Hacía muchos años que nadie me daba órdenes de esa forma. Los clientes me pedían cosas, pero era distinto. Podía negarme, si no me gustaba lo que oía.

– ¿Cómo está María Thins? -le pregunté, intentando no perder las formas-. ¿Y cómo está Catharina?

– Todo lo bien que pueden estar, con todo lo que ha pasado.

– Supongo que saldrán adelante.

– Mi señora ha tenido que vender algunas propiedades, pero les ha sacado sus buenos dineros. A los niños no les faltará nada.

Como en el pasado, Tanneke no dejaba escapar la oportunidad de cantar las alabanzas de María Thins ante quien quisiera escucharla, aunque ello significara extenderse en los detalles.

Dos mujeres se habían acercado y estaban paradas detrás de Tanneke, esperando a que las atendiera. Una parte de mí deseaba que se fueran, para seguir interrogando a Tanneke, sacándole más detalles, haciendo que me contara más cosas. Pero otra parte de mí -la parte sensata, aquella a la que me había aferrado durante los últimos años- no quería tener nada que ver con ella. No quería oírla.

Las mujeres bascularon el peso de su cuerpo de una a otra pierna mientras Tanneke ocupaba con firmeza el frente del puesto, si no del todo amistosa, al menos con una cara más suave. Se la veía considerar las piezas de carne que tenía delante.

– ¿Quieres llevarte algo? -le pregunté.

Mi pregunta la sacó de golpe de su estupor.

– No -musitó.

Ahora compraban la carne de la casa en un puesto que estaba en el otro extremo de la Lonja. En cuanto empecé a trabajar al lado de Pieter se cambiaron de carnicero, tan bruscamente que incluso dejaron sin pagar una factura. Todavía nos debían quince florines. Pieter nunca se los reclamó.

– Es el precio que he pagado por ti -bromeaba a veces-. Ahora sé lo que vale una criada.

A mí no me hacía gracia que dijera esto.

Sentí que una manita me tiraba del vestido y bajé la vista. El pequeño Frans me había encontrado y se había colgado de mi falda. Le acaricié la cabeza, llena de rizos rubios, como la de su padre.

– ¡Ah, mírale dónde está el pequeñín! -dije-. ¿Dónde has dejado a Jan y a la abuela?

Era demasiado pequeño para poder contestarme, pero entonces vi a mi madre y a mi hijo mayor que venían hacia mí atravesando los otros puestos.

Tanneke pasó la vista de uno a otro de mis hijos y su cara se endureció de pronto. Me lanzó una mirada de reproche, pero no dijo lo que estaba pensando. Dio un paso atrás y pisó a la mujer que estaba justo detrás de ella.

– Procura ir esta tarde -dijo, y se fue sin darme tiempo a responder.

Para entonces tenían once hijos -lo sabía por Maertge y por lo que se decía en el mercado-. Pero Catharina había perdido el niño que había dado a luz el mismo día que descubrió mi retrato y tiró la espátula. Dio a luz en el mismo estudio, no le dio tiempo de bajar las escaleras y llegar a su cama. El niño había nacido un mes antes de tiempo y era muy pequeñito y enfermizo. Murió poco después de su bautizo. Yo sabía que Tanneke me había echado la culpa de que el parto se adelantara y de la muerte de la criatura.

A veces me imaginaba el estudio con el suelo cubierto con la sangre de Catharina y entonces no comprendía cómo podía él seguir trabajando allí.

Jan corrió a reunirse con su hermanito y lo arrastró hasta una esquina, donde empezaron a tirarse un hueso de uno a otro.

– ¿Quién era ésa? -me preguntó mi madre. Nunca había llegado a conocer a Tanneke.

– Una clienta -contesté. Solía protegerla de las cosas que sabía que la iban a inquietar. Después de la muerte de mi padre, todas las novedades, las diferencias o los cambios la asustaban como a un perro apaleado.

– Pero no ha comprado nada -observó mi madre.

– No. No teníamos lo que buscaba.

Me volví para atender a la siguiente compradora antes de que mi madre pudiera seguir haciéndome preguntas. Pieter y su padre aparecieron transportando media vaca. La dejaron caer sobre la mesa que había detrás del mostrador y agarraron sus cuchillos. Jan y el pequeño Frans dejaron de jugar con el hueso y se acercaron a mirar. Mi madre se retiró, nunca se había llegado a acostumbrar del todo a la visión de toda aquella carne.

– Me voy yendo -dijo, recogiendo la cesta de la compra.

– ¿Podrías ocuparte de los niños esta tarde? Tengo que ir a unos recados.

– ¿Adónde?

Alcé las cejas. Ya le había reprochado más de una vez que hacía demasiadas preguntas. Con la vejez se había ido haciendo más desconfiada, cuando no tenía nada de lo que desconfiar. Pero en ese momento, cuando sí que le estaba ocultando algo, me sentí extrañamente tranquila. No respondí a su pregunta.

Fue más fácil con Pieter. Él se limitó a levantar la vista de su trabajo y mirarme. Le hice una seña de asentimiento. Hacía tiempo que había decidido no hacerme preguntas, aun cuando sabía que a veces se me ocurrían cosas que no le contaba a nadie. Cuando en la noche de bodas me quitó la cofia y vio que tenía agujereadas las orejas no me preguntó nada.

