Jean no ha venido a mi cama desde hace meses. Siempre se ha mostrado ceremonioso conmigo en presencia de otras personas, como corresponde a nuestra categoría. Pero en otro tiempo era cariñoso en la cama. Después del nacimiento de Geneviéve empezó a visitarme con más frecuencia incluso, con el deseo de engendrar por fin un heredero varón. Quedé encinta varias veces, pero siempre se malograba todo en los primeros meses. En estos dos últimos años no ha habido señal alguna de embarazo. De hecho perdí la regla, aunque a él no se lo dije. De algún modo lo descubrió, sin embargo, por Marie-Céleste o por una de mis damas: puede, incluso, que haya sido Béatrice. Nadie sabe lo que es la lealtad en esta casa. Jean vino a verme una noche después de conocer la noticia, dijo que le había fallado en el deber más importante de una esposa y que no volvería a tocarme.
Tenía razón. Le había fallado. Lo veía en los rostros de los demás: en el de Béatrice y en los de mis otras damas, en el de mi madre, en los de nuestros invitados, incluso en el de Claude, que es parte del fallo. Recuerdo que cuando tenía siete años vino a mi dormitorio después de que diera a luz a Geneviéve. Miró a la criatura envuelta en pañales que tenía en brazos y, cuando supo que no era varón, hizo un gesto desdeñoso y dio media vuelta. Por supuesto ahora quiere a Geneviéve, pero preferiría tener un hermano y a un padre satisfecho.
Me siento como un pájaro que, herido por una flecha, ya no puede volar.
Sería una muestra de clemencia que se me dejara entrar en religión. Pero Jean no es un hombre compasivo. Y todavía me necesita. Aunque me desprecie, sigue queriéndome a su lado cuando cena en casa y cuando tenemos invitados o vamos a palacio para estar con el Rey. No parecería bien que el asiento al lado del suyo quedara vacío. Además se reirían de él en la Corte: el noble cuya esposa se escapa a un convento. No; sabía que el padre Hugo tenía razón; Jean puede no quererme, pero le parece necesario que esté a su lado. La mayoría de los hombres haría lo mismo; las mujeres de edad que ingresan en la vida conventual son de ordinario viudas, no esposas. Muy pocos maridos las dejan marcharse, por graves que hayan sido sus pecados.
A veces, cuando voy caminando hasta el Sena para contemplar el Louvre en la otra orilla, pienso en arrojarme al agua. Por eso mis damas están siempre tan cerca. Lo saben. Acabo de oír a una de ellas ahora mismo, resoplando, aburrida, a mi espalda. Por un momento me compadezco de ellas, condenadas a aguantarme.
Por otra parte, gracias a estar conmigo tienen ropa y comida de calidad, y un buen fuego por las tardes. A sus bollos se les pone azúcar abundante y el cocinero es generoso con las especias -canela, nuez moscada, macis y jengibre- porque guisa para nobles.
Dejé que el rosario se me cayera al suelo.
– Béatrice -llamé-, recógemelo.
Dos de mis damas me ayudaron a ponerme en pie y Béatrice se arrodilló para recuperar el rosario.
– Querría hablar un momento con vos, madame -me dijo en voz baja mientras me lo devolvía-. A solas.
Era probablemente algo sobre Claude. Ya no necesitaba una nodriza que la cuidase, como sucede con Jeanne y Geneviéve, sino una dama de honor. Le he estado cediendo a Béatrice para ver qué tal se llevan. Y podría prescindir de ella; mis necesidades son muy pocas ya. Una mujer que comienza a vivir precisa más que yo de una buena dama. Béatrice todavía me cuenta todo sobre Claude, ayudándome así a prepararla para la vida adulta y evitar que cometa errores. Pero un día Béatrice se quedará con su nueva señora y ya no volverá.
Esperé a que saliéramos y pasásemos la gran puerta del monasterio. Al abandonar el recinto y llegar a la calle, dije:
– Me apetece dar un paseo hasta el río. Béatrice, ven conmigo; las demás volved a casa. Si veis a mis hijas decidles que vayan después a mi cuarto. Quiero hablar con ellas.
Antes de que pudieran responder nada, cogí a Béatrice del brazo y torcí hacia la izquierda, por el camino que lleva al río. Las otras damas tenían que torcer a la derecha para volver a casa. Aunque hicieron ruidos de desaprobación, sin duda me obedecieron, porque no oí que nos siguieran.
Los viandantes de la rue de Seine se sorprendieron al ver a una dama de la nobleza sin séquito. Para mí era un descanso no tener a mis damas aleteando a mi alrededor como una bandada de urracas. A veces pueden ser ruidosas y pesadas, sobre todo cuando busco un poco de paz. No durarían ni un día en un convento. Nunca las llevo conmigo cuando visito Chelles, excepto a Béatrice, por supuesto.
Un caballero que pasaba por el otro lado de la calle con su escribiente me hizo una reverencia tan profunda que la copa de su sombrero me impidió descubrir quién era. Sólo al enderezarse lo reconocí como Michel d'Orléans, que trata a Jean en la Corte y ha cenado con nosotros.
