– Maertge, vete a buscar a tu padre a la Hermandad -le ordenó-. Rápido. Y dile que es importante.

Cornelia miró a su alrededor. Cuando me vio, se le encendió el rostro. Yo me puse en pie y volví al patio conteniendo la respiración… Nada podía hacer, salvo tender la ropa y esperar.

Cuando él volvió, pensé por un instante que vendría a buscarme al patio, donde estaba escondida entre las sábanas que acababa de tender. Pero no lo hizo; lo oí subir las escaleras, y luego nada más.

Me apoyé en la cálida tapia de ladrillo. Brillaba un sol resplandeciente en un cielo que parecía falso de puro azul. Hacía uno de esos días en los que los niños corren y gritan arriba y abajo de la calle; en los que las parejas se alejan de las puertas de la ciudad, paseando a orillas de los canales hasta más allá de los molinos; en los que los ancianos se sientan al sol y cierran los ojos. Mi padre estaría probablemente sentado en el banco delante de nuestra casa, la cara al sol. Mañana podría hacer un frío espantoso, pero hoy era primavera.

Enviaron a Cornelia a buscarme. Cuando apareció entre la ropa tendida y me miró con aquella cruel y afectada sonrisa, me dieron ganas de darle una bofetada, como había hecho el día que había entrado a trabajar en la casa. No lo hice, sin embargo; me quedé sentada con las manos en el regazo, los hombros caídos, viendo cómo me pasaba su regocijo por las narices. El sol producía reflejos dorados -herencia de su madre- en su cabello pelirrojo.

– Te llaman arriba -dijo en tono formal-. Quieren verte -se volvió y desapareció en el interior de la casa.

Yo me incliné y me quité una mota de polvo que tenía en el zapato. Luego me puse en pie, me coloqué la falda en su sitio, me alisé el delantal, me ajusté la cofia y comprobé que no se me había salido un solo pelo. Me humedecí los labios, los apreté y, respirando profundamente, seguí los pasos de Cornelia.

Catharina había llorado; tenía la nariz enrojecida y los ojos hinchados. Estaba sentada en la silla en la que él solía sentarse frente al caballete; la había arrimado a la pared donde estaba el armarito en el que se guardaban los pinceles y las espátulas. Cuando aparecí en la puerta, ella se levantó y se quedó en pie, alta y corpulenta. Me miró, pero no dijo nada. Retorcía los brazos sobre su abultado vientre con una mueca de dolor.

María Thins estaba de pie junto al caballete; parecía seria, pero impaciente, como si tuviera otras cosas más importantes de las que ocuparse.

Él estaba al lado de su mujer, inexpresivo, los brazos colgando a lo largo del cuerpo, los ojos fijos en el cuadro. Esperaba que alguien, Catharina o María Thins o yo, empezara.

Yo me quedé en la puerta. Cornelia rondaba a mi alrededor. Desde donde estaba no veía el cuadro.

Por fin María Thins dijo algo.

– Bueno, muchacha, mi hija quiere saber cómo es que llevas sus pendientes -dijo esto como si no esperara que yo contestara.

Yo estudié su rostro de anciana. No pensaba admitir que se había encargado ella de darme los pendientes. Ni él tampoco; eso ya lo sabía. No sabía qué decir; así que no dije nada.

– ¿Has robado la llave del joyero para cogerlos? -Catharina hablaba como si estuviera intentando convencerse a sí misma de lo que decía. Le temblaba la voz.

– No, señora.

Aunque sabía que sería todo mucho más fácil si dijera que los había robado, no quise decir una mentira que me afectaba personalmente.

– No me mientas. Todas las criadas roban. ¡Me robaste los pendientes!

– ¿No los tiene ahora, señora?

Catharina pareció confusa un instante, tanto por que me atreviera a preguntarle nada como por la pregunta en sí. Era obvio que no había comprobado en el joyero después de ver el cuadro. No tenía ni idea si habían desaparecido los pendientes o no. Pero no le gustaba que le preguntara nada.

– Cállate, ladrona. Te mandarán a la cárcel -susurró-, y pasarán años antes de que vuelvas a ver la luz del sol -volvió a hacer una mueca de dolor. Le pasaba algo.

– Pero, señora…

– Catharina, no debes ponerte así -me interrumpió él-. Van Ruijven se llevará el cuadro en cuanto esté seco y podrás olvidarte de él.

No quería que hablara. Parecía que nadie quería que hablara. Me pregunté para qué me habían hecho subir cuando les asustaba tanto lo que pudiera decir yo.

Podría decir, por ejemplo: «¿Qué me dice de su forma de mirarme durante todas las horas que posé para el cuadro?».

O podría decir: «¿Qué me dice de su madre y de su esposo, que se han confabulado a sus espaldas para engañarla?».

O podría decir sin más: «Su marido me ha acariciado, aquí, en esta habitación».

No sabían lo que podría llegar a decir.

Catharina no era estúpida. Sabía que el verdadero problema no eran los pendientes. Deseaba que así fuera, estaba tratando de que lo fuera, pero no lo pudo evitar. Se volvió hacia su esposo.

– ¿Por qué -le preguntó- no me has pintado nunca?