Los agujeros se habían curado e incluso cerrado tiempo atrás. Lo único que quedaba de ellos eran unos bultitos de carne endurecida que sólo sentía cuando me apretaba los lóbulos.

Me había enterado dos meses antes. Hacía dos meses, pues, que podía andar por las calles de Delft sin preguntarme si lo vería. Durante todos aquellos años, lo había visto algunas veces de lejos, en su camino hacia la Hermandad o cerca de la posada de su madre o de camino hacia la casa de Van Leeuwenhoek, que no estaba muy lejos de la Lonja de la Carne. Nunca me acerqué a él, y no estaba segura de que él también me hubiera visto. Andaba por las calles con paso apresurado y la vista puesta en la distancia, no por descortesía o deliberadamente, sino como si estuviera en un mundo diferente.

Al principio lo pasaba mal. Cuando lo veía me quedaba paralizada allí donde estuviera, se me encogía el corazón y se me cortaba la respiración. Y tenía que ocultar esta reacción a Pieter y a su padre, a mi madre y a todos los curiosos del mercado, que no tardarían en criticarme.

Durante mucho tiempo pensé que tal vez todavía le interesaba un poco.

Pasado un tiempo, sin embargo, terminé admitiendo que siempre le había preocupado más mi retrato que yo.

Y cuando nació mi hijo Jan, me empezó a resultar aún más fácil de admitir. Mi hijo hizo que me volcara en mi familia, como lo había estado de niña, antes de entrar a trabajar de criada. Estaba tan ocupada con el niño y la casa que no me quedaba tiempo para ver lo que sucedía fuera, a mi alrededor. Con una criatura en mis brazos dejé de rodear la estrella de ocho puntas de la plaza preguntándome qué habría al final de cada una de ellas. Cuando veía a mi antiguo amo al otro lado de la plaza, no se me ponía el corazón en un puño. Ya nunca pensaba en perlas y pieles; había dejado de desear ver sus cuadros.

A veces me encontraba a otros miembros de la familia por la calle: a Catharina, a las niñas, a María Thins. Catharina y yo mirábamos ambas hacia otro lado. Así era más fácil. Cornelia me miraba desilusionada. Supongo que había esperado arruinar mi vida por completo. Lisbeth siempre estaba a cargo de los niños, que eran demasiado pequeños para acordarse de mí. Y Aleydis era como su padre: sus ojos grises miraban a su alrededor, pero estaban siempre perdidos en la distancia. Pasado algún tiempo, había otros niños a los que no conocía, o sólo reconocía porque tenían los ojos de su padre o los cabellos de su madre.

De todos ellos, sólo María Thins y Maertge me saludaban o me hablaban: María Thins hacía una leve inclinación de cabeza cuando me veía; Maertge se escapaba a la Lonja de la Carne para charlar conmigo. Fue ella la que me trajo mis pertenencias -el azulejo partido, mi libro de oraciones, mis cuellos y cofias-. Fue ella la que me fue informando a lo largo de los años de la muerte de la madre de él; de que él entonces había tenido que hacerse cargo de la posada; de sus crecientes deudas; del accidente de Tanneke en la cocina.

Fue Maertge la que me anunció un día llena de regocijo:

– Papá me está haciendo un retrato igual que el que te pintó a ti. Sólo yo, mirando atrás por encima del hombro. Ya sabes que son los únicos cuadros que tiene con este tema.

No será exactamente igual, pensé. No exactamente. Me sorprendió, no obstante, que conociera el cuadro. Me pregunté si lo habría visto.

Tenía que tener cuidado con ella. Durante bastante tiempo no era más que una muchacha, y no me parecía adecuado sonsacarle demasiadas cosas de su familia. Tenía que esperar pacientemente a que ella me contara algún chisme. Y cuando tuvo edad suficiente para abrirse más conmigo, a mí había dejado de interesarme su familia, al tener la mía propia.

Pieter toleraba las visitas de Maertge, pero yo sabía que le molestaban. Se sintió aliviado cuando Maertge se casó con el hijo de un mercader de sedas y empezó a verme menos y a comprar la carne en otro puesto.

Y ahora me llamaban de la casa de la que había huido tan bruscamente hacía diez años.

Dos meses antes, estaba en el puesto fileteando una lengua de vaca para una clienta, cuando oí a una de las mujeres que esperaban a ser despachadas decirle a otra:

– Pues sí, imagínate, morir dejando once hijos y todas esas deudas a la viuda.

Yo levanté la vista, y el cuchillo me hizo un profundo corte en la mano. No sentí el dolor hasta que pregunté: «¿De quién estáis hablando?», y la mujer contestó:

– De Vermeer, el pintor. Ha muerto.


Me lavé las uñas con especial cuidado cuando terminé en el puesto. Hacía tiempo que había desistido de dejármelas completamente limpias, para gran regocijo de Pieter el padre:

– Ya ves como se acostumbra uno a tener los dedos manchados, igual que a las moscas -le gustaba decir-. Ahora que sabes un poco más del mundo, podrás darte cuenta de que es inútil empeñarse en tener siempre las manos limpias. En cuanto te descuidas, vuelven a manchársete. La limpieza no es tan importante como te creías cuando trabajabas de criada, ¿eh?