—¡Por supuesto que no! —dijo Wanda, categórica—. No sé cuándo habría podido suceder tal cosa; yo pasaba todo el día con ella.
—¿Y la noche? ¿Duerme usted bien?
Una sonrisa beatífica apareció en el ancho rostro de Wanda.
—Oh, sí, muy bien, gracias. Duermo como un niño.
La sala rompió a reír y el propio juez se permitió una vaga sonrisa. Sir John se contentó con encogerse de hombros.
—Bien, en tal caso, continuemos. Si la he entendido bien, el tal Ladislas no podía sino odiar a sir Eric, ya que éste, a juzgar por lo que usted dice, hacía desdichada a su esposa. ¿Tiene alguna idea de cómo pensaba protegerla?
—Creo que quería raptarla para llevarla de vuelta a su país, pero las cosas tomaron un mal sesgo y se vio obligado a matar a ese deplorable marido.
—¿Y, una vez logrado su objetivo, desaparece sin dejar rastro, dejando a la mujer a la que ama en manos de la justicia? ¿No le parece un poco anormal todo eso?
—Sí, y no paro de rogar a Dios y a la Virgen de Czestochowa que lo hagan volver, a fin de que pueda aclarar este asunto y liberar a la que tanto ama. Pero a lo mejor está enfermo, a lo mejor le ha pasado algo...
—O a lo mejor ha vuelto a Polonia.
—¡No, no me lo creo! ¡Ladislas Wosinski, allí donde estés, escúchame! La que está aquí corre un gran peligro, y si no vienes, faltarás a todas las normas de la caballerosidad, del amor, de la generosidad. Ofenderías a Dios Todopoderoso...
Costó hacerla callar, porque estaba imparable. Sir Desmond, desanimado, renunció al contrainterrogatorio, pero solicitó que se llamara a declarar a su clienta. Había llegado el momento de poner los pies en el suelo.
Pese a su evidente cansancio, Anielka prestó juramento con voz firme y dirigió hacia los que iban a interrogarla una mirada tranquila en la que incluso quedaba una chispa de diversión.
—Lady Ferrals —empezó su abogado—, ¿está de acuerdo con la declaración que acabamos de oír?
—Por extraño que pueda parecer, estoy de acuerdo en parte. Quiero decir que hay mucha verdad en las palabras de Wanda, aunque lo que ella ha expresado es su verdad.
—¿Qué quiere decir?
—Que Wanda no cambiará nunca. Que conserva y seguramente conservará toda su vida un alma sencilla y buena, fuertemente unida a nuestra tierra natal pero también a sus sueños. Cuando dice que yo amaba a Ladislas Wosinski antes de casarme, es la pura verdad, y sufrí por tener que casarme con sir Eric para obedecer a mi padre. Pero ese amor ya no existía cuando me abordó en Hyde Park mientras yo daba mi habitual paseo a caballo.
—¿Significa eso que su relación ya no era amorosa?
—¿Cree que puede serlo cuando el hombre del que has estado enamorada se convierte en un chantajista? Ladislas exigió entrar al servicio de mi esposo. Si yo no lo ayudaba, le enseñaría las cartas que había cometido la imprudencia de escribirle cuando estábamos en Varsovia.
—¿Tan comprometedoras eran?
—Terriblemente, si se piensa en el carácter violento de mi difunto esposo y sobre todo en sus celos. Lo que yo escribí reflejaba muy bien lo que era para Ladislas antes de casarme: su amante. Pero ese... detalle Wanda no lo supo jamás. Ella es incapaz de comprender que el ardor de la juventud puede llevar a cometer verdaderas locuras. Especialmente a mí, a quien gusta llamar su «palomita»...
—Sin embargo, cuando se casaron, su esposo debió de darse cuenta de que...
—¿De que no era virgen? —dijo la joven, con su particular manera de llamar a las cosas por su nombre—. No, no se dio cuenta porque la consumación de mi matrimonio, que por lo demás tuvo lugar la noche antes de la ceremonia religiosa, no fue sino una violación. Sir Eric estaba tan impaciente por hacerme suya que me forzó pese a mi resistencia. Así pues, dado que él me creía pura, esas cartas habrían sido desastrosas para la continuidad de nuestra vida en común.
—¿Tanto interés tenía en conservarlo como esposo, pese a su brutal comportamiento?
—Sí. Después de aquello se había redimido arriesgando su vida para liberarme de las garras de los autores del secuestro de que fui víctima mi noche de bodas. No creo que haga falta contar eso.
—No. Los periódicos de aquí, haciéndose eco de la prensa francesa, hablaron mucho del asunto. Entonces, ¿usted no odiaba a sir Eric?
—De ninguna manera. Sabía mostrarse encantador y me adoraba...
—En tal caso, ¿le importaría explicarme la frase que míster Sutton escuchó? Era... —Cogió un papel que tenía delante y leyó—: «Si quieres que te ayude, antes necesito ser libre. Ayúdame primero tú.»
—No hay nada que explicar. Míster Sutton se ha inventado esas palabras, al igual que se ha inventado mis relaciones adúlteras con Ladislas.
—¿Todo es mentira?
