– Qué impredecible eres. Siempre me sorprendes.

Pasé los dedos por la nariz y el hocico del león, hasta la melena, suave y nudosa. Sus ojos seguían mis dedos.

– Tú sabes que el cuadro lo requiere -dijo en un murmullo-, necesita la luz que reflejan las perlas. Si no, no estará acabado.

Claro que lo sabía. No había pasado mucho tiempo mirando el cuadro -se me hacía muy raro verme allí-, pero enseguida había sabido que necesitaba la perla del pendiente. Sin ésta, sólo estaban mis ojos, mi boca, la banda de mi camisa, el oscuro espacio detrás de mi oreja, cada cosa por su lado. El pendiente lo uniría todo. Completaría la pintura.

Y además me echaría a la calle. Sabía que no iba a pedir un pendiente prestado a Van Ruijven ni a Van Leeuwenhoek ni a nadie. Había visto la perla de Catharina y ésa sería la que me haría ponerme. Utilizaba lo que quería para sus pinturas, sin tener en cuenta las consecuencias. Era como me había avisado Van Leeuwenhoek.

Cuando Catharina viera el pendiente en el cuadro, explotaría. Debería haberle suplicado que no arruinara mi vida.

– Está pintando este cuadro para Van Ruijven -argumenté-, no para usted. ¿Importa mucho entonces que lleve o no lleve el pendiente? Usted mismo dijo que Van Ruijven se quedaría satisfecho con el cuadro tal como está.

Su rostro se endureció, y yo supe que había dicho una inconveniencia.

– Nunca dejaría de trabajar en un cuadro si supiera que no está terminado, sea para quien sea -murmuró-. Yo no trabajo así.

– No, señor -tragué y clavé los ojos en las baldosas del suelo. Idiota, pensé, y sentí crecer la tensión en mi mandíbula.

– Ve a prepararte.

Incliné la cabeza y me apresuré hacia el almacén, donde guardaba las telas amarilla y azul. Nunca había sentido su desaprobación de una forma tan palpable. Pensaba que no podía soportarlo. Me quité la cofia y, sintiendo que se estaba soltando la cinta que me sujetaba el cabello, tiré de ella. Estaba intentando volver a atármelo cuando oí una de las baldosas sueltas del estudio. Me quedé paralizada. Nunca había entrado en el almacén mientras yo me preparaba. Nunca me lo había pedido.

Me volví, con las manos todavía alzadas, sujetándome los cabellos. Estaba parado en el umbral, y me miraba. Bajé las manos. Mi cabello cayó en una cascada sobre mis hombros, marrón como los campos en otoño. Nadie lo había visto nunca, salvo yo.

– Tu cabello… -dijo, y ya no parecía enfadado.

Por fin apartó la vista de mí.


Después de que viera él mis cabellos, después de que descubriera mí secreto, dejé de sentir que tenía algo precioso escondido y que sólo yo podía ver. Me sentí más libre, si no con él, sí con los demás. Ya no importaba lo que hiciera o dejara de hacer.

Esa noche salí furtivamente de la casa y fui a buscar a Pieter el hijo a una de las tabernas donde solían ir los carniceros, junto a la Lonja de la Carne. Pasando por alto los silbidos y comentarios, fui hasta él y le pedí que se viniera conmigo. Dejó la jarra de cerveza en la mesa y, abriendo unos ojos como platos, me siguió fuera, donde lo tomé de la mano y lo conduje hasta un callejón cercano. Allí me subí la falda y le dejé hacer lo que quisiera. Me agarré a él, mis manos rodeándole el cuello, mientras él entraba en mí y empujaba rítmicamente. Me hacía daño, pero cuando recordé mis cabellos sueltos sobre los hombros en el estudio, también sentí algo semejante al placer.

Más tarde, de regreso en el Barrio Papista, me lavé con vinagre.

Cuando volví a mirar el cuadro, había añadido un mechoncito de pelo asomando por debajo de la tela azul, sobre el ojo izquierdo.


La siguiente vez que posé, no mencionó el pendiente. No me lo entregó, como me había temido que hiciera, ni me cambió la pose ni dejó de pintar.

Tampoco volvió al almacén a ver mi cabello suelto. Pasaba mucho tiempo sentado, mezclando los colores en la paleta. Tenía rojo y ocre en ella, pero el color que más mezclaba era el blanco, al que iba añadiendo pizquitas de negro, trabajándolo luego con gran meticulosidad, sin prisa, y el diamante plateado de la espátula destellaba en la pintura gris.

– ¿Señor? -empecé a decir.

Levantó la vista y me miró; la espátula quieta en alto.

– Muchas veces lo he visto pintar sin que estuviera aquí la modelo. ¿No podría pintar el pendiente sin que yo tuviera que ponérmelo?

La espátula siguió inmóvil en el aire.

– ¿Quieres que me imagine que tienes puesta la perla y que pinte lo que me imagino?

– Sí, señor.

Observó el cuadro, y la espátula volvió a moverse. Creo que esbozó una sonrisa.

– Quiero verte con el pendiente puesto.

– Pero ya sabe lo que pasará entonces, señor.

– Lo único que sé es que así el cuadro habrá quedado terminado.

Me arruinará, pensé. Pero tampoco pude decirlo entonces.

– ¿Qué dirá su esposa cuando vea el cuadro terminado? -pregunté en cambio, mostrando todo el atrevimiento de que era capaz.

– No lo verá. Se lo entregaré directamente a Van Ruijven.

