—La policía de Whitechapel acaba de informarnos de que, tras ser alertada por una llamada telefónica anónima, ha encontrado el cuerpo de Ladislas Wosinski, que se ha quitado la vida ahorcándose.

Sobre el súbito murmullo del público destacó la voz de una mujer:

—¡No! ¡Dios mío, no! ¡No es posible!

Tuvieron que llevarse a Sally Penkowski, presa de un verdadero ataque de nervios, lo que acrecentó la emoción general. Tras una enérgica llamada al orden por parte del juez, se hizo un profundo silencio. En el asiento de los testigos, Anielka, más pálida que nunca, parecía una estatua de cera. Todo el mundo contenía la respiración. Fue sir Edward Collins quien tomó la iniciativa.

—¿Un suicidio?

—Eso parece, milord. Se ha encontrado esta carta sobre la mesa de la habitación. Está dirigida a Scotland Yard.

—¿Puedo saber lo que dice?

El juez se puso los lentes y, rodeado de un silencio sepulcral, recorrió con los ojos el mensaje.

—Señoras y señores del jurado, voy a hacerles partícipes del contenido de esta carta —declaró—, que aporta a este juicio un elemento de gran importancia. Presten atención; está escrita en inglés. «Antes de abandonar este mundo, en el que he faltado a todos mis deberes para con la mujer a la que amo, así como para con mis compañeros de armas, quiero declarar que la muerte de sir Eric Ferrals, acaecida la noche del pasado 15 de septiembre, sólo es imputable a mí. Fui yo quien vertió la estricnina en el recipiente donde se forma el hielo dentro del armario frigorífico, de cuya llave pude hacer sin dificultad una copia gracias a un molde de cera. Preso en mi propia trampa, me di cuenta de que no soportaba más ver sufrir a lady Ferrals a causa de su esposo y a causa de mis propias presiones. No lamento haber matado a sir Eric, no merecía vivir, ni tampoco dejar una vida que no me ha sido muy favorable. Me llevo, al menos, la certeza de poner fin a la pesadilla que está viviendo mi amada. ¡Quieran Dios y ella perdonarme!»Finalizada la lectura, el juez agitó un instante la carta dirigiéndose a Warren:

—¿Tiene alguna razón para creer que esta carta no haya sido escrita por el difunto?

—Ninguna, milord. Hemos encontrado algunos papeles escritos en polaco y que estamos haciendo traducir en estos momentos. Están escritos por la misma mano.

—¿Tampoco tiene ninguna que permita creer que han... ayudado a ese hombre a suicidarse?

—El cuerpo no presenta ninguna señal de violencia.

—En tal caso...

—Esto es digno de una novela —murmuró Vidal-Pellicorne—. ¿Tú qué opinas?

—Nada. Estoy desorientado; esto no encaja con el hombre con el que estuve la otra noche. ¿Qué ha podido pasar para que se produzca un giro tan trágico?

—Podríamos decir que los caminos del Señor son inescrutables. El conde Solmanski seguramente atribuirá este milagro a sus oraciones. En este momento debe de estar en plena acción de gracias.

—No parece —dijo Morosini—. Compruébalo tú mismo; está en la cuarta fila a nuestra izquierda.

—¿Está aquí? No lo he visto llegar.

—Yo sí. Ha sido durante el revuelo que ha precedido la llegada de Warren.

El conde estaba muy erguido en el banco, con sus clarísimos ojos clavados en su hija, que lloraba sin contención. Por orden del juez, una de las guardianas fue a buscarla y la condujo a su sitio, donde su compañera y ella misma se esforzaron en tranquilizarla.

La sesión terminó como tenía que terminar. Sir Desmond solicitó que la acusación abandonara la causa. A lo que sir John Dixon accedió de buen grado después de haber consultado al jurado, cuyo presidente se plegó al parecer general.

Sólo faltaba que el juez dictara la puesta en libertad de lady Ferrals, a la que condujeron al sótano en medio de un alboroto indescriptible. Media hora más tarde, sostenida por su padre, montó en un Rolls negro cuyo chófer tuvo todas las dificultades del mundo para abrirse paso entre la nutrida multitud que se agolpaba a la salida de Old Bailey. Morosini y Vidal-Pellicorne asistieron, mezclados con la gente y los fotógrafos de prensa, a esa marcha que no parecía realmente un triunfo. Salvo quizá para Solmanski, cuyo perfil altivo había aparecido un instante detrás del cristal del coche.

—Ahí lo tienes, contento y, sobre todo, rico —observó Adalbert—. Su hija va a poder recibir una espléndida herencia...

—Pueden confiar en mí para ponerle todo tipo de trabas —dijo junto a los dos hombres la voz de John Sutton—. Continúo estando a cargo de los asuntos de mi padre y al corriente de sus secretos. Tendrá que contar conmigo.

—¿Reconoce por fin que se equivocó acusándola? —preguntó Aldo.

—De ninguna manera. Lo que vi y oí, lo vi y lo oí. Sigo estando seguro de que la asesina es ella, y algún día conseguiré demostrarlo.

Sutton desapareció entre la multitud, seguido por la mirada de Adalbert, que parecía preocupado.

