Él levantó una mano y se rascó la oreja, el encaje de blonda de los puños cayó elegantemente de su muñeca.

– Sí, claro -dijo en tono compungido-. Es que mis virtudes son auténticos diablos escurridizos, completamente imposibles de atrapar.

Leigh abrió la mano sobre la falda y se alejó un paso de él.

– El valor es una virtud, ¿no es cierto?

S.T. volvió la cabeza hacia ella. Su rostro estaba en la sombra; el terciopelo de su chaqueta brillaba con una tonalidad dorada apagada allí donde la luz le rozaba el brazo.

– Una de las principales.

Leigh añadió:

– Qué raro, entonces, que yo a menudo desease que no tuvieses tanto.

– No lo sé -dijo él, desconcertado-. Quizá no tenga tanto como tú crees.

Ella soltó una risa inevitable.

– O puede que tengas más. Que Dios ayude a quien te espere con preocupación.

Detrás de ella, S.T. inició un movimiento; su espada de gala hizo un ruido metálico al chocar contra la columna de mármol. El minueto se alzó en una alegre pirueta antes de llegar a su conclusión. Entre el sonido de los lejanos aplausos de los invitados, Leigh cerró la mano en torno al abanico doblado y aplastó las plumas que lo adornaban.

– ¿Me quieres un poco? -preguntó de repente.

– Sunshine… te amo. Te adoro. Pero no puedo quedarme en este estado. Así no.

Leigh inclinó la cabeza y jugueteó con el abanico.

– Me pregunto, Seigneur, si las virtudes son tan importantes, si ofrecer lo mejor de uno mismo es tan imperativo… ¿Cómo es posible que yo despertase esos sentimientos en ti? -Dirigió la mirada al parque y se mordió el labio-. Porque lo cierto es que lo único que has visto de mí han sido mis horribles cicatrices.

– Tú eres Sunshine.

Leigh lo miró por encima del hombro.

– ¿Es esa la razón por la que me amas? ¿Mi aspecto físico?

– ¡No!

– ¿Entonces por qué? ¿Qué virtudes ves en mí? ¿Qué es lo mejor que yo te he ofrecido?

– Tu propio orgullo -respondió-. Tu perseverancia. Tu corazón orgulloso.

Leigh sonrió con ironía.

– Si lo que despierta tu admiración es el orgullo y el valor incondicional, Seigneur, podrías depositar tu amor en un miembro de la guardia real.

– No es solo eso. -S.T. se acercó y la agarró del hombro-. Ni mucho menos.

– ¿No? ¿Qué más te he dado yo de lo mejor que hay en mí? -Se mordió el labio-. ¿Acaso la amargura, la venganza y el dolor tienen tanto encanto? ¿Qué he hecho yo que esté a la altura de la fama que tienes tú por tu habilidad para la doma de caballos, por tu máscara, tu espada y por todas tus célebres hazañas, Monseigneur de Minuit?

La mano de él la apretó. Sintió su respiración, rápida y profunda, en su piel desnuda. Tenía la cabeza inclinada, el rostro vuelto hacia el cabello de ella sin llegar a rozarlo por completo.

– Orgullo y valor. Belleza. Todo eso, y… -Apretó la boca contra el pelo de ella-. No sé, no sé explicarlo.

Leigh se apartó de él y se volvió. