Jean le Viste se hallaba en un extremo de la sala, junto al tapiz de El Olfato, vestido de rojo con ribetes de piel, rodeado de otros caballeros que vestían de la misma manera. Conversarían sobre el Rey y la Corte, cuestiones que nunca me han interesado en exceso. Prefería el lado de la sala de Geneviéve de Nanterre, donde podía contemplar a las damas con sus brocados y sus pieles de visón, zorro y conejo. La señora de la casa vestía, con bastante sencillez, seda azul celeste y piel de conejo gris, y se había colocado muy cerca de Á Mon Seul Désir.

Los tapices eran muy admirados pero, aunque templaban la sala y suavizaban el ruido de tantas personas, no resultaban ya tan llamativos como cuando había estado a solas con ellos. Entendía ahora que una batalla, con el estruendo de caballos y jinetes, podía haber resultado más adecuada para una sala de fiestas, mientras que los tapices del unicornio deberían colgarse en la cámara de una dama. Jean le Viste tenía razón, después de todo.

Traté de no pensar mucho en aquello, y bebí todo el vino especiado que me ofrecieron los criados que lo servían. Al principio me mantuve a un lado, contemplé a los acróbatas y a las damas que bailaban, y comí un higo asado. Luego una aristócrata a la que había hecho un retrato en cierta ocasión me llamó a su lado. Después todo fue más fácil, hablar y reír y beber como lo habría hecho si estuviera en una taberna.

Cuando entró Claude, vestida de terciopelo rojo, rodeada de damas -Béatrice entre ellas- sentí que se me caían los hombros y que los brazos me colgaban a los lados del cuerpo como trozos de cordel. Por supuesto estaba esperando a que apareciese, incluso mientras bebía y coqueteaba y me comía el higo e incluso mientras bailaba una gallarda con una dama muy alegre. Sin duda tenía que aparecer. No era otro el motivo de que yo estuviese allí.

Había mucha gente en la sala y creo que no me vio. Al menos no lo manifestó en absoluto. Estaba más delgada y huesuda que la última vez que la había visto, pero sus ojos eran todavía como membrillos y estaban tan llenos de vida como siempre. Los mantenía fijos en sus damas de honor, en lugar de seguir a los que bailaban, o bien miraba a algo distante, quizá a una de las millefleurs de El Olfato o El Gusto, situados al otro lado de la sala, pero no a las protagonistas de los tapices.

Béatrice me vio y me miró descaradamente con sus grandes ojos oscuros. También había adelgazado. No se inclinó hacia su señora, ni le susurró nada al oído ni me señaló: se limitó a mirarme fijamente hasta que aparté la vista. No traté de acercarme a Claude. Sabía que iba a ser inútil: alguien se interpondría en mi camino, y llamarían al mayordomo para sacarme de la casa y arrojarme a la calle, quizá incluso propinándome de paso unos cuantos golpes. Lo sabía sin que nadie me lo dijera. Sabía ya por qué me había invitado Geneviéve de Nanterre: me había convocado para castigarme.

Pronto cesaron la música y el baile y sonaron las trompetas para dar comienzo a la cena. Claude se reunió con sus padres y algunos invitados más en la mesa principal, la mesa de roble a la que me había subido en una ocasión para medir las paredes. El resto de los invitados ocupaba mesas de caballete a los lados de la sala. Me encontré situado en un extremo, en el sitio más oscuro, el más alejado de Claude. Justo detrás de mí colgaba El Gusto. Enfrente La Vista, con el rostro de Aliénor, dulce y triste, haciéndome compañía.

Un sacerdote de Saint-Germain-des-Prés dirigió la acción de gracias. Luego Jean le Viste se puso en pie y alzó la mano. No endulzó sus palabras, sino que habló sin rodeos, de manera que cuando oí lo que decía, la herida fue limpia y profunda.

– Nos hemos reunido aquí para anunciar los esponsales de Claude, mi primogénita, con Geoffroy de Balzac, miembro de la Noblesse d Epée y premier valet de chambre del Rey. Nos sentiremos orgullosos de llamar hijo a un miembro de tan distinguida familia -extendió la mano y un joven de barba castaña, también sentado en la mesa principal, se puso en pie e hizo una leve reverencia a Jean le Viste y a Claude, que no quitó los ojos de la mesa que tenía delante. Geneviéve de Nanterre no inclinó la cabeza, sino que recorrió con la vista las mesas de caballete hasta llegar a mí, sentado al final. Ahora recibes tu castigo, decía su mirada. Bajé los ojos a mi cuchillo y vi que había cortado el pan con las iniciales CLV y GDB entrelazadas. Aves que encontraban su pareja, sin duda.

Después de aquello dejé de escuchar lo que decía Jean le Viste, aunque alcé la copa con todos los demás en un brindis que no oí. Cuando sonaron las trompetas, los criados trajeron los asados de aves: un pavo real abriendo la cola ante la hembra, un par de faisanes con las alas dispuestas para echar a volar, dos cisnes con los cuellos enlazados. Aquel espectáculo no me produjo ningún placer y tampoco hice intención de utilizar mi cuchillo para servirme. Mis vecinos debieron de pensar, estoy seguro, que no era un comensal muy animado.

Cuando trajeron un jabalí cubierto con panes de oro, supe que no me quedaría a ver los muchos platos anunciados, que no participaría en la bebida y la comida, ni presenciaría tampoco el espectáculo que se prolongaría toda la noche e incluso el día siguiente. No estaba de humor para la fiesta. Me puse en pie y, después de una última mirada a los tapices -porque sabía que no volvería a verlos-, me dirigí discretamente hacia la puerta. Para llegar allí tenía que pasar cerca de la mesa principal y, al hacerlo, un movimiento atrajo mi atención. Claude golpeó de repente la mesa con la mano y su cuchillo cayó al suelo con estrépito.

– ¡Oh! -exclamó. Una de las damas se dispuso a recogerlo, pero ella la detuvo con una risa: la primera manifestación de alegría que le había visto en toda la velada-. Lo recogeré yo -dijo, y procedió a sumergirse bajo la mesa. Quedó oculta: el mantel blanco, adornado con el escudo de Le Viste, llegaba hasta el suelo, escondiendo todo lo que quedaba dentro.

Esperé un momento. Nadie parecía fijarse en mí. Béatrice se hallaba detrás de la silla de su señora, hablando con el criado de Geoffroy de Balzac. Geneviéve de Nanterre conversaba con su futuro yerno. Jean le Viste, aunque vuelto hacia mí, parecía atravesarme con la mirada sin verme. Ya no se acordaba de quién era. Cuando llamó por encima del hombro para pedir más vino, me quité la gorra, la dejé caer, y luego me puse de rodillas para recuperarla. Un segundo después había levantado el mantel y estaba debajo de la mesa.

Claude se había acurrucado, brazos alrededor de las piernas, barbilla sobre las rodillas. Me sonrió.

– ¿Siempre tenéis vuestros rendez-vous debajo de las mesas, mademoiselle? -le pregunté mientras me volvía a colocar la gorra.

– Las mesas están muy bien para esconderse debajo.

– ¿Es ahí donde has estado escondida todo este tiempo, preciosa? ¿Debajo de una mesa?

Claude dejó de sonreír.

– Sabes muy bien dónde he estado. Nunca viniste a buscarme -apoyó la mejilla contra las rodillas, de manera que su rostro quedó oculto. Todo lo que veía era su tocado de terciopelo rojo, bordado de perlas, y el cabello cuidadosamente recogido debajo.

– No sabía dónde estabas. ¿Cómo querías que lo supiera?

Claude se volvió de nuevo hacia mí.

– Sí que lo sabías. Marie-Céleste dijo… -dejó de hablar, la duda arrugándole la frente.

– ¿Marie-Céleste? No la he visto desde la última vez que te vi a ti…, cuando me dieron la paliza. ¿Me enviaste un mensaje con ella?

Claude afirmó con la cabeza.

– Nunca lo recibí. Mintió si te dijo que me lo dio.

– Oh.

– Maldita sea. ¿Por qué mintió?

Claude apoyó la cabeza en las rodillas.

– Tiene sus razones. No me porté muy bien con ella.

Un galgo se metió debajo de la mesa, olfateando en busca de restos, y Claude extendió un brazo para acariciarlo. Al subírsele la manga vi que tenía la muñeca en carne viva, como si se hubiera rascado con uñas furiosas, crecidas más de la cuenta. Suavemente le sujeté el brazo.

– ¿Qué te ha pasado, preciosa? ¿Te has hecho daño tú misma?

Claude retiró la muñeca.

– A veces es la única cosa que me hace sentir. Bueno -continuó, rascándose las heridas-, no importa, de verdad. No hubieras podido sacarme.

– ¿Dónde estabas?

– En un lugar que es un paraíso para mamá y una prisión para mí. Pero en eso consiste la vida de una dama, como he podido descubrir.

– No digas eso. Ya no estás prisionera. Ven conmigo. Escapa de tu fiancé.

Por un momento el rostro de Claude se iluminó como si brillara el sol sobre el Sena, pero al seguir pensando en ello, su cara se oscureció de nuevo, hasta adquirir el turbio color normal del río. Donde quiera que hubiese estado, le habían cambiado el espíritu. Era bien triste verlo.

– ¿Qué hay de mon seul désir? -le pregunté en voz muy baja-. ¿Ya lo has olvidado?

Claude suspiró.

– Ya no tengo deseos. Y ése era de mamá -el perro le olfateó el regazo y Claude le sujetó el hocico con las dos manos-. Gracias por los tapices -añadió, mirando al perro a los ojos-. ¿Te ha dado alguien las gracias? Son muy hermosos, aunque me entristecen.

– ¿Por qué, preciosa?

Me miró fijamente.

– Me recuerdan cómo era antes, toda despreocupada y feliz y libre. Ahora sólo la dama que tiene al unicornio en el regazo se parece a mí: está triste y sabe algo del mundo. La prefiero a las otras.

Suspiré. Al parecer, me había equivocado con todas las damas.

El mantel se agitó una vez más y la niñita de cabellos rojos se metió a gatas debajo de la mesa. Había encontrado el rabo del perro y lo estaba siguiendo hasta su fuente. No manifestó ningún interés por nosotros y se limitó a palmear los lomos del animal con las dos manos, apretándole las costillas. El perro no pareció notarlo: había encontrado un hueso de cordero y lo estaba royendo.