Ahora parece que irrito mucho a mamá, aunque no sé qué es lo que tanto la molesta. También ella me irrita a mí diciéndome que me río demasiado o que ando demasiado deprisa, o que mi vestido está sucio o que se me ha torcido el tocado. Me trata como a una niña pero, por otra parte, espera que sea una mujer. No me deja salir cuando quiero; dice que soy demasiado mayor para jugar en la feria de Saint-Germain-des-Prés durante el día y demasiado pequeña para ir allí de noche. No soy demasiado pequeña: otras chicas de catorce años van a la feria de noche para ver a los juglares. Muchas se han prometido ya. Cuando pregunto, mamá me dice que le falto al respeto y que debo esperar a que papá decida cuándo y con quién me tengo que casar. No puedo más de impaciencia. Si tengo que ser mujer, ¿dónde está mi hombre?
Ayer traté de escuchar la confesión de mamá en Saint-Germain-des-Prés para descubrir si tiene remordimientos por tratarme tan mal. Me escondí detrás de una columna cerca del banco donde se sienta con el sacerdote, pero bajaba tanto la voz que, a rastras, tuve que acercarme muchísimo. Todo lo que oí fue «Ça c 'est mon seul désir» antes de que uno de los curas me viera y me echase. «Mon seul désir», murmuré para mis adentros. Mi único deseo. La frase resulta tan mágica que me la he repetido durante todo el día.
Cuando tuve la seguridad de que Nicolas venía a casa, supe también que tenía que verlo. C 'est mon seul désir. ¡Ah! Ése es mi hombre. He pensado en él a todas horas de todos los días desde que lo conocí. Como es lógico no le he dicho nada a nadie, a excepción de Béatrice, quien, para mi sorpresa, no se ha mostrado muy amable con él. Es la única falta que le encuentro. Estaba describiendo sus ojos: cómo son tan marrones como castañas y tienen patas de gallo, de manera que parece un poco triste incluso cuando claramente no lo está.
– No es digno de ti -me interrumpió Béatrice-. Nada más que un artista y muy poco de fiar. Deberías pensar más bien en grandes señores.
– Si no fuese de fiar, mi padre nunca lo habría contratado -repliqué-. Tío Léon no lo habría permitido.
León no es de verdad mi tío, sino un mercader viejo que se ocupa de los asuntos de mi padre. Me trata como a una sobrina: hasta hace poco me acariciaba la barbilla y me traía dulces, pero ahora me dice que ande derecha y que me peine.
– Dime qué clase de marido quieres y veré si hay uno maduro en el mercado -le gusta decir.
¡Cómo se sorprendería si le describiera a Nicolas! No lo tiene en mucha estima, estoy segura; le oí hablar con papá, cuando trataba de desautorizar los unicornios de Nicolas, diciendo que no estarían bien para la Grande Salle. La puerta de papá no es tan gruesa, y si pego la oreja al ojo de la cerradura le oigo. Pero papá no cambiará otra vez de idea. Eso se lo podría haber dicho yo a Léon. Cambiar una vez ya era difícil, pero volver atrás sería impensable.
Cuando supe que Nicolas vendría a la rue du Four, busqué al mayordomo para saber exactamente en qué momento. Como de costumbre, estaba en los almacenes, contando cosas. Siempre le preocupa la posibilidad de que nos roben. Todavía puso más cara de horror que Béatrice cuando mencioné a Nicolas.
– No queréis tener nada que ver con esa persona, mademoiselle -dijo.
– Sólo he preguntado cuándo viene -sonreí con dulzura-. Si no me lo decís, tendré que ir a papá y contarle que no habéis querido serme útil.
El mayordomo torció el gesto.
– El jueves a la hora de sexta -murmuró-. Léon y él.
– Ya veis, no era tan difícil. Debéis decirme siempre lo que quiero saber y así estaré contenta.
Me hizo una reverencia, pero me siguió mirando mientras me volvía para marcharme. Parecía estar a punto de decirme algo, pero al final no lo hizo. Me pareció muy cómico y me reí mientras echaba a correr.
El jueves tenía que ir con mamá y mis hermanas a Nanterre, a casa de la abuela, para pasar la noche, pero dije que me dolía la tripa para así poder quedarme en casa. Cuando Jeanne oyó que no iba, quiso fingir también, aunque no sabía por qué quería quedarme. No podía hablarle de Nicolas: es demasiado pequeña para entender. Se puso tan pesada que tuve que decirle cosas muy desagradables, hasta que se echó a llorar y se fue corriendo. Después me sentí muy mal: no debería tratar así a mi hermana. Hemos estado muy unidas toda nuestra vida. Hasta hace muy poco compartíamos la misma cama y Jeanne lloró también cuando dije que quería empezar a dormir sola. Pero es que ahora estoy muy intranquila por las noches. Doy patadas a las sábanas y no hago más que dar vueltas; e incluso la idea de tener otro cuerpo en la cama -aparte del de Nicolas- me resulta insoportable.
