No lo había hecho; lo vi en su cara. Probablemente Nicolas des Innocents se le habría reído en las narices y se habría tomado su tiempo antes de marcharse.

– ¿Qué vais a hacer, madame? -me preguntó Béatrice.

– ¿Qué hiciste cuando se marchó el artista? ¿Qué le dijiste a Claude?

– Le dije que podía estar segura de que os contaría lo sucedido.

– ¿Te pidió que no me lo contaras?

Béatrice frunció el ceño.

– No. Se rió de mí y se marchó corriendo.

Apreté los dientes. Claude sabe demasiado bien el valor que su virginidad tiene para los Le Viste: ha de estar intacta para que un hombre honorable se case con ella. Aunque no el apellido, su marido heredará un día la riqueza de le Viste. La casa de la rue du Four, el château d'Arcy, los muebles, las joyas, incluso los tapices que Jean ha mandado hacer: todo irá al marido de Claude. Jean lo habrá elegido cuidadosamente y, a su vez, el esposo esperará que Claude sea piadosa, respetuosa, que se la admire y que sea virgen, por supuesto. Si su padre la hubiera sorprendido… Me estremecí.

– Hablaré con ella -dije, pasado ya mi enojo con Béatrice, pero furiosa con Claude por haber arriesgado tanto por tan poco-. Hablaré con ella ahora.

Las damas de honor habían reunido a mis hijas en mi estancia cuando Béatrice y yo regresamos. Geneviéve y Jeanne corrieron a saludarme cuando entré, pero Claude siguió sentada en el hueco de la ventana, jugando con un perrito que tenia en el regazo, pero sin mirarme. Había olvidado qué motivo tenía para reunir a mis otras hijas. Pero las dos, sobre todo Geneviéve, estaban tan deseosas de verme que tuve que inventar algo deprisa.

– Niñas, ya sabéis que los caminos quedarán pronto libres de barro y podremos trasladarnos al château d'Arcy para pasar allí el verano.

Jeanne aplaudió. De las tres, es la que más disfruta en el castillo año tras año. Corre entusiasmada con los niños de las granjas vecinas y apenas se pone los zapatos en todo el verano.

Claude suspiró muy hondo mientras rodeaba con las manos la cabeza del perrillo faldero.

– Quiero quedarme en París -murmuró.

– He decidido que celebremos una fiesta el Primero de Mayo antes de irnos -continué-. Podréis poneros vuestros vestidos nuevos -siempre hago ropa nueva para mis hijas y damas de honor con motivo de la Pascua de Resurrección.

Mis damas empezaron a cuchichear al instante, a excepción de Béatrice.

– Vamos, Claude, ven conmigo; quiero revisar tu vestido. No estoy segura de que me guste el escote -fui hasta la puerta y me volví para esperarla-. Sólo nosotras dos -añadí al ver que mis damas empezaban a moverse-. No tardaremos mucho.

Claude apretó los labios, sin moverse, y siguió jugando con su perro, moviéndole las orejas atrás y adelante.

– O vienes conmigo o rasgaré el vestido de arriba abajo con mis propias manos -dije con dureza.

Mis damas murmuraron. Béatrice me miró fijamente.

– ¡Mamá! -gritó Jeanne.

Claude abrió mucho los ojos y una expresión de furia contenida cruzó su rostro. Se puso en pie y se desprendió con tanta brusquedad del perro que el animal dejó escapar un aullido. Pasó a mi lado y atravesó la puerta sin mirarme. Seguí su espalda erguida a través de las habitaciones que separaban la suya de la mía.

Su cámara es más pequeña, con menos muebles. Por supuesto, no la acompañan la mayor parte del día cinco damas que necesitan sillas y una mesa, además de almohadones, escabeles, fuegos, tapices en las paredes y jarras de vino. El cuarto de Claude no tiene más que una cama adornada con seda roja y amarilla, una mesa pequeña con una silla y un arcón para la ropa. Su ventana da al patio y no a la iglesia como la mía.

Claude fue directamente a su arcón, sacó el vestido nuevo y lo arrojó sobre la cama. Por un momento las dos lo miramos. Era una preciosidad, de seda negra y amarilla en un diseño como de granada, cubierto de tela de color amarillo pálido. Mi vestido nuevo utilizaba el mismo diseño, aunque recubierto de seda de color rojo intenso. Juntas, llamaríamos mucho la atención en la fiesta, aunque ahora que pensaba en ello, lamenté que no lleváramos vestidos completamente distintos, de manera que no se prestaran a las comparaciones.

– No hay ningún problema con el escote -dije-. No quiero hablar de eso contigo.

– ¿De qué, entonces? -Claude fue a colocarse junto a la ventana.

– Si sigues siendo descortés te mandaré a vivir con tu abuela -dije-. No tardará en enseñarte de nuevo a respetar a tu madre -mi madre no vacilaría en utilizar el látigo con Claude, sin importarle que fuese la heredera de Jean le Viste.

Al cabo de un momento murmuró:

– Pardon, mamá.

– Mírame, Claude.

Lo hizo al fin, sus ojos verdes más turbados que furiosos.

– Béatrice me ha contado lo que sucedió con el artista.

Claude puso los ojos en blanco.

– Béatrice es desleal.

