—Usted no es polaca. Su madre era galesa.
—En casa eso no contaba. Sólo contaba el padre, que nos había enseñado a amar Polonia y a hablar su lengua. Al ver llegar a un compatriota, me sentí feliz de poder hablar con él. Él no se fijaba mucho en mí, eso es verdad. Enseguida me di cuenta de que era de una condición superior al trabajo que le habían dado... El caso es que yo buscaba ocasiones de encontrarme con él...
—Si era para hablar polaco, también tenía a Wanda, la doncella particular de lady Ferrals.
—Ya, pero no era fácil hablar con ella. Miss Wanda se mostraba bastante severa. Stanislas era distinto...
—No nos cabe la menor duda: era un hombre, y un hombre joven. ¿Debemos entender que al entrar aquel día en el despacho de sir Eric esperaba encontrarlo allí? Es, como mínimo, un poco raro.
—¡En absoluto! —protestó Sally, súbitamente ofendida—. Yo subía de las cocinas, adonde había ido a llevar la bandeja de milady... y a tomar una taza de té, cuando vi la puerta del despacho abierta; oí ruido...
—La contemplación de una puerta no tiene nada de ruidoso.
—No..., pero me había parecido distinguir la silueta de Stanislas, así que entré. No tengo nada más que decir.
—Tendremos que conformarnos. Muchas gracias.
La joven Penkowski iba a retirarse cuando se alzó la voz serena de Anielka.
—Esa chica miente. Ignoro con qué finalidad, pero nunca me ha encontrado en el despacho de mi esposo.
El juez tomó la palabra:
—¿Rebate esta declaración?
—Totalmente. Además, la inverosimilitud de lo que acaba de decir debería resultar evidente.
—¿Porqué?
—Para cualquier ama de casa lo sería, desde luego. Veamos, estando en la biblioteca, veo entrar a esa chica y me limito a salir..., ¿cómo ha dicho?..., con una sonrisita. Eso es absolutamente ridículo: debería haber sido ella quien saliera, después de que yo le hubiera preguntado qué buscaba en una habitación donde no tenía nada que hacer. Así habría actuado cualquier mujer de mi rango ante una criada.
Un murmullo típicamente femenino pero aprobador recorrió la sala. El juez lo dejó morir antes de tomar la palabra:
—¿Qué pasó entonces?
—Nada en absoluto, milord, puesto que no fue a mí a quien vio... sino al hombre al que deseaba encontrar.
—Y que no está aquí para aclarar la cuestión —intervino sir John.
—De eso no tengo yo la culpa —repuso Anielka.
—¿Está completamente segura? Desde que la detuvieron, no ha dejado de afirmar que creía en la inocencia de su compatriota pese a su sospechosa huida.
—Ese hombre estaba aquí con una documentación falsa. Es normal que temiera ser interrogado. De todas formas, por el momento la cuestión no es establecer su culpabilidad o la mía, sino saber a quién vio Sally Penkowski en el gabinete de trabajo. Y no fue a mí.
Con el permiso del juez, sir Desmond hizo comparecer de nuevo a la joven doncella, pero fue imposible hacer que cambiara un solo detalle de su declaración.
—He jurado sobre el libro sagrado —dijo— y no quiero ir al infierno por haber mentido. He dicho la verdad.
Fue la última deposición. Después de que Sally se retirase, sir Desmond, que había reparado en la extrema palidez de su clienta, solicitó que se aplazara la vista. El juez se mostró de acuerdo. Continuarían al día siguiente a las diez. La acusada se retiró para regresar a la prisión mientras la sala se vaciaba lentamente.
Pensando que la atmósfera apacible de su morada era lo que mejor sentaría a Aldo tras esa ruda jornada, Adalbert propuso ir a casa, pero su amigo se resistió.
—Un momento. Me gustaría cruzar unas palabras con el joven Bertram.
—¿Qué esperas que te diga?
—Quisiera que me hablase un poco de su amiga Sally. ¿De verdad son amigos de la infancia?
—Sí, pero ¿qué quieres sacar en claro?
—Ya veremos.
No fue nada fácil retener a Cootes, que salía del Tribunal con el ímpetu de un velero que navega a favor del viento, pero Morosini, además de una mano férrea, tenía argumentos bastante sensibilizadores.
—Venga a cenar con nosotros, amigo —le dijo al periodista, cerrando en torno al brazo de éste sus dedos de acero—. A no ser que la perspectiva de una veintena de libras en su bolsillo le sea indiferente.
—Me gustaría mucho, pero... tengo que dictar un texto por teléfono al periódico. Compréndalo, Peter Larke está enfermo y yo lo sustituyo. ¡Ha sido un golpe de suerte!
—Nosotros tenemos teléfono y todo lo necesario para escribir, además de un excelente whisky.
—Está bien, voy con ustedes. «La esperanza de una alegría es comparable a la alegría que ésta da», Ricardo II, acto... Pero si por su culpa me sale mal el artículo, quiero más.
—Si es usted razonable, no le saldrá mal nada.
Durante el trayecto en coche, Aldo no abrió la boca, pero, en cuanto se hubieron instalado en el salón, fue al grano mientras Adalbert llenaba los vasos.