Cuando se miraron me sorprendió ver que ella era más alta que él y, en cierto modo, más firme.

– Tú y los niños no formáis parte de este mundo -respondió él-. Se supone que estáis fuera de él.

– ¿Y ella? -chilló Catharina, señalándome con la barbilla.

Él no respondió. Deseé que María Thins y Cornelia y yo estuviéramos en la cocina o en el Cuarto de la Crucifixión o fuera en el mercado. Era algo que debían discutir solos marido y mujer.

– ¡Y encima con mis pendientes!

Él se volvió a quedar callado, lo que irritó a Catharina aún más de lo que lo habían hecho sus palabras. Empezó a agitar la cabeza, de tal forma que los rizos rubios le revoloteaban alrededor de las orejas.

– ¡No voy a permitir esto en mi propia casa! -declaró-. ¡No voy a permitirlo!

Miró a su alrededor, fuera de sí. Cuando sus ojos se clavaron en la espátula, un escalofrío me recorrió el cuerpo. Di un paso adelante al mismo tiempo que ella avanzaba hasta el armario y la agarraba; entonces me detuve, incierta de lo que haría ella a continuación.

Pero él lo sabía. Conocía a su esposa. Avanzó a su lado cuando Catharina se dirigió hacia el cuadro. Ella fue rápida, pero él lo fue aún más: la agarró por la muñeca justo cuando iba a hundir en el lienzo la hoja en forma de diamante de la espátula. La paró justo antes de que la hoja tocara mi ojo. Desde donde estaba, vi el ojo bien abierto, un destello que acababa de añadir al pendiente y el centelleo de la espátula delante del cuadro. Catharina se resistió, pero él le agarró la muñeca con firmeza esperando que soltara la espátula. De pronto gimió y, soltando la espátula, se agarró el vientre. La espátula se deslizó por las baldosas hacia mis pies y luego giró y giró, cada vez más despacio, todos los ojos fijos en ella. Por fin se detuvo con la hoja apuntando hacia mí.

Se suponía que debía agacharme y recogerla. Eso es lo que debía hacer una criada: recoger las cosas de sus amos y volverlas a poner en su sitio.

Yo levanté la vista y lo miré y no aparté los ojos del gris de los suyos durante un largo rato. Sabía que era la última vez. No miré a nadie más.

Creí ver arrepentimiento en sus ojos.

No recogí la espátula del suelo. Me volví y me fui de la habitación, bajé las escaleras y salí por la puerta, apartando a un lado a Tanneke. Cuando estuve en la calle no volví la cabeza para ver a los niños, que sabía que tenían que estar sentados en el banco, ni a Tanneke, que tendría cara de malas pulgas porque la había empujado, ni a las ventanas del piso superior, donde podría estar él parado. No bien puse un pie en la calle eché a correr. Corrí por toda la Oude Langendijck y atravesé el puente corriendo hasta la Plaza del Mercado.

Sólo los ladrones y los niños corren.

Llegué al centro de la plaza y me detuve en el círculo de azulejos con la estrella de ocho puntas en el medio. Cada punta indicaba una dirección que podía tomar.

Podía volver con mis padres.

Podía ir a buscar a Pieter a la Lonja de la Carne y aceptar su propuesta de matrimonio.

Podía ir a casa de Van Ruijven, me recibiría con una sonrisa en los labios.

Podía ir junto a Van Leeuwenhoek y pedirle que me ayudara.

Podía ir a Rotterdam e intentar encontrar a Frans. Podía irme yo sola a algún lugar lejano.

Podía volver al Barrio Papista.

Podía entrar en la Iglesia Nueva y rogar a Dios que guiara mis pasos.

Me quedé dando vueltas alrededor del círculo, recapacitando sobre lo que hacer.

Cuando por fin decidí lo que sabía que debía decidir, posé mis pies cuidadosamente en el borde de la estrella y tomé la dirección que me marcaba esa punta, caminando segura.

1676

Cuando levanté la cabeza y la vi por poco se me cae el cuchillo. Hacía años que no había vuelto a verla. Estaba casi igual, aunque había engordado un poco y además de las antiguas marcas, en un lado de su cara se le veían ahora unas cicatrices; Maertge, que todavía venía a verme de vez en cuando, me había contado lo del accidente, lo de la grasa que le saltó a la cara al asar una pierna de cordero.

Nunca se le habían dado bien los asados.

Se había parado lo bastante lejos para no poder estar del todo segura de si había venido a verme. Estaba segura, no obstante, de que no se trataba de una casualidad. Durante diez años se las había apañado para evitarme en una villa que no era precisamente grande. Nunca me había tropezado con ella en la Lonja de la Carne ni en el mercado ni a lo largo de alguno de los principales canales. Pero también era cierto que yo no pasaba por la Oude Langendijck.

Se acercó al puesto de mala gana. Yo dejé el cuchillo sobre la tabla y me limpié la sangre de las manos en el delantal.

– ¿Qué tal, Tanneke? -le dije tranquila, como si sólo hiciera unos días que no la veía-. ¿Cómo te va?

– Mi señora quiere verte -dijo Tanneke bruscamente, con cara de pocos amigos-. Debes ir a la casa esta tarde.