– Au contraire, ha hecho exactamente lo que debía. Sigue a mi servicio y es a mi a quien debe lealtad. Pero olvídate de ella. ¿En qué estabas pensando? ¿Y en la cámara de tu padre?

– Lo quiero, mamá -el rostro de Claude se iluminó como si, después de una tempestad, el viento hubiera barrido de pronto las nubes.

Resoplé.

– No seas absurda. Por supuesto que no. Ni siquiera sabes lo que eso significa.

La tormenta reapareció.

– ¿Qué sabéis de mí?

– Sé que no se te ha perdido nada con los que son como él. ¡Un artista es muy poco más que un campesino!

– ¡Eso no es cierto!

– Sabes perfectamente que te casarás con el hombre que tu padre elija. Una boda aristocrática para la hija de un noble. No vas a echarlo todo a perder ni por un artista ni por nadie.

Los ojos de Claude lanzaron llamaradas, su rostro se llenó de rencor.

– ¡Que mi padre y vos no compartáis la cama no quiere decir que yo tenga que secarme y endurecerme como una pera arrugada!

Por un momento pensé en abofetear aquella carnosa boca roja para que sangrara. Respiré hondo.

– Ma fille, está claro que eres tú quien no sabe nada de mi -abrí la puerta-. ¡Béatrice! -grité con tanta fuerza que mi voz se oyó por toda la casa. El mayordomo tuvo que oírla en sus almacenes, el cocinero en su cocina, los mozos de cuadra en los establos, las doncellas en las escaleras. Si Jean estaba en casa, sin duda la oyó en su cámara.

Hubo un breve silencio, como la pausa entre el relámpago y el trueno. Luego la puerta que daba a la habitación vecina se abrió de golpe y Béatrice entró corriendo, las otras damas detrás. Enseguida aflojó el paso al verme en el umbral del cuarto de Claude. Las demás se detuvieron a intervalos, como perlas en una sarta. Jeanne y Geneviéve se quedaron en la puerta de mi habitación, mirando.

Tomé a Claude del brazo y la arrastré sin contemplaciones hasta la puerta, de manera que estuviera frente a Béatrice.

– Béatrice, ya eres la dama de compañía de mi hija. Permanecerás con ella todas las horas del día y de la noche. Irás con ella a misa, al mercado, a las visitas, al sastre, a sus lecciones de baile. Comerás con ella, cabalgarás con ella y dormirás con ella, no en un gabinete cercano sino en su misma cama. Nunca te apartarás de su lado. Tampoco cuando utilice el orinal -una de mis damas dejó escapar un grito ahogado-. Si estornuda, lo sabrás. Si eructa o ventosea, lo olerás -Claude lloraba ya-. Sabrás cuándo sus cabellos necesitan el peine, cuándo le llega la regla, cuándo llora.

»En la fiesta del Primero de Mayo será misión tuya, Béatrice, y de todas mis damas, cuidar de que Claude no se acerque a ningún varón, ni para hablar con él, ni para bailar, ni tan siquiera para estar a su lado, porque no es posible fiarse de ella. Que pase una velada bien desagradable.

»Pero primero, la lección más importante que ha de aprender mi hija es el respeto a sus padres. Con ese fin la llevarás de inmediato a Nanterre con mi madre durante una semana; y enviaré un mensajero para decir a su abuela que utilice el látigo si es necesario.

– Mamá -susurró Claude-, por favor…

– ¡Silencio! -miré con dureza a Béatrice-. Entra y hazle el equipaje.

Béatrice se mordió los labios.

– Sí, madame -dijo, bajando los ojos-. Bien sûr -se deslizó entre Claude y yo hasta situarse junto al arcón lleno de vestidos.

Salí de la habitación de Claude y me dirigí hacia la mía. Al pasar junto a cada una de mis damas, procedieron a colocarse en fila india detrás de mí, hasta que fui como una pata delante de sus cuatro patitos. Cuando llegué a mi puerta, mis otras dos hijas estaban allí juntas, la cabeza baja. También me siguieron cuando entré. Una de mis damas cerró la puerta. Entonces me volví.

– Recemos para que el alma de Claude pueda salvarse aún -dije mientras contemplaba la expresión solemne de todas ellas. A continuación nos arrodillamos.

2. Bruselas

Pentecostés de 1490

Georges de la Chapelle

Supe, tan pronto como lo vi, que no me iba a gustar. De ordinario no juzgo tan deprisa; eso se lo dejo a mi esposa. Pero, nada más entrar con Léon le Vieux, examinó mi taller como si fuera una sórdida callejuela de París en lugar de la rue Haute que da a la place de la Chapelle: un emplazamiento perfectamente respetable para un lissier. Luego, con su túnica bien cortada y ajustadas calzas parisienses, no se molestó en mirarme a los ojos, sino que contempló a Christine y a Aliénor mientras se movían por la habitación. Demasiado seguro de sí, pensé. Sólo nos traerá problemas.

Me sorprendió que hubiera venido. Llevo treinta años en este oficio y nunca he encontrado un artista que venga desde París para verme. No hace ninguna falta: sólo necesito sus dibujos y un buen cartonista como Philippe de la Tour para ampliarlos. Los artistas no le sirven de nada a un lissier.