– ¿Cómo es, dulce chérie, que cada idea que sale de tu mente se convierte al instante en práctica? Si hubiese sido yo quien tuviese la idea de adquirir un bello palacio aquí en la Toscana que no contase con más de quince estancias, al momento dirías que era una idea alocada y fantástica.

– Pues claro que sí -señaló Leigh-. No vamos a comprar Cold Tor. Ya te pertenece.

S.T. exhaló un suspiro.

– Así que quieres volver a la seria Inglaterra, ¿eh? Me pediste que te convirtiese en una romántica y he fracasado estrepitosamente. Te mostré Roma a la luz de la luna, y tú citaste a los filósofos estoicos. En Sorrento solo pensaste en tortugas.

– ¡La cacerola era de cobre, Seigneur! Si el cocinero hubiese dejado la sopa de tortuga en su interior durante la noche, nos habría envenenado a todos. Pero Sorrento era un lugar precioso.

– Tortugas -repitió él con aire sombrío.

– Y me encantó Capri. Y Ravello.

– Pero no quisiste ir a contemplar el atardecer desde el monte Stella.

La joven se quedó boquiabierta.

– ¡Eso es una exageración si no te importa! Porque jamás olvidaré cómo el mar se volvió dorado y la luz cubrió las rocas. Y, desde aquel monte tan alto y empinado, parecía que se pudiese lanzar una piedra directamente al fondo del agua. Lo único que dije fue que debíamos regresar antes de que se hiciese noche cerrada, por los forajidos que pueblan aquellos bosques.

– ¡Forajidos! -S.T. se echó hacia delante-. Creo que yo no tendría problema alguno al enfrentarme a ellos, ¿verdad que no? Porque soy uno de ellos, corazón mío.

Las comisuras de la boca de Leigh se alzaron en una sonrisa. La joven bajó la mirada con recato.

– Está claro al menos que he logrado cometer una locura romántica en mi vida: huir en compañía de un forajido. Mi pobre madre habría derramado lágrimas.

S.T. no se dejó impresionar y soltó un resoplido.

– Eso no es nada. Escúchame, cara, esto es un verdadero desastre. ¡Veintiséis dormitorios! Yo sé qué pasará ahora. Te pondrás a organizarlo todo. Te convertirás en una madre ejemplar, excepcional. Hablarás todo el tiempo de piojos en los colchones, de la cocinera, de las criadas y de las hipotecas. Te colgarás un llavero con muchas llaves de la cintura y las harás sonar con autoridad. Tendremos una institutriz y un huerto de verduras. Serás aterradora.

La joven mantuvo la mirada baja y apretó los labios para reprimir una sonrisa.

– Claro que tendremos un huerto, pero no llevaré las llaves si tú no quieres.

– Molto prammatica, signora Maitland -dijo él con severidad-, pero antes de abandonar Italia quiero que tengas algún pensamiento que no sea práctico.

Leigh miró los cascos del caballo. Lentamente, levantó los ojos y recorrió la curva de la grupa del animal, la bota de cuero del Seigneur, la forma en que su pierna descansaba sobre el lomo del animal. Su mirada se detuvo en el desnudo pecho bajo el rayo de sol. Dibujó una sonrisa llena de picardía y buscó sus ojos.

S.T. ladeó la cabeza y Leigh sintió que se ruborizaba ante aquella mirada escrutadora. Estaba a punto de bajar la vista y mirar para otro lado, cuando la comprensión se reflejó en el rostro del hombre. A continuación enarcó las malévolas cejas, y en su boca se dibujó lentamente una sonrisa.

– Ay, Sunshine… eso sí que no tiene nada de práctico.

Leigh agachó la cabeza.

– No sé de qué me hablas.

– Poco práctico, pero provocador.

Leigh se aclaró la garganta.

Él se echó hacia atrás y apoyó los codos en la grupa de Mistral.

– Los franceses tienen un nombre para eso.

Leigh le dirigió una mirada pícara.

– ¡Cómo no!

– Liaison à cheval -murmuró al tiempo que balanceaba las botas hacia delante y hacia atrás. Las orejas de Mistral se elevaron hacia atrás.

– Me parece que acabas de inventarlo.

– He empleado la forma más delicada.

Se enderezó con un movimiento fácil. Mistral se acercó hacia ella de lado, pero Leigh se apartó sacudiendo la cabeza.

– No ha sido más que un pensamiento absurdo.

– Escandaloso -concedió él-. Ahí tienes el montadero.

– No, Seigneur, la verdad es que…

Mistral se movió para cortarle la retirada. Entre suaves resoplidos, el rucio se hizo a un lado con la cabeza erguida y la acorraló entre la pared y el montadero de mármol negro veteado con elegantes escalones.

– No lo decía en serio -dijo Leigh-. Esto es ridículo.

S.T. alargó el brazo hacia ella y le agarró la mano, se la llevó a los labios y le besó los dedos.

– Sube, amante mia.

– Mi estado…

El hombre emitió una especie de aullido y apretó su mano contra la boca.

– Sí, me hace desearte… -dijo tras sus dedos- en este mismo instante.

– Puede venir alguien -respondió ella sin aliento.

– Acalla esos prácticos pensamientos. No vendrá nadie, son italianos.

– Sí, italianos. Con el espíritu nacional más sociable de todos.

– Ah, pero somos demasiado extravagantes para que se preocupen por nosotros. Es muy triste esto de que el marido pierda el sentido por su preciosa mujer. -Su mano la obligó a subir el primer escalón-. Un auténtico escándalo. Ella debería andar por ahí con el cortejador de su elección como cualquier dama que se precie, pero el esposo la obliga a pasarse las mañanas en una sala de montar, contemplándolo hasta que está a punto de volverse loca de aburrimiento. -Le cogió la mano una vez más y la ayudó a subir a lo alto del montadero-. Me temo que ya nos consideran unos raros y unos indecentes, cariño. Por fortuna, somos ingleses, y todo se nos perdona.

Leigh llegó a la parte superior del montadero; estaba casi a la altura de los ojos de S.T. Mistral se acercó de lado, y a continuación se echó hacia atrás hasta que el hombre estuvo a la misma altura que ella. Leigh miró al caballo con desconfianza.

S.T. adelantó la pierna.

– Pon el pie sobre mi tobillo. No… ese no. El derecho. ¿Cómo va a funcionar esto si te pones a mis espaldas, tontita mía? Aquí delante. Vamos dame los brazos, a… ¡arriba! ¡Mistral! -La agarró cuando el caballo hizo un extraño para apartar de su cuello el vestido de Leigh. La joven soltó un gemido y cayó en el lugar adecuado, de cara al torso de S.T.; se agarró con fuerza cuando el caballo agachó la cabeza y dio un nervioso salto. Deslizó las piernas sobre las de S.T. y le rodeó con ellas la cintura; se fue hacia atrás, pero él la apretó con fuerza contra sí mientras se asía con una mano de las crines de Mistral y seguía el movimiento del caballo a la vez que los mantenía a ambos sobre sus lomos-. ¡So… so… Mistral! Pórtate civilizadamente, viejo villano -musitó cuando el caballo inició un suave trote.

Leigh, asustada, se agarró y dejó colgar los pies, para contrarrestar el incómodo movimiento. Se sentía como un saco de harina que diese botes entre el techo y el suelo. Una de las zapatillas se le cayó; la otra le quedó colgada de un dedo. Cubierta por los volantes de la enagua y la bata, rebotaba contra el cuello y los omóplatos de Mistral y contra el sólido cuerpo de S.T.

– Relájate -le dijo él al oído-. Me lo pones muy difícil.

Soltó las crines de Mistral y la atrajo hacia sí. Leigh dio un chillido horrorizada al ampliarse el espacio con aquel movimiento de él, pero el brazo de S.T. la ciñó y la forzó a seguir el movimiento de su torso y amoldarse a él hasta que se convirtieron en una única entidad que se movía al unísono.

– Entrégate a mí, cara -murmuró él-. No opongas resistencia. Sé suave… sé moldeable… acomódate aquí. Tú no hagas nada.

La acurrucó entre sus brazos con la mejilla apoyada sobre el hombro de él. Leigh se dio cuenta de que estaba rígida y tensa, que trataba de contrarrestar todos los movimientos de él.

– Ten fe, Sunshine -dijo S.T.-. Déjate ir y confía en mí.

La zapatilla que le quedaba se desprendió de su pie. De pronto, el movimiento de Mistral pareció perder rigidez, la espalda de Leigh dejó de dar incómodos golpes contra el animal, y sintió que flotaba; acurrucada contra el pecho de él y mecida sin esfuerzo por el ritmo fluido del trote del caballo.

Dibujaron la circunferencia de la pista de montar una vez, y Leigh sintió los pequeños cambios en la pierna de él que hicieron que Mistral cambiase el paso y se volviese en la otra dirección. Trazaron la figura de un ocho que se convirtió en una serpentina al ir dibujando curvas y recorrer la pista de montar en toda su longitud. Por encima del crujido que hacían sus enaguas, oía el ruido de los cascos de Mistral. La respiración del caballo era cada vez más suave hasta convertirse en un resoplido tranquilo y uniforme que seguía el ritmo de sus pisadas. Las paredes de la escuela de equitación giraban a su alrededor ora oscuras ora brillantes según los haces de luz que se filtraban en el interior.

Dibujaron un nuevo círculo, que se fue haciendo cada vez más pequeño, y después volvieron a salir hasta el borde en una nueva espiral. Leigh vislumbró la figura de Nemo que, tumbado sobre la corteza junto a la escalera, dormía despreocupadamente. La coleta de S.T. le rozaba la mano con la cadencia que marcaba el paso del animal. Su propio pelo se había soltado y caía sobre su mejilla cada vez que los hombros del caballo se elevaban y marcaban la caída libre de su cuerpo en suspensión antes de la siguiente zancada.

Sí, aquello era como flotar; como elevarse sin dificultad sobre la tierra, rodeados de una brisa suave y veloz como el ala de un pájaro mientras giraban en torno a la pista.

S.T. la apretó con más fuerza, echó ligeramente hacia atrás el peso del cuerpo, y el caballo se detuvo en medio del círculo.

Leigh exhaló un largo suspiro. Apoyó la frente en el hombro de S.T. y, entre risas, afirmó: