Estuve mucho tiempo mirando el dibujo. No fui capaz ni de apartar los ojos ni de moverlo para ver los de debajo. Me había pintado. Nicolas pensaba en mí como yo en él. Sentí un cosquilleo en los pechos. Mon seul désir. Luego oí voces en el pasillo. La puerta se abrió y todo lo que se me ocurrió fue dejarme caer al suelo y meterme a rastras debajo de la mesa. Estaba muy oscuro allí debajo, y era extraño sentirme sola sobre el frío suelo de piedra. De ordinario me escondía en sitios así con mis hermanas, pero nos reíamos tanto que nos descubrían casi al instante. Me senté, abrazándome las rodillas, y recé para que no advirtieran mi presencia.

Entraron dos hombres y se acercaron directamente a la mesa. Uno llevaba la larga túnica marrón de los mercaderes, y debía de ser tío Léon. El otro vestía una túnica gris hasta las rodillas y calzas de color azul marino. Las pantorrillas estaban bien proporcionadas, y supe quién era antes incluso de que hablara. No en vano me había pasado muchos días pensando en Nicolas. Tenía bien guardados en el recuerdo todos los detalles: la anchura de sus hombros, los rizos que le acariciaban el cuello, el trasero como dos cerezas y el tenso contorno de sus pantorrillas.

Mi memoria tendría que acumular ahora más detalles, porque mientras los dos recién llegados empezaban a hablar no les veía más que las piernas. Sólo podía imaginarme el rostro de Nicolas: las arrugas de concentración en la frente, los ojos entornados mientras me miraba en el dibujo, los largos dedos recorriendo el áspero papel utilizado. Todo aquello lo fui almacenando, sentada en la oscuridad casi total, escuchándolos.

– Monseigneur llegará enseguida -dijo tío Léon-. Repasemos unas cuantas cosas mientras esperamos -oía los crujidos del papel.

– ¿Le han gustado los dibujos? -preguntó Nicolas-. ¿Los ha elogiado mucho? -el sonido de su voz, lleno de confianza, fue directamente a mi doncellez, como si me hubiera tocado allí con la mano.

Léon no respondió y Nicolas insistió.

– Sin duda ha dicho algo. Cualquiera se daría cuenta de que se trata de dibujos excepcionales. Tiene que estar encantado con ellos.

Léon rió entre dientes.

– No corresponde a la manera de ser de monseigneur Le Viste estar encantado con nada.

– Pero habrá dado su aprobación.

– Te estás precipitando, Nicolas. En este negocio hay que esperar a que el cliente dé su opinión. Alors, prepárate para la entrevista con monseigneur. Lo primero que has de entender es que no ha visto aún los dibujos.

– Pero ¡si hace una semana que los tiene!

– Sí; y dirá que los ha examinado con todo cuidado, pero la verdad es que no los ha visto.

– ¿Por qué no, en el nombre de Nuestra Señora?

– Monseigneur Le Viste está muy ocupado en estos momentos. Sólo reflexiona sobre algo cuando tiene que hacerlo. Entonces toma rápidamente una decisión y espera que se le obedezca sin peros de ninguna clase.

Nicolas resopló.

– ¿Es así como un noble de su categoría resuelve un encargo tan importante? Me pregunto si un hombre de sangre verdaderamente noble haría las cosas de esa manera.

Tío Léon bajó la voz.

– Jean le Viste está perfectamente al tanto de opiniones como ésa acerca de su persona -advertí en su voz que torcía el gesto-. Y se sirve del mucho trabajo y de la lealtad a su Rey para compensar la falta de respeto que le manifiestan, incluso, artistas que, como tú, trabajan a su servicio.

– Mi respeto no es tan escaso como para negarme a trabajar para él -dijo Nicolas más bien precipitadamente.

– Claro que no. Hay que tener sentido práctico. Un sou es un sou, tanto si viene de un noble como de un mendigo.

Los dos rieron. Moví la cabeza, casi golpeándomela con el tablero de la mesa. No me gustaban sus risas. No quiero demasiado a mi padre -conmigo es tan frío como con todo el mundo- pero me desagradaba que su nombre y su reputación se arrojaran como un palitroque para que lo fuese a buscar un perro. En cuanto al tío Léon, nunca había pensado que pudiera ser desleal. Ya me encargaría de darle un buen pisotón la próxima vez que lo viera. O algo peor.

– No voy a negar que los dibujos son prometedores… -dijo a continuación.

– ¡Prometedores! ¡Son más que prometedores!

– Si guardas silencio un momento, te ayudaré a lograr que mejoren mucho; que sean mejores de lo que nunca has podido imaginar. Estás demasiado cerca de tu creación para entender cómo mejorarla. Necesitas otro par de ojos para ver los fallos.

– ¿Qué fallos? -Nicolas se hizo eco de lo que yo pensaba. ¿Cómo se podía mejorar el dibujo que había hecho de mí?

– Son dos las cosas que he pensado al mirar los dibujos, y sin duda Jean le Viste tendrá otras sugerencias.

– ¿Qué dos cosas?

– Se han de hacer seis tapices para decorar las paredes de la Grande Salle, n’est-ce-pas? Dos grandes, cuatro un poco más pequeños.

– Sí.

– Y siguen el proceso de la seducción del unicornio por la dama, n'est-ce-pas?

