No eran sólo las damas lo que daba tanta fuerza a los tapices, sino también las millefleurs. Las faltas que pudiera haber en los dibujos se esfumaban en aquel campo azul y rojo con miles de flores. Tenía la sensación de hallarme en un prado estival, pese a que en París el día fuese frío y oscuro. Aquellas millefleurs completaban la habitación, y unían a las damas y a sus unicornios, a los leones y a las criadas, y también a mí. Sentí que estaba con todos ellos.

– ¿Qué te parecen? -me preguntó Léon.

– Gloriosos. Son incluso mejores de lo que nunca soñé que pudiera hacerlos.

Léon rió entre dientes.

– Veo que tu orgullo sigue incólume. Recuerda que sólo has sido una parte de su creación. Georges y su taller merecen los mayores elogios -era el tipo de comentario que a Léon le Vieux le gustaba hacer.

– Gracias a ellos a partir de ahora le irán muy bien las cosas a Georges.

Léon negó con la cabeza.

– No le enriquecerán: Jean le Viste es más bien tacaño. Y, por lo que he oído, es posible que Georges tarde en aceptar nuevos encargos. Mi amigo, el mercader de Bruselas, me ha dicho que sólo lo vio borracho o dormido, y que ahora bizquea. De hecho, fue el cartonista quien ayudó a Christine a coser el dobladillo del último tapiz: Georges estaba borracho y la hija acababa de dar a luz -me miró entornando los ojos-. ¿Sabes algo de eso?

Me encogí de hombros, aunque sonreí para mis adentros: Aliénor había conseguido de mí lo que quería.

– No he estado en Bruselas desde mayo pasado, ¿cómo podría saberlo?

– No has estado en Bruselas desde hace nueve meses, ¿eh? -Léon le Vieux movió la cabeza-. Es igual: Aliénor se ha casado con el cartonista.

– Ah.

Mi sorpresa fue mayor de lo que dejé traslucir. Philippe no era tan tímido con las mujeres como yo creía. Sin duda había sido una ayuda presentarle a la prostituta. De todos modos, me alegraba por Aliénor. Philippe era un hombre bueno, bien distinto de Jacques le Boeuf.

– No habéis dicho lo que pensáis de los tapices -comenté-. Vos, que queréis que vuestras mujeres sean reales. ¿Os he…, os hemos hecho cambiar de idea, Georges y yo, y también Philippe?

Léon recorrió otra vez toda la sala con los ojos; luego se encogió de hombros y apareció en sus labios una sonrisa.

– Hay algo en ellas que no había visto ni sentido antes. Entre todos habéis creado, para que vivan esas damas, un mundo completo, aunque no sea nuestro mundo.

– ¿Os tientan?

– ¿Las damas? Non.

Reí entre dientes.

– De manera que no os hemos convertido, a pesar de todo. Las damas no son tan poderosas como creía.

Se oyó un ruido del otro lado de la puerta y Jean le Viste y Geneviéve de Nanterre entraron en la Grande Salle. Hice deprisa una reverencia para esconder mi sorpresa, porque no esperaba ver a la señora de la casa. Al alzar los ojos vi que me sonreía como lo había hecho el día que la conocí, cuando por primera vez coqueteé con Claude: me sonreía como si ya conociera mis pensamientos.

– Veamos, ¿qué opina el pintor de los tapices? -quiso saber Jean le Viste. Me pregunté si había olvidado mi nombre. Antes de que pudiera hablar, añadió-¿Cuelgan a la altura conveniente? Se me ha ocurrido que quizá estuvieran mejor a una braza más por encima del suelo.

Era una suene que no hubiera hablado, porque me di cuenta de que Jean le Viste no quería hablar de la belleza de los tapices ni de la habilidad de los tejedores, sino, más bien, de en qué medida realzaban su.sala. Estudié un momento su colocación. Quedaban del suelo a la distancia de una mano. Eso situaba a las damas casi a nuestra altura. Elevarlos más las alejaría en exceso.

Me volví hacia Geneviéve de Nanterre.

– ¿Qué os parece, madame? ¿Deben estar más altas las damas?

– No -dijo-. No es necesario.

Asentí.

– Creo, monseigneur, que estamos de acuerdo en que la sala resulta admirable tal como se halla.

Jean le Viste se encogió de hombros.

– Servirá para la ocasión.

Se dio la vuelta para marcharse. No pude resistirlo.

– Por favor, monseigneur, ¿qué tapiz os gusta más?

Jean le Viste se detuvo y miró a su alrededor como si sólo en aquel momento se diera cuenta de que los tapices estaban para mirarlos. Frunció el ceño.

– Ése -dijo, señalando El Oído-. La bandera es excelente y el león, noble. Venid -le dijo a Léon le Vieux.

– Voy a quedarme un momento para hablar con Nicolas des Innocents -anunció Geneviéve de Nanterre. Jean le Viste apenas pareció oír, y se dirigió hacia la puerta seguido de Léon le Vieux. El anciano se volvió a mirarme antes de salir, como para recordarme su advertencia anterior acerca de mi comportamiento. Sonreí ante la idea. No me quedaba con la mujer adecuada para hacer fechorías.

Cuando se hubieron marchado, Geneviéve de Nanterre rió en voz baja.

