera a verme. Y cuando se me ve a mí, es muy raro que no se vea también a Morosini.

Por primera vez desde que lo conocían, una amplia sonrisa iluminó las facciones austeras del pterodáctilo.

—Vuelvan —dijo—. Será un gran placer para mí.

Y se fue, después de haber estrechado enérgicamente la mano a los que se habían convertido en sus amigos.

—¿Ha sido un error hablarle de Solmanski como lo he hecho? —preguntó Aldo, que había apartado una cortina para verlo alejarse.

—Nunca es un error querer eliminar a un enemigo tan peligroso para Simon y para la misión que tenemos que cumplir. No me desagrada en absoluto la idea de haber pegado a los talones de ese tipo a un hombre tan duro y tenaz como Warren. Eso sólo puede facilitarnos el camino.

—Desde luego, pero ¿qué pensaría Anielka?

—A ésa, cuanto antes la olvides, mejor será para todos.

Tras estas ásperas palabras, Adalbert se adjudicó otra ración de coñac después de haber servido a su amigo.

—¡Brindemos por nuestro éxito! En cuanto lleguemos a Francia, enviaremos ese maldito diamante al banco suizo de Aronov. Estoy impaciente por desembarazarme de él.

La Rosa de York

La mañana del 24 de diciembre, Morosini y Vidal-Pellicorne llegaron a la estación de Santa Lucia después de un viaje sin incidentes. La Mancha se había mostrado complaciente y el confort de la Compañía Internacional de Coches Cama había sido tan irreprochable como siempre.

Adalbert estaba de un humor inmejorable. Le encantaba la perspectiva de pasar las fiestas en Venecia, que no había visitado desde hacía mucho, y quizá todavía más la de vivir unos días en uno de esos magníficos palacios semiacuáticos cuyo esplendor le había hecho soñar cuando era adolescente. La idea de que ese palacio fuera de un amigo lo colmaba de satisfacción.

—¿Desde cuándo nos conocemos? —había preguntado mientras, tras la parada de Mestre, el tren recorría lentamente el dique que separa Venecia de la tierra firme y los viajeros miraban a través de las ventanillas cómo la Serenísima se acercaba a ellos entre la bruma lechosa de la mañana.

—Desde la primavera pasada. En abril creo que fue.