– Dame Geneviéve, estoy a vuestra disposición -dijo acto seguido-. Decidme dónde debo acompañaros. Nunca me perdonaría haber permitido que pasearais sola por las calles de París. ¿Qué pensaría de mi Jean le Viste si hiciera semejante cosa? -me miró directamente a los ojos todo el tiempo que su audacia le permitió. En una ocasión me había hecho saber con toda claridad que podíamos ser amantes si yo así lo deseaba. Yo no lo deseaba, pero en las pocas ocasiones en las que nos encontrábamos, sus ojos seguían haciéndome la misma pregunta.
Nunca he tenido un amante, aunque muchas mujeres cedan a la tentación. No quiero dar a Jean motivos para maltratarme. Si cometiera adulterio, mi esposo tendría libertad para casarse en segundas nupcias e intentar engendrar un hijo varón. No estoy tan ansiosa de tener compañía en la cama como para arrojar mi título por la borda.
– Gracias, monsieur -dije, sonriendo amablemente-, pero no estoy sola; tengo aquí a una de mis damas para que me acompañe hasta el río. Nos gusta ver los barcos.
– En ese caso, os acompañaré.
– No, no; sois demasiado amable. De la presencia de vuestro escribiente deduzco que vais de camino para atender algún asunto importante. No quisiera deteneros.
– Dame Geneviéve, nada es más importante que estar a vuestro lado.
Sonreí una vez más, aunque con más firmeza y menos amablemente.
– Monsieur, si mi esposo descubriera que descuidáis vuestro trabajo para el Rey y la Corte sin otra razón que acompañarme, se disgustaría mucho conmigo. Estoy segura de que no querréis que se enoje con esta pobre servidora vuestra.
Ante aquella posibilidad, Michel d'Orléans dio un paso atrás, cariacontecido. Cuando se hubo disculpado varias veces y se puso de nuevo en camino, Béatrice y yo nos echamos a reír. No nos habíamos reído así desde hacía bastante tiempo, y aquello me recordó cómo nos reíamos todo el tiempo cuando éramos más jóvenes. Iba a echarla de menos cuando se conviniera en dama de honor de Claude. Se quedaría con ella a no ser que mi hija le permitiera casarse y abandonar el puesto.
Por el río la navegación era intensa en ambas direcciones. En la orilla opuesta, unos ganapanes descargaban sacos de harina destinados a las muchas cocinas del Louvre. Los contemplamos durante algún tiempo. Siempre me ha gustado ver el Sena, que encierra la promesa de una escapatoria.
– Tengo algo que contaros sobre Claude -dijo entonces Béatrice-. Se ha portado muy estúpidamente.
Suspiré. No quería saberlo, pero era su madre y me correspondía.
– ¿Qué ha hecho?
– ¿Os acordáis de aquel artista, Nicolas des Innocents, encargado de dibujar los tapices para la Grande Salle?
Mantuve los ojos en una manchita de luz sobre el agua.
– Lo recuerdo.
– Mientras estabais fuera la encontré a solas con él, bajo una mesa.
– ¡Bajo una mesa! ¿Dónde?
Vaciló, el temor reflejado en sus grandes ojos. Béatrice viste bien, como todas mis damas. Pero ni siquiera la mejor seda tejida con hilo dorado y salpicada de joyas consigue que su rostro pase de insignificante. Quizá sus ojos sean alegres, pero tiene las mejillas chupadas, la nariz chata y una piel que enrojece ante la menor contrariedad. Ahora se había puesto colorada.
– ¿En su cuarto? -apunté.
– No.
– ¿En la Grande Salle?
– No -mis sugerencias la molestaban, de la misma manera que a mí sus vacilaciones. Me volví y contemplé de nuevo el río, reprimiendo mi deseo de gritarle. Siempre es mejor ser paciente con Béatrice.
Dos individuos pescaban en una barca no lejos de donde nos encontrábamos. Sus sedales estaban flojos, pero no parecía molestarles: charlaban y reían con animación. No nos habían visto y me alegré, porque nos hubieran hecho reverencias y se habrían apartado al advertir nuestra presencia. Hay algo alentador en el espectáculo de una persona ordinaria que es feliz.
– Fue en la cámara de vuestro esposo -dijo Béatrice en un susurro, aunque nadie podía oírla excepto yo.
– Sainte Vierge! -me santigüé-. ¿Cuánto tiempo estuvo a solas con él?
– No lo sé. Nada más que unos minutos, creo. Pero estaban… -Béatrice se detuvo.
Sentí verdaderos deseos de zarandearla.
– ¿Estaban?
– No del todo…
– ¿Qué hacías tú mientras tanto, por el amor de Dios? ¡Se suponía que no ibas a perderla de vista! -había dejado a Béatrice con Claude precisamente para evitar una cosa así.
– ¡Claro que estaba allí! Consiguió zafarse de mí, la muy desvergonzada. Me pidió que fuese a comprarle… -Béatrice agitó el rosario-, ¡da lo mismo! Pero no perdió la virginidad, madame.
– ¿Estás segura?
– Sí. Nicolas no…, no se había quitado la ropa.
– Pero ¿mi hija sí?
– Sólo a medias.
Furiosa como estaba, una parte de mí quería reírse de la desfachatez de Claude. Si Jean los hubiera sorprendido… No me atreví a pensar en ello.
– ¿Qué hiciste?
– ¡Lo despedí con cajas destempladas! Eso fue lo que hice.
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