– Sí -dijo él entonces-. Así es, Griet. Sí. [8]


No me dejaba ver el cuadro. Lo colocó en un segundo caballete, de espaldas a la puerta y me dijo que no lo mirara. Yo le prometí que no lo haría, pero algunas noches en la cama, antes de dormirme, me entraban ganas de envolverme en una manta y bajar sigilosamente al estudio a verlo. Nunca se habría enterado.

Pero lo sospecharía. No podía imaginarme pasar un día tras otro sentada frente a él sin que adivinara que había mirado el cuadro. No podía ocultarle nada. No quería hacerlo.

Tampoco me apetecía descubrir cómo me veía. Era mejor que siguiera siendo un misterio.

Los colores que me decía que mezclara no me daban pistas sobre lo que estaba haciendo. Negro, ocre, blanco de plomo, amarillo de barita, azul de ultramar, amaranto, eran todos ellos colores con los que ya había trabajado antes y podían estar siendo igualmente empleados en el cuadro del concierto.

No era lo habitual que pintara dos cuadros al mismo tiempo. Aunque no le gustaba tener que estar pasando de uno a otro, así le resultaba más fácil ocultar que me estaba pintando. Algunas personas lo sabían. Van Ruijven lo sabía -no me cabía la menor duda de que mi amo estaba pintándome porque él se lo había pedido-. Debió de aceptar pintarme sola para no tener que pintarme con Van Ruijven. Van Ruijven iba a ser el dueño de mi retrato.

No me gustaba pensarlo. Ni tampoco, creía yo, le gustaba a mi amo.

María Thins también lo sabía. Fue ella probablemente la que llegó a un acuerdo con Van Ruijven. Y además, todavía podía entrar y salir del estudio cuando gustara y podía ver el cuadro, algo que a mí no me estaba permitido. A veces me miraba de soslayo y no podía ocultar una expresión de curiosidad.

Yo sospechaba que Cornelia también conocía la existencia de mi retrato. Un día la pillé donde no debía, en las escaleras que subían al estudio. Y cuando le pregunté qué estaba haciendo allí, no me respondió; yo la dejé marchar en lugar de llevarla a María Thins o a Catharina. No me atrevía a remover las cosas, al menos mientras me estuviera pintando.

Van Leeuwenhoek sabía también del cuadro. Un día trajo su cámara oscura y la dispuso de forma que ambos pudieran examinarme a través de ella. No pareció sorprenderse al verme allí sentada; mi amo debía de haberle advertido. Sí miró con atención a mi extraño tocado, pero no hizo ningún comentario.

Usaron la cámara por turno. Yo había aprendido a posar sin moverme ni pensar en nada y a que no me distrajera su mirada. Era más difícil, sin embargo, con la caja negra apuntando hacia mí. Me sentía incómoda con aquella caja y el sobretodo negro cubriendo una espalda encorvada, en lugar de unos ojos, una cara, un cuerpo vueltos hacia mí. Ya no podía saber cómo me miraban.

No podía negar, sin embargo, que era bastante excitante que dos caballeros la examinaran a una con tanta atención, aunque no pudiera verles la cara.

Mi amo salió de la habitación en busca de un paño suave para limpiar la lente. Van Leeuwenhoek esperó hasta que lo oímos bajar las escaleras y entonces dijo:

– ¡Ándate con cuidado!, querida.

– ¿Qué quiere decir, señor?

– Seguramente sabes que te está pintando para satisfacer un capricho de Van Ruijven. Tu amo pretende protegerte del interés que ha demostrado Van Ruijven por ti.

Yo asentí, secretamente encantada de oír lo que ya sospechaba.

– No dejes que te metan en su guerra. Podrías resultar herida.

Yo seguía en la postura con la que posaba para el cuadro. Mis hombros empezaron a contraerse por su cuenta, como si me estuviera quitando un chal.

– No creo que él pueda herirme nunca, señor.

– Dime, querida, ¿sabes mucho de los hombres?

Yo me sonrojé y me volví. Se me vino a la cabeza la imagen de Pieter y yo en el callejón.

– Verás, la competencia vuelve a los hombres posesivos. Le interesas a él en parte porque Van Ruijven está interesado.

Yo no respondí.

– Es un hombre excepcional -continuó Van Leeuwenhoek-. Sus ojos valen el peso de una habitación llena de oro. Pero a veces ve el mundo sólo como él quiere que sea y no como realmente es. Y no comprende las consecuencias que pueda tener para los otros ese punto de vista. Sólo piensa en él y en su trabajo, no en ti. Debes tener cuidado… -se calló. Oímos los pasos de mi amo en las escaleras.

– ¿De qué debo cuidarme, señor? -dije en un susurro.

– De seguir siendo tú misma.

Levanté la barbilla.

– ¿De no dejar de ser una criada?

– No es eso lo que he querido decir. Las mujeres en sus cuadros… las atrapa en su mundo. Puedes perderte en él.

Mí amo entró en la habitación.

– Griet, te has movido -dijo.

– Lo siento, señor -musité, y volví a adoptar la pose en la que me estaba pintando.


Catharina estaba embarazada de seis meses cuando él empezó a pintarme. Ya estaba muy abultada y se movía con mucho esfuerzo, muy lentamente, apoyándose en las paredes, agarrándose a los respaldos de las sillas, hundiéndose con todo su peso en los asientos al tiempo que exhalaba un profundo suspiro. Me sorprendía ver lo duro que parecían ser para ella los embarazos cuando ya había pasado por tantos. Aunque no se quejaba en alto, en cuanto le crecía el vientre hacía que todos y cada uno de sus movimientos parecieran un castigo que se veía obligada a soportar. No había reparado en esto en el embarazo de Franciscus, cuando acababa de entrar en la casa y apenas veía nada más allá del montón de ropa para lavar que me esperaba cada mañana.

Conforme avanzaba el embarazo, Catharina iba estando cada vez más ensimismada. Seguía cuidando de los niños, con la ayuda de Maertge. Seguía ocupándose de la casa y nos daba órdenes a Tanneke y a mí. Seguía haciendo las compras acompañada por María Thins. Pero una parte de ella estaba en otro lugar, junto con la criatura que llevaba en su seno. Su brusquedad era menos patente y menos deliberada. Se lo tomaba todo con más calma, y aunque no dejaba de ser torpe, rompía menos cosas.

Yo estaba muy preocupada de que llegara a descubrir mi retrato. Por suerte las escaleras del estudio se le hacían cada vez más difíciles de subir, de modo que no era muy probable que abriera de pronto la puerta y me viera sentada en la silla, posando, y a él delante del caballete. Y como era invierno prefería sentarse al lado del fuego con los niños y Tanneke y María Thins o adormilarse bajo una pila de mantas y pieles. El verdadero peligro era que se enterara por Van Ruijven. De toda la gente que sabía del cuadro, él era el peor a la hora de guardar el secreto. Venía a la casa regularmente a posar para el cuadro del concierto. María Thins ya no me enviaba a hacer recados ni me decía que no me dejara ver mucho cada vez que él venía. Hubiera sido poco práctico: no había tantos recados que yo pudiera hacer. Y debió de pensar que probablemente él ya se habría quedado satisfecho con la promesa de un cuadro y me dejaría en paz.

Pero no lo hizo. A veces venía a buscarme cuando estaba lavando o planchando en el lavadero o ayudando a Tanneke en la cocina. Cuando había gente alrededor era soportable; cuando Maertge estaba conmigo o Tanneke o incluso Aleydis, se limitaba a saludarme -«Hola, preciosa»- con su voz edulcorada y me dejaba en paz. Pero cuando estaba sola, como solía estarlo en el patio, tendiendo la ropa a fin de aprovechar los escasos minutos de sol invernal, entraba en el pequeño recinto cerrado y, escondido tras una de las sábanas que acababa de tender o de una camisa de mi amo, me tocaba. Yo lo rechazaba con toda la determinación que una criada puede mostrar educadamente frente a un caballero. Sin embargo, consiguió llegar a familiarizarse con la.forma de mis pechos y de mis muslos bajo la ropa. Me decía cosas que yo intentaba olvidar, palabras que yo nunca repetía a nadie.

Van Ruijven siempre pasaba con Catharina unos minutos después de posar en el estudio; su hija y su hermana lo esperaban pacientemente mientras él cotilleaba y coqueteaba con ella. Aunque María Thins le había advertido de que no dijera nada del cuadro a Catharina, no era un hombre capaz de guardar secretos. Estaba muy contento de llegar a tener un retrato mío y a veces dejaba caer algo al respecto delante de mi ama.

Un día estaba fregando el suelo del pasillo cuando le oí decir:

– ¿Quién le pedirías a tu marido que pintara si pudiera pintar a quien quisiera?

– ¡Oh, yo no pienso en esas cosas! -contestó riéndose Catharina-. Él pinta lo que pinta.

– Yo no estoy tan seguro -Van Ruijven se esforzó tanto en sonar malicioso que ni siquiera Catharina pudo pasar por alto la indirecta.

– ¿Qué quieres decir? -le preguntó ella.

– Nada, nada. Pero deberías pedirle un cuadro. No podrá decir que no. Podría pintar a una de las niñas, a Maertge, tal vez. O tu encantadora persona.

Catharina se quedó callada. Por la rapidez con que Van Ruijven cambió de tema, debió de darse cuenta de que había dicho algo que la molestaba.

En otra ocasión en que ella le preguntó sí le gustaba posar para el cuadro, Van Ruijven respondió:

– No tanto como si tuviera una hermosa muchachita sentada a mí lado. Pero pronto la tendré, en cualquier caso, y por el momento tendré que conformarme.

Catharina dejó pasar ese comentario, como no lo habría hecho unos meses antes. Pero, por otro lado, es probable que a ella no le sonara tan sospechoso, puesto que no sabía nada del cuadro. Yo me quedé horrorizada, sin embargo, y fui a contárselo a María Thins.

– ¿Andas escuchando detrás de las puertas, muchacha? -me preguntó la anciana.

– Yo…, yo -no podía negarlo.

María Thins esbozó una amarga sonrisa.

– Ya era hora de que te pillara haciendo el tipo de cosas que se supone que hacen las criadas. Lo siguiente que hagas será robar cucharillas de plata.