—¿Sally Penkowski es amiga suya de verdad?
—Nos conocemos desde pequeños, pero...
—¿Le gusta el dinero?
—Como a todo el mundo, supongo, pero ya sabe que «el oro es para el alma de los hombres un...»
—Olvídese de Shakespeare o no le doy ni un penique. En su opinión, ¿cuánto habría que darle para que cambiara su declaración?
—¿Cambiar su declaración? —exclamó Adalbert—. ¡Pero eso es imposible! ¡Tú estás loco!
—En absoluto. No sé qué objetivo persigue, pero estoy convencido de que esa chica miente y de que es lady Ferrals quien dice la verdad. En cuanto a desdecirse, es pan comido para una mujer: una crisis de arrepentimiento, unas disculpas sinceras y, a modo de explicación, el deseo irreprimible de liberar de toda sospecha al hombre del que está enamorada. Porque es evidente que está enamorada de Ladislas. Y me inclino a pensar que ésa es la verdadera explicación de un testimonio tan abracadabrante.
—Quizá tengas razón —dijo, suspirando, Vidal-Pellicorne—, pero, si es así, no se dejará comprar.
—¿Ni siquiera por mil libras?
Lo elevado de la suma hizo dar un respingo a los dos hombres que escuchaban a Morosini.
—Estaba en lo cierto: estás loco —dijo Adalbert.
—Es posible, pero quiero salvarla, ¿comprendes? Quiero salvarla a toda costa. Así que, Bertram, va a ir usted a ver a su amiguita. Aquí tiene su dinero. Si logra ser persuasivo, tendrá más.
Sin embargo, una hora más tarde el periodista regresó totalmente apesadumbrado.
—No ha habido nada que hacer —dijo escuetamente—. Sally detesta a lady Ferrals porque la ve como una rival. La haría feliz que la condenaran.
—Y ahora —gruñó Adalbert, apuntando a su amigo con un dedo acusador— tú puedes acabar sobre la paja húmeda de un calabozo por tratar de corromper a un testigo...
—No —lo interrumpió Bertram—. Por dos razones: Sally no sabe quién me ha enviado y... le he hecho un regalo de veinte libras.
—Muy bien. Ahora mismo se las doy.
—Muchas gracias. Ahora me voy a escribir mi artículo. Hasta mañana.
Esa noche Aldo apenas durmió. Asaltado por temores que el silencio nocturno incrementaba, se quedó en el salón fumando un cigarrillo tras otro, arrellanado en uno de los sillones o caminando arriba y abajo sobre la alfombra. Hacía rato que el Big Ben había dado las dos cuando se fue a la cama. En lo que se refiere a Adalbert, había ido a acostarse tranquilamente.
Al día siguiente, de camino hacia el Palacio de Justicia después de haber tomado varias tazas de café, Aldo se sentía deprimido, mientras que Adalbert guardaba un silencio prudente. No obstante, al cabo de un rato éste no pudo seguir conteniéndose.
—¿No observaste algo extraño ayer?
—¿Dónde? ¿En Old Bailey?
—Sí. No vi en ningún momento al conde Solmanski. ¿Cómo es que no asiste al juicio de su hija?
—Debe de ser una dura prueba para un hombre sensible como él —ironizó Morosini—. Debe de preferir encender cirios y rezar..., a no ser que se desinterese de la suerte de su hija, culpable de haber actuado por su cuenta y riesgo, sin esperar sus instrucciones.
—Tal vez. Ya veremos si hoy está allí.
Pero, por más que observaron la sala una vez cerradas las puertas, les fue imposible encontrar el semblante severo y el monóculo del hombre que buscaban.
Anielka tampoco debía de haber dormido mucho. Estaba más pálida que el día anterior y tenía ojeras. Eso la hacía resultar todavía más conmovedora, pero la impresión de fragilidad acrecentada que daba hizo que Aldo se estremeciera.
El primer testigo al que llamaron fue Wanda. Para empezar, su aparición no fue nada tranquilizadora. Vestida de negro pero agitando, por precaución, un pañuelo blanco más grande que la bandera de un parlamentario en tiempos de guerra, era la viva imagen de la desolación. Y, de hecho, cuando abrió la boca fue para hacer una apología apasionada de su «palomita», basada en un sólido fondo de denigración del difunto Eric Ferrals. Cosa que, evidentemente, era lo último que había que hacer.
—¡Señor, protégeme de mis amigos que de mis enemigos ya me encargo yo! —exclamó Aldo entre dientes.
—Nunca mejor dicho —susurró Adalbert—. Fíjate en sir Desmond. Jamás habría imaginado que un hombre pudiera transpirar tanto.
Todavía fue peor cuando el abogado de la Corona inició el capítulo Ladislas. Wanda se puso entonces lírica: contó los enternecedores y virginales amores de su señora y de una especie de héroe de la libertad polaca fruto exclusivamente de su imaginación, describió su cólera y su desesperación al enterarse de que se había casado con un hombre que había amasado una fortuna gracias a la muerte de otros, su necesidad de ayudarla, de protegerla...
—Deseo creerla —la interrumpió sir John—, pero me gustaría saber si era su amante.
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