—Todo. ¿Cómo iba a entregarme a un hombre que hacía pesar sobre mí una terrible amenaza, que me obligó a entregarle una parte de mis joyas y que hasta me había amenazado de muerte si le sucedía algo malo durante su estancia en nuestra casa o después? Hablaba de sus compañeros escondidos, de la inquebrantable determinación de todos ellos. Me daba miedo, eso es todo. Ladislas no se habría arriesgado a hacer una cosa así. Yo estaba muy controlada y mi esposo lo habría matado sin vacilar. Míster Sutton se lo ha inventado todo y ahora comprendo por qué. Enterarme de que es mi hijastro no me produce ninguna alegría, pero gracias a lo que oímos ayer podría encontrarse una explicación para muchas cosas relacionadas con la muerte de mi marido, empezando por la desaparición del papelillo que presuntamente contenía estricnina.
En ese momento intervino el juez:
—Permítame recordarle, lady Ferrals, que míster Sutton declaró bajo juramento. Igual que usted.
—Es evidente que uno de los dos miente —se apresuró a replicar sir Desmond—, y yo sé muy bien quién. Voy a tener el honor de confundir al hombre cuyo dolor desmesurado me ha parecido sospechoso desde el principio de este caso.
—¡Protesto, milord! —exclamó el abogado de la Corona—. Mi distinguido colega no tiene derecho...
—Me disponía a informarle yo mismo, sir John. Las últimas palabras de sir Desmond no figurarán en el acta y el jurado no deberá tenerlas en cuenta. Volvamos con usted, lady Ferrals. ¿Mantiene que, desde la llegada de Ladislas Wosinski a Grosvenor Square, no mantuvo en ningún momento relaciones... íntimas con él?
—Jamás, milord. Lo repito, no quedaba nada de nuestros amores pasados, y si acepté hacerlo entrar al servicio de mi marido fue únicamente por miedo.
—Bien. Prosiga, sir Desmond.
—Gracias, milord. Lady Ferrals, háblenos de lo que Wosinski esperaba conseguir haciéndose pasar por sirviente. Supongo que debió de informarla al respecto.
—Así es. Quería dinero y, sobre todo, armas. Es evidente que armas yo no podía proporcionárselas, pero él esperaba conseguir información relativa a los proveedores de mi esposo y quizás a alguna entrega. Perdone, no estoy muy al tanto de este tipo de negocios..., ni, en realidad, de ningún otro. Yo confiaba en lograr que se fuera ofreciéndole algunas de mis joyas. Tenía muchas, pues mi esposo siempre había sido generoso conmigo.
—No lo ponemos en duda, pero, actuando así, ¿no se exponía demasiado? ¿Cómo habría explicado a sir Eric la desaparición de esas piezas de gran valor?
—Le confieso que no pensaba en ello. ¡Tenía tanto miedo! Ladislas me tenía aterrorizada...
—¿Y Sutton? ¿No tenía miedo de él?
—No. Sabía ponerlo en su lugar. Además, tenía la esperanza de librarme de él un día u otro, puesto que ignoraba quién era.
—Y si lo hubiera sabido, ¿qué habría hecho?
Los ojos de Anielka se llenaron de lágrimas y retorció entre sus manos el pañuelo que acababa de sacarse de una manga.
—No tengo ni idea... Tal vez habría huido. Ya había acariciado esa idea. Mi padre y mi hermano estaban en Estados Unidos. Cuando mi esposo murió, estaba pensando en pedirle permiso para reunirme con ellos con motivo de la boda de mi hermano. Me ahogaba en casa entre las amenazas de Ladislas, las maniobras solapadas de John Sutton y..., debo decirlo, las exigencias incesantes de un marido que en algunos momentos parecía volverse loco.
—¿La quería demasiado?
—Podría decirse así.
—¿Había hecho partícipe a alguien de ese deseo de evasión?
—No. Ni siquiera a Wanda, pese a su fidelidad. Sin embargo, la noche del drama estaba decidida a hablar con él de eso cuando volviéramos del Trocadero. Un rato antes había soportado una escena terrible... en la que John Sutton se basó para acusarme.
—Efectivamente. Parece ser que la oyó decir: «Esto tiene que acabar. Ya no te soporto.»—No sé cómo habría podido oírme, a no ser que estuviera escondido debajo de mi cama o detrás de las cortinas. Esa escena tuvo lugar con todas las puertas cerradas, y mi habitación es enorme. Además, yo no pronuncié en ningún momento esa frase.
—Sir Desmond —intervino el juez—, ¿no cree que sería conveniente escuchar de nuevo a míster Sutton? Parece que estamos adentrándonos en un camino cada vez más oscuro, pues resulta muy difícil descubrir si dice la verdad lady Ferrals o su acusador.
—Estoy deseándolo, milord, aunque a ese respecto no sé muy bien qué podrá aclararnos.
—Si sir John está de acuerdo, yo me inclinaría por... ¿Qué pasa ahora?
Uno de los sheriffs de Old Bailey acababa de entrar con una agitación manifiesta. Se dirigía hacia el abogado de la Corona, pero, al oír al juez, se detuvo en medio de la sala.
—Con su permiso, milord, el superintendente Warren solicita ser escuchado por el Tribunal. Inmediatamente.
El juez logró la proeza de levantar una ceja más que la otra.
—¿Inmediatamente? ¡Diantre, debe de ser urgente!... Haga pasar al superintendente.
Warren, más pterodáctilo que nunca con su cara de los días malos, hizo una entrada casi sensacional que puso en pie a la mitad de la sala y a la totalidad de las galerías. Empezó por rogar al Tribunal que disculpara una intrusión tan poco protocolaria, pero le parecía que la información que iba a aportar era de tal naturaleza que no admitía ninguna espera.
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