Era la primera vez que admitía que me estaba pintando en secreto, que Catharina no aprobaría lo que estaba haciendo.

– Sólo tienes que ponértelo una vez -añadió, como para apaciguarme-. La próxima vez que poses lo traeré. La semana que viene. Catharina no lo echará de menos si sólo es una tarde.

– Pero, señor -dije-, no tengo agujereadas las orejas.

Frunció ligeramente el ceño.

– Pues entonces tendrás que ocuparte de ello.

Se trataba, sin duda, de un detalle femenino y no de algo de lo que él tuviera que preocuparse. Dio un golpecito a la espátula y la limpió con un trapo.

– Y ahora varios a empezar. La barbilla un poco más baja -me miró-. Humedécete los labios, Griet.

Me los humedecí.

– No cierres la boca del todo.

Esta orden me sorprendió tanto que no tuve que hacer nada por cumplirla. Pestañeé para contener las lágrimas. Las mujeres virtuosas no abrían la boca cuando eran retratadas.

Era como si hubiera estado con Pieter y conmigo en el callejón.

Ha arruinado mi vida, pensé. Y volví a humedecerme los labios.

– Bien -dijo él.


No quería hacérmelo yo misma. No tenía miedo al dolor, pero no quería pincharme la oreja con una aguja.

De haber podido elegir a alguien para hacerlo, habría elegido a mi madre. Pero ella nunca lo habría entendido ni hubiera aceptado hacerlo sin saber para qué. Y si se lo hubiera dicho, se habría horrorizado.

No podía pedírselo a Tanneke, ni a Maertge. Consideré la idea de pedírselo a María Thins. Posiblemente todavía no sabía nada del pendiente, pero no tardaría en enterarse. Sin embargo, no me atreví a pedírselo, a pedirle que participara en mi humillación.

La única persona que lo haría y me comprendería era Frans. Así que al día siguiente por la tarde salí de la casa con una cajita de agujas que me había dado María Thins.

La mujer de rostro agriado que estaba a la entrada de la fábrica sonrió displicente cuando pregunté por él.

– Hace tiempo que se largó y ¡ojalá no vuelva! -contestó, regodeándose en sus palabras.

– ¿Se fue? ¿Adónde?

La mujer se encogió de hombros.

– Hacia Rotterdam, dicen. Y luego, ¿quién sabe? Tal vez haga fortuna en ultramar, si no se muere antes entre las piernas de una puta de Rotterdam.

Estas dos últimas amargas frases me hicieron fijarme en ella con mayor atención. Estaba embarazada. Cornelia nunca habría sabido cuando rompió el azulejo de Frans y mío que acabaría teniendo razón: que Frans terminaría separándose de mí y de nuestra familia. ¿Volveré a verlo alguna vez?, pensé. ¿Y qué dirán nuestros padres? Me sentí más sola que nunca.

Al día siguiente, me paré en la botica de vuelta de comprar el pescado. El boticario ya me conocía e incluso me saludaba por mi nombre.

– ¿Y qué quiere hoy tu amo? -me preguntó-. ¿Lienzos? ¿Bermellón? ¿Ocre? ¿Linaza?

– No necesita nada -repuse nerviosa-. Ni mi señora tampoco. He venido… -por un instante consideré la idea de pedirle que me agujereara él la oreja. Parecía un hombre discreto, que lo haría de buen grado, sin decírselo luego a nadie ni querer saber los porqués.

No podía pedirle a un extraño que hiciera tal cosa.

– Necesito algo para adormecer la piel -dije.

– ¿Adormecer la piel?

– Sí, como el hielo.

– ¿Y para qué quieres tú adormecerte la piel?

Me encogí de hombros sin responder y con la vista fija en los botes que llenaban las estanterías a su espalda.

– Aceite de clavo -dijo por fin, al tiempo que dejaba escapar un suspiro-. Frótate la zona con un poquito y déjalo actuar unos minutos. El efecto no dura mucho.

– ¿Me podría dar un poco, por favor?

– ¿Y quién lo va a pagar? ¿Tu amo? Es muy caro. Hay que traerlo de muy lejos -en su voz se mezclaban la censura y la curiosidad.

– Yo lo pagaré. Sólo quiero un poco.

Saqué una bolsita del delantal y conté los preciosos stuivers sobre el mostrador. Una botellita minúscula de aceite de clavo me costó el equivalente a dos días de trabajo. Le había pedido a Tanneke dinero prestado, jurándole que se lo devolvería cuando cobrara el domingo siguiente.

Ese domingo, cuando le entregué a mi madre mi sueldo reducido le dije que había tenido que pagar un espejo que había roto.

– Te costará más de dos jornales restituirlo. ¿Qué estabas haciendo? ¿Mirándote? Esto te pasa por descuidada -me regañó.

– Sí -asentí-. He sido muy descuidada.


Esperé hasta tarde, cuando estuve segura de que todos dormían. Aunque normalmente no subía nadie al estudio después de que quedara cerrado con llave, seguía temiendo que alguien me sorprendiera con la aguja y el aceite de clavo delante del espejo. Escuché con la oreja pegada a la puerta del estudio. Se oía ir y venir por el pasillo a Catharina. Le costaba dormirse: estaba demasiado abultada para encontrar una postura cómoda en la cama. Luego oí una voz infantil, de niña, intentando hablar bajo, pero incapaz de amortiguar su brillante timbre. Cornelia estaba con su madre. No oí lo que hablaban y como estaba encerrada en el estudio, no podía asomarme a escondidas a lo alto de la escalera a escuchar mejor.