– Bonjour, mademoiselle -dijo.

Sonreí. No era en absoluto la clase de hombre que mis padres querían para mí. Me alegré de que así fuera.

– ¿No me vas a besar, entonces?

Me había derribado y estaba encima de mí antes de darme cuenta. Muy pronto me había metido la lengua en la boca y me apretaba los pechos con las manos. Fue muy extraño. Había soñado con aquel momento desde que lo conocí, pero ahora que tenía su cuerpo encima, el bulto que se me clavaba en el vientre, la lengua húmeda en el oído, me sorprendía que todo fuera tan diferente de lo que había soñado.

A una parte de mí le gustaba, quería que el bulto empujara todavía con más fuerza y sin tantas capas de ropa. Quería tocarlo entero con las manos: apretarle el trasero y abarcar aquella espalda tan ancha. Mi boca encontró la suya como si estuviera mordiendo un higo.

Pero también fue una sorpresa encontrarme en la boca otra lengua, húmeda, que empujaba la mía, sentir tanto peso encima que me dejaba sin aliento, notar cómo las manos de Nicolas me tocaban partes que ningún varón había tocado nunca. Y tampoco esperaba pensar tanto cuando un hombre estuviera conmigo. Con Nicolas encontré palabras para acompañar a todo lo que sucedía. «¿Por qué hace esto? ¡Qué húmeda su lengua en mi oído!», «Su cinturón se me clava en el costado» y «¿Me gusta lo que hace ahora?».

También pensaba en mi padre: en estar debajo de la mesa de su habitación y en el valor que concedía a mi doncellez. ¿Podía de verdad tirarla por la borda en un momento, como había hecho, por ejemplo, Marie-Céleste? Quizá fue aquello, más que ninguna otra cosa, lo que me impidió disfrutar de verdad.

– ¿Está bien esto que hacemos? -susurré cuando Nicolas había empezado a morderme los pechos a través de la tela del vestido.

– Lo sé, estamos locos. Pero quizá no tengamos otra oportunidad -Nicolas empezó a tirarme de la falda-. Nunca te dejan sola, jamás van a dejar sola a la hija de Jean le Viste con un simple pintor -me levantó la falda y la enagua y subió con la mano muslo arriba-. Esto, preciosa, esto es mon seul désir -al decir aquello me tocó el himen y la oleada de placer que sentí fue tan intensa que me dispuse a entregárselo.

– ¡Claude!

Miré detrás de mí y vi el rostro de Béatrice, cabeza abajo, que nos miraba con indignación.

Nicolas sacó la mano de debajo de mi falda, pero no se retiró al instante. Aquello me gustó. Miró a Béatrice y luego me besó con fruición antes de sentarse despacio sobre las rodillas.

– Por esto -dijo Béatrice-, de verdad que me casaré con vos, Nicolas des Innocents. ¡Juro que lo haré!

Geneviéve de Nanterre

Béatrice me dijo que había dejado de llenar el corpiño de mis vestidos.

– O coméis más, madame, o tendremos que llamar al sastre.

– Manda a por el sastre.

No era la respuesta que quería, y se me quedó mirando con sus grandes ojos perrunos de color castaño hasta que me volví y me puse a juguetear con el rosario. Mi madre hizo lo mismo -aunque sus ojos sean más sagaces que los de Béatrice- cuando fui a verla a Nanterre con las niñas. Le dije que Claude no venía a causa de un dolor de estómago que también me molestaba a mí. No me creyó, como tampoco yo había creído a Claude cuando me dio aquella excusa. Quizá sea siempre así: las hijas mienten a las madres y las madres se lo permiten.

Más bien me alegré de que Claude no viniera con nosotras, aunque sus hermanas insistieron mucho. Mi hija mayor y yo somos como dos gatos enfrentados, la piel siempre erizada. Está enfadada conmigo, y las miradas que me lanza de reojo son siempre críticas. Sé que se compara conmigo y que llega a la conclusión de que no quiere ser como yo.

Tampoco yo quiero que lo sea.

Fui a ver al padre Hugo cuando volví de Nanterre. Al sentarme en un banco a su lado, dijo:

– Vraiment, mon enfant, no puedes haber pecado tanto en tres días como para tener que confesarte otra vez -aunque sus palabras fueran amables, el tono era agrio. A decir verdad, se desespera conmigo como yo me desespero conmigo misma.

Repetí las palabras que había utilizado días antes, sin dejar de mirar al banco, lleno de arañazos, que teníamos delante.

– Mi único deseo es retirarme al convento de Chelles -dije-. Mon seul désir. Mi abuela profesó antes de morir, y mi madre, sin duda alguna, lo hará también.

– No estás al borde de la muerte, mon enfant. Ni tampoco tu marido. Tu abuela se había quedado viuda cuando tomó el velo.

– ¿Creéis que mi fe no es lo bastante fuerte? ¿Tendré que probároslo?

– No es de la fortaleza de tu fe de lo que hablamos aquí, sino de tu deseo de librarte de la vida que ahora llevas. Eso es lo que me preocupa. Estoy convencido de tu fe, pero necesitas querer entregarte a Jesús…

– Pero ¡si es eso lo que quiero!