– Así lo acordé con monseigneur.

– La seducción no presenta problemas, pero me pregunto si no has ocultado algo más en los dibujos. Otra manera de verlos.

Los pies de Nicolas se agitaron inquietos.

– ¿Qué queréis decir?

– Me parece que se reconocen aquí sugerencias de los cinco sentidos -Leen golpeó varias veces uno de los dibujos, y el sonido repiqueteó cerca de mi oreja-. La dama que toca el órgano para el unicornio sugiere el oído, por ejemplo. Y la mano que descansa sobre el cuerno del animal representa sin duda el tacto. Aquí… -golpeó de nuevo la mesa-, la dama teje claveles para formar una corona y eso es el olfato, aunque quizá no resulte tan obvio.

– Las novias llevan coronas de claveles -explicó Nicolas-. La dama está tentando al unicornio con la idea del matrimonio y el lecho nupcial. No representa el olfato.

– Ah, vaya. Supongo que no eres tan inteligente. Los sentidos son una casualidad, entonces.

– He…

– Pero ¿te das cuenta de que puedes incorporar fácilmente los sentidos? Haz que el unicornio huela los claveles. U otro animal. Y en el tapiz en el que el unicornio descansa en el regazo de la dama, podrías hacer que le mostrara un espejo, para representar así la vista.

– Pero eso haría que el unicornio pareciera vanidoso, ¿no es cierto?

– ¿Y? Si que parece un poquito vanidoso.

Nicolas no respondió. Tal vez me había oído, casi estallando de risa bajo la mesa al pensar en él y en su unicornio.

– Veamos, tienes la dama con la mano en el cuerno del animal, y eso es el tacto. Cuando toca el órgano es el oído. Los claveles, el olfato. El espejo, la vista. ¿Qué es lo que queda. El gusto. Nos faltan dos tapices: el de Claude y el de madame Geneviéve.

¿Mamá? ¿Qué quería decir Léon?

Nicolas emitió un sonido curioso, como un resoplido y una exclamación juntos.

– ¿Qué queréis decir, Claude y madame Geneviéve?

– Vamos, vamos, sabes exactamente lo que quiero decir. Ésa es mi otra sugerencia. El parecido está demasiado marcado. A Jean le Viste no le va a gustar. Sé que estás acostumbrado a pintar retratos, pero en los dibujos definitivos has de hacer que se parezcan más a las otras damas.

– ¿Por qué?

– Jean le Viste quería tapices de batallas. En lugar de eso le presentas, como espectáculo, a su esposa y a su hija. No tiene comparación.

– Aceptó los tapices del unicornio.

– Pero no tienes que ofrecerle una oda a su esposa y a su hija. Es verdad que simpatizo con madame Geneviéve. Jean le Viste no es un hombre indulgente. Pero también sabes que su esposa y Claude son dos espinas que tiene clavadas. No querría verlas representadas en algo tan valioso como esos tapices.

– ¡Oh! -exclamé, y esta vez me golpeé la cabeza contra el tablero de la mesa y me hice daño.

Hubo gruñidos de sorpresa y luego dos rostros aparecieron debajo de la mesa. Léon estaba furioso, pero Nicolas sonrió al ver que era yo. Me tendió la mano y me ayudó a salir.

– Gracias -dije cuando estuve de pie. Nicolas se inclinó sobre mi mano, pero la retiré antes de que pudiera besarla y fingí arreglarme el vestido. No me sentía del todo dispuesta a perdonarle las groserías que había dicho de mi padre.

– ¿Qué estabas haciendo ahí, descarada? -dijo tío Léon. Por un momento temí que me diera un manotazo como si tuviera la misma edad que Geneviéve, pero pareció recapacitar y se abstuvo-. Tu padre se enfadaría mucho si supiera que nos estabas espiando.

– Mi padre se enfadaría mucho si supiera lo que habéis dicho de él, tío Léon. Y vos, monsieur -añadí, mirando un momento a Nicolas.

Nadie dijo nada. Vi que ambos repasaban mentalmente la conversación, tratando de recordar lo que pudiera ser ofensivo para papá. Me parecieron tan preocupados que me fue imposible contener la risa.

Tío Léon me miró ceñudo.

– Eres de verdad una chica muy descarada.

Parecía menos severo esta vez: mas bien como si tratara de aplacar a un perrillo faldero.

– Sí, ya entiendo. Y a vos, monsieur, ¿también os parece que soy una chica muy descarada? -le dije a Nicolas. Era maravilloso poder contemplar un rostro tan bien parecido.

No sabía cómo iba a contestar, pero me encantó que dijera:

– Sois sin duda la joven más descarada que conozco, mademoiselle -por segunda vez, su voz me tocó la doncellez y sentí que se me humedecía el bajo vientre.

Tío Léon resopló.

– Ya está bien, Claude, tienes que irte. Tu padre llegará enseguida.

– No; quiero ver el retrato de mi madre. ¿Dónde está?

Me volví hacia los dibujos y los extendí sobre la mesa. Eran un revoltijo de damas, estandartes de Le Viste, leones y unicornios.

– Claude, por favor.

Hice caso omiso de tío Léon y me volví hacia Nicolas.

– ¿Cuál es, monsieur? Quisiera verlo.