—A mí me pasa algo parecido —dijo—. Este suicidio tan oportuno no me convence. ¿Y a ti?

—No puedes negar que lo tuyo es escudriñar las necrópolis —dijo Aldo, que había recuperado el buen humor—. Deja de buscarle tres pies al gato. Yo siempre he creído que Anielka era inocente y ahora es libre. Ven, vamos a celebrarlo.

Los dos hombres se alejaron. A su alrededor, la muchedumbre se dispersaba.

12. El drama de Exton Manor

Unos días antes de las fiestas de fin de año, Aldo y Adalbert fueron a Kent en respuesta a la invitación de Desmond Killrenan. Éste, a fin de escapar a los rumores suscitados por el corto juicio de lady Ferrals, había decidido pasar unos días tranquilo, en su propiedad de Exton Manor. Como sabía que Morosini pensaba volver a Venecia para celebrar la Navidad con los suyos, había insistido en que los dos hombres fueran sus invitados durante cuarenta y ocho horas.

—Estaremos solos —explicó—. La última semana antes de Navidad, mi mujer no sale de Regent Street, Bond Street, etcétera, para hacer sus numerosas compras. Y a mí me gustaría que admiraran mi preciosa colección, tal como les prometí, antes de que se marchen.

Los dos amigos no vacilaron en aceptar la invitación. Para Aldo, la posibilidad de contemplar esas obras raras lejos de la mirada rencorosa de la bonita Mary resultaba doblemente atractiva, porque esperaba encontrar una manera discreta de poner en guardia al coleccionista contra las artimañas de su peligrosa mujer. Tenía una idea de la que se proponía sacar partido. Por otra parte, confiaba en que todo aquello le distrajera de su amarga decepción.

En su ingenuo candor, había imaginado que al día siguiente de su liberación Anielka lo llamaría, aunque sólo fuera para agradecerle sus esfuerzos y congratularse con él de un futuro ahora abierto y que permitía todo tipo de sueños y de esperanzas. Pero no supo nada de ella aparte de una información facilitada por Bertram Cootes, que asediaba con sus colegas la mansión de Grosvenor Square: lady Ferrals y su padre se marchaban de Londres para instalarse en el castillo de Devon donde Anielka había pasado su luna de miel. La joven dejaba la vivienda londinense, que era de alquiler, a Sutton, la sombra de su esposo, además de a los hombres de leyes encargados por su padre de velar para que entrara en posesión de su herencia. En cuanto a sus proyectos a más largo plazo, se desconocían por completo.

Los de Aldo eran más confusos, aparte del hecho de que había convencido a Adalbert de que se fuera con él a las orillas del Adriático y acabara allí el año 1922, rico en acontecimientos. La Navidad celebrada en compañía de tía Amélie, de Marie-Angéline, de Guy Buteau, de Celina y de Zaccaria sería más agradable que en cualquier otro lugar y Aldo, desencantado, sentía una gran necesidad de ternura familiar. Después, si el estado de sus negocios lo permitía, quizá volviera a Londres con su amigo para tratar de completar el itinerario de la Rosa de York, cuya última desaparición se remontaba tan sólo a diez años atrás. Diez años que parecían poca cosa en comparación con décadas de oscuridad. Desgraciadamente, el último hilo conductor parecía roto, pues el sastre Ebenezer Lévi no había vuelto a su establecimiento de Whitechapel, lo que preocupaba a su vecina.

—Empiezo a creer que le ha sucedido algo —les confesó a los dos hombres la última vez que pasaron por allí.

Ellos también empezaban a creerlo, y la bruma del desaliento los envolvía lentamente. Esta vez, sin embargo, Adalbert le dio su dirección a la vecina —acompañada de un par de billetes—, aunque especificando claramente que, en caso de que Ebenezer regresara, no debería mencionar su paso por allí bajo ningún concepto.

—Me voy a Francia a pasar las fiestas —añadió—, pero si cuando regrese en enero me da noticias suyas, vendré a verla. Se trata de un asunto más importante de lo que le dijimos en nuestra primera visita y le interesa guardar silencio, pues eso tal vez nos permita resolverlo de modo favorable.

Convencida de que una bonita suma podría recompensar su celo, la vecina juró todo lo que le pidieron.

(Y si no aparece? —preguntó Aldo—. ¿Qué haremos? No podemos pasarnos la vida aquí.

—Consultaremos a Simon y, si está de acuerdo, quizá podríamos informar a nuestro amigo Warren de esta desaparición. Él cuenta con medios que nosotros no tenemos.

—En tal caso, habría que decirle la verdad.

—Quizá no toda, sino sólo una parte. Ya veremos cuando llegue el momento.

Entre tanto, una tarde grisácea, el coche conducido por un Théobald digno y sobrio, como corresponde a todo sirviente de gran casa, atravesó las oscuras y severas afueras del sudeste de Londres y tomó la carretera de Dover, que, pasando por Rochester y Canterbury, cruzaba todo Kent en sentido longitudinal. La residencia campestre de los Saint Albans estaba situada en los alrededores de Ashford, al sur de la sede episcopal más importante de Inglaterra.