– …entregarte a Jesús sin pensar en ti misma ni en tu vida en el mundo. La vida religiosa no debe ser una manera de escapar a una existencia que tanto te desagrada…

– ¡Una vida que detesto! -me mordí la lengua.

El padre Hugo esperó un momento y luego dijo:

– Con frecuencia las mejores monjas son aquellas que han sido felices fuera del convento y siguen siéndolo dentro.

Callé, la cabeza inclinada. Sabía ya que había sido una equivocación hablar así. Tendría que haberme mostrado más paciente: esperar meses, un año, dos, para plantar la simiente en el padre Hugo, suavizarlo, lograr que le pareciese bien. Lo que había hecho, en cambio, era hablarle de manera brusca y con desesperación. Por supuesto, el padre Hugo no decidía quién entraba en Chelles: sólo la abadesa Catherine de Ligniéres tiene ese poder. Pero necesitaría el consentimiento de mi esposo para hacerme monja, y tendría que conseguir el apoyo de hombres poderosos que argumentaran en mi favor. El padre Hugo era uno de ellos.

Quedaba una cosa más que podía cambiar la actitud de mi confesor. Me alisé la falda y me aclaré la garganta.

– Mi dote fue muy importante -dije en voz baja-. Estoy segura de que si llegara a ser esposa de Jesucristo podría ceder una parte a Saint-Germain-des-Prés, como reconocimiento por la ayuda que se me ha prestado. Si quisierais hablar con mi esposo… -dejé que mi voz se apagara.

Ahora fue el padre Hugo quien guardó silencio. Mientras esperaba pasé el dedo por uno de los arañazos del banco. Cuando por fin habló había verdadero pesar en sus palabras, pero no quedó claro si era por lo que decía o por el dinero que se le escapaba.

– Geneviéve, sabes que Jean le Viste nunca dará su consentimiento para que entres en un convento. Quiere una esposa, no una monja.

– Podríais hablar con él, decirle cuán conveniente sería para mí abrazar la vida del claustro.

– ¿Le has hablado tú, como te sugerí el otro día?

– No, porque no me escucha. Pero a vos sí os escucharía. Estoy segura. Lo que pensáis tiene importancia para él.

El padre Hugo resopló.

– Tienes la conciencia tranquila en este momento, mon enfant. No digas mentiras.

– ¡Sí que le importa la Iglesia!

– La Iglesia nunca ha tenido sobre Jean le Viste la influencia que tú y yo hubiésemos querido -dijo el padre Hugo, midiendo mucho las palabras. Guardé silencio, desalentada por la indiferencia de mi marido. ¿Ardería Jean por ello en el infierno?

– Vuelve a casa, Geneviéve -dijo a continuación el padre Hugo, y había amabilidad en sus palabras-. Tienes tres hijas encantadoras, una casa espléndida y un marido que está muy cerca del Rey. Son bendiciones con las que muchas mujeres se darían por satisfechas. Sé esposa y madre, reza tus oraciones y ojalá Nuestra Señora te sonría desde el cielo.

– Y mi cama vacía…, ¿también la mirará sonriente?

– Ve en paz, mon enfant -el padre Hugo se levantaba ya.

Yo no lo hice de inmediato. No quería volver a la rue du Four, a los ojos acusadores de Claude ni a los de Jean, que rehuían los míos. Mejor seguir en la casa de Dios, que se había convertido en mi refugio.

Saint-Germain-des-Prés es la iglesia más antigua de París y me alegré mucho cuando vinimos a vivir tan cerca. Sus claustros son hermosos y tranquilos, y la vista desde la iglesia es maravillosa; si uno se sitúa fuera, a la orilla del río, se ve directamente el Louvre. Antes de mudarnos a la rue du Four vivíamos cerca de Notre Dame, pero es una iglesia demasiado grande para mí: me marea mirar hacia lo alto. Por supuesto a Jean le gustaba, como le gusta cualquier otro edificio espléndido donde es probable que acuda el Rey. Ahora, sin embargo, vivimos tan cerca de Saint-Germain-des-Prés que ni siquiera necesito la compañía de un lacayo.

El sitio que más me gusta en su interior es la capilla de Sainte-Geneviéve, patrona de París, aunque procedente de Nanterre, y cuyo nombre llevo. Se abre en el ábside y hacia allí me dirigí después de mi conversación con el padre Hugo. Al arrodillarme les dije a mis damas que me dejaran sola. Se sentaron en el escalón más bajo de la entrada a la capilla, a cierta distancia, y no dejaron de hablar en susurros hasta que me volví y les dije:

– Haríais bien si recordarais que estáis en la casa de Dios y no cotilleando en una esquina. Rezad o marchaos.

Todas bajaron la cabeza, aunque Béatrice se me quedó mirando un instante con esos ojos suyos. Le devolví la mirada con fijeza hasta que también ella inclinó la cabeza y cerró los ojos. Cuando vi que por fin movía los labios para decir una oración, me volví hacia el interior de la capilla.

Por mi parte no recé, sino que contemplé las dos ventanas con vidrieras que representan escenas de la vida de la Virgen. Ya no veo tan bien como en otros tiempos y no distinguía las figuras, sólo los colores, los azules y los rojos, los verdes y los marrones. Me descubrí contando las flores amarillas que cubrían el borde de los cristales y me pregunté qué serían.