– Mi marido no prefiere ninguno. Ha elegido el tapiz que tenía más cerca, ¿no lo habéis notado? Y no es el mejor: las manos de la dama son poco elegantes y el diseño del mantel es demasiado recto y duro.

Estaba claro que había estudiado los tapices con detenimiento. Al menos no había acusado de gordura al unicornio.

– ¿Qué tapiz os gusta más, madame?

Lo señaló con el dedo.

– Ése -me sorprendió que eligiera El Tacto: esperaba que prefiriese Á Mon Seul Désir. Después de todo, la dama era ella.

– ¿Por qué ése, madame?

– La dama está muy tranquila; tiene el alma en paz. Se halla en un umbral, se dispone a pasar de una vida a otra, y mira feliz hacia el futuro. Sabe lo que le espera.

Pensé en lo que me había servido de inspiración para presentar a la dama de aquella manera: Christine en el umbral del taller, feliz porque iba a tejer. Era tan diferente de lo que Geneviéve de Nanterre acababa de describir que tuve que contener el impulso de corregirla.

– ¿Qué os parece esta otra dama? -señalé a la de Á Mon Seul Désir-. ¿No abandona también un mundo por otro?

Geneviéve de Nanterre no dijo nada.

– La pinté especialmente para vos, madame, con el fin de que los tapices no se ocupen sólo de una seducción, sino que traten también del alma. Si os fijáis, es posible empezar con este tapiz, el de la dama poniéndose el collar, y dar la vuelta a la sala siguiendo la historia de cómo seduce al unicornio. O se puede hacer el recorrido contrario, de manera que la dama diga adiós a cada uno de los sentidos y la historia termine con este tapiz, en el que se quita el collar para guardarlo, y renuncia a la vida corporal. ¿Os dais cuenta de que lo he hecho para vos? Cuando la dama sostiene las joyas de la manera en que lo hace, no sabemos si se las pone o se las quita. Puede ser cualquiera de las dos cosas. Ése es el secreto que he encerrado para vos en los tapices.

Geneviéve de Nanterre negó con la cabeza.

– La dama no parece haber decidido qué es lo que prefiere: si la seducción o el alma. Yo sé lo que prefiero, y me hubiera gustado que su elección quedase reflejada con toda claridad. Tiens, es mejor que los tapices cuenten la seducción del unicornio; a la larga pasarán a mi hija, y a Claude le gustará la seducción -me miró y me sonrojé.

– Siento que no os gusten, madame -lo sentía de verdad. Creía haber sido muy inteligente, pero la inteligencia me había jugado una mala pasada.

Geneviéve de Nanterre se volvió, abarcando una vez más todos los tapices al mismo tiempo.

– Son muy hermosos y eso es suficiente. Sin duda Jean está contento, aunque no lo demuestre, y a Claude le encantarán. Para daros las gracias, me gustaría que acudierais mañana por la noche a la fiesta que celebraremos aquí.

– ¿Mañana?

– Sí, la fiesta de San Valentín. El día en que las aves eligen su pareja.

– Eso dicen.

– Os veremos aquí mañana, entonces -me miró una vez más antes de alejarse.

Le hice una reverencia cuando ya me daba la espalda. Una de las damas de honor miró un instante al interior de la sala y luego se marchó con su señora.

Entonces me quedé a solas con los tapices. Estuve mucho tiempo en la sala, mirándolos y preguntándome por qué ahora me llenaban de melancolía.


No había asistido nunca a una fiesta de la aristocracia. A los pintores no se les suele invitar a esas celebraciones. De hecho, no estaba nada seguro de por qué Geneviéve de Nanterre reclamaba mi presencia. Muy deprisa y con un gasto considerable hice que me confeccionaran una nueva túnica -terciopelo negro con ribetes amarillos- y una gorra a juego. Me limpié las botas y me lavé, aunque el agua estaba helada. Conseguí cuando menos que, al llegar a la casa de la rue de Four, iluminada con antorchas, los criados me permitieran el paso sin pestañear, como si fuera otro noble más. En mi cuarto me había encontrado muy elegante con mi túnica y mi gorra nuevas -y había recibido el aliento de hombres y mujeres en Le Coq d'Or-, pero mientras me dirigía hacia la Grande Salle entre las damas y los caballeros ricamente ataviados que me rodeaban me sentí como un palurdo.

Tres niñas corrían entre los invitados. La de más edad era Jeanne, la que miraba el interior del pozo el día que conocí a Claude, su hermana e hija mayor de Jean le Viste. La segunda se parecía a ella y debía de ser Geneviéve, la menor. La otra niña sólo me llegaba a la rodilla y no se parecía en nada a las Le Viste, aunque era bonita a su manera, con tirabuzones de color rojo oscuro que se le desordenaban por el cuello. Como éramos muchos, una de las veces que pasó cerca de mí se me enganchó entre las piernas, y cuando la enderecé me miró con el ceño fruncido de una manera que me pareció familiar. Pero se fue corriendo antes de que pudiera preguntarle cómo se llamaba.

La sala estaba abarrotada de invitados, con juglares que tocaban, bailaban y hacían acrobacias, y con criados que ofrecían vino y exquisiteces: huevos de codorniz escabechados, chuletas de cerdo, albóndigas decoradas con flores disecadas, incluso frambuesas, de ordinario imposibles de encontrar en invierno.