Ahora Jeanne pasa más tiempo con Geneviéve, que es un encanto pero sólo tiene siete años, y Jeanne siempre ha preferido estar con chicas mayores. Por otra parte Geneviéve es la favorita de mamá, y eso irrita a Jeanne. Es verdad que lleva el precioso nombre de nuestra madre, mientras que a Jeanne y a mí, en cambio, nuestros nombres nos recuerdan que no somos los varones que papá deseaba. Mamá hizo que Béatrice se quedara para cuidarme, y terminó por irse con mis hermanas a Nanterre. Luego envié a Béatrice a por peladuras de naranja cocidas con miel, que es una cosa muy de mi gusto, diciéndole que me sentarían el estómago. Insistí en que fuera a comprarlas al puesto cercano a Notre Dame. Béatrice alzó los ojos al cielo pero fue. Cuando se marchó suspiré hondo y corrí a mi cuarto. Los pezones me rozaban contra la camisa; me tumbé en la cama y me puse una almohada entre las piernas, anhelando una respuesta para las preguntas de mi cuerpo. Me sentía como si fuese una oración, de las que se cantan durante la misa, que se interrumpiera y quedase inacabada. Finalmente me levanté, me arreglé la ropa y el tocado y corrí a la cámara de mi padre. La puerta estaba abierta y miré adentro. Sólo vi a Marie-Céleste que, agachada delante de la chimenea, encendía el fuego. Cuando era más pequeña y pasábamos el verano en el château d'Arcy, Marie-Céleste nos llevaba a Jeanne, a Geneviéve y a mí a la orilla del río y nos cantaba canciones subidas de tono mientras lavaba la ropa. Me apetecía hablarle de Nicolas des Innocents, sobre dónde quería que me tocara y lo que haría yo con la lengua. Después de todo, sus canciones y cuentos me habían enseñado aquellas cosas. Pero algo me detuvo. Había sido amiga mía cuando era niña, pero ahora he crecido, pronto tendré una dama de honor y empezaré a prepararme para el matrimonio, y no estaría bien hablar de cosas así con ella.
– ¿Por qué enciendes el fuego, Marie-Céleste? -le pregunté en cambio, aunque sabía ya la respuesta.
Alzó la vista. Tenía una mancha gris en la frente, como si todavía fuera Miércoles de Ceniza. Siempre ha sido una chica descuidada.
– Una visita, mademoiselle -contestó-. Para vuestro padre.
La leña empezaba a echar humo, y llamitas que la lamían aquí y allí. Marie-Céleste se agarró a una silla y se puso en pie con un resoplido. Tenía la cara más redonda que antes. Y me fijé en su cuerpo, horrorizada.
– ¿Marie-Céleste, estás encinta?
Bajó la cabeza. Era extraño: todas las canciones que nos había cantado sobre doncellas engañadas, y nunca debió de pensar que pudiera sucederle. Todas las mujeres quieren hijos, por supuesto, pero no así, ni sin marido.
– ¡Tonta, más que tonta! -la reñí-. ¿Quién es?
Marie-Céleste movió la mano como para despedir la pregunta.
– ¿Trabaja aquí?
Negó con la cabeza.
– Alors, ¿se casará contigo?
Marie-Céleste torció el gesto.
– No.
– ¿Y qué vas a hacer tú?
– No lo sé, mademoiselle.
– Mamá se pondrá furiosa. ¿Te ha visto?
– La evito, mademoiselle.
– No tardará en enterarse. Al menos deberías llevar una capa para ocultarlo.
– Las criadas no llevan capa, mademoiselle; no se trabaja bien con capa.
– No podrás seguir trabajando mucho tiempo de todos modos, tal como estás. Necesitas volver con tu familia. Attends, tienes que contarle algo a mamá. Ya sé: dile que tu madre está enferma y que has de cuidarla. Luego vuelves, después de que nazca la criatura.
– No puedo ir a hablar a vuestra madre con este aspecto, mademoiselle; sabrá de inmediato lo que me pasa.
– Se lo diré yo, entonces, cuando vuelva de Nanterre -me daba lástima y quería ayudarla.
Marie-Céleste se animó.
– Muchísimas gracias, mademoiselle. ¡Qué buena sois!
– Más valdrá que te vayas en cuanto puedas.
– Gracias, muchísimas gracias, mademoiselle. Nos veremos cuando regrese -se volvió para marcharse, pero cambió de idea-. Si es una niña le pondré vuestro nombre.
– Eso estará bien. ¿Si es niño le pondrás el nombre del padre?
Marie-Céleste entornó los ojos.
– Nunca -dijo desdeñosamente-. ¡No quiere saber nada de la criatura y yo tampoco quiero saber nada de él!
Cuando se hubo marchado estuve viendo con calma la cámara de papá. No es un sitio cómodo. Las sillas de roble no tienen cojines, y crujen si te mueves. Creo que papá las ha hecho así para que nadie se entretenga mucho con él. Me he fijado en que tío Léon nunca se sienta cuando viene a ver a papá. Las paredes están cubiertas de mapas de nuestras propiedades -el château d'Arcy, nuestra casa de la rue du Four, la casa de la familia Le Viste en Lyon-, así como de otros de tierras en litigio, conflictos en los que papá trabaja para el Rey. Los libros que posee se guardan aquí en un arcón cerrado con llave.
Hay dos mesas en la habitación: una en la que papá escribe, y otra de mayor tamaño sobre la que extiende mapas y documentos para reuniones. La mesa está vacía casi siempre, pero esta vez había allí varias hojas de papel grandes. Miré a la que estaba encima y retrocedí sorprendida. Era un dibujo y allí estaba yo. Me hallaba entre un león y un unicornio, y sostenía un periquito sobre una mano enguantada. Llevaba un vestido y un collar muy hermosos, con un sencillo pañuelo para la cabeza que me dejaba suelto el pelo. Miraba de soslayo al unicornio y sonreía como si estuviera pensando en un secreto. El unicornio era grato de ver, rollizo y blanco, y se alzaba sobre las patas traseras, con un largo cuerno en espiral. Tenía vuelta la cabeza para no mirarme, como si temiera dejarse cautivar por mi belleza. Llevaba una capa pequeña con el escudo de Le Viste y el viento parecía atravesar el dibujo, alzándoles la capa a él y al león rugiente, así como el pañuelo que yo llevaba en la cabeza y el estandarte de Le Viste que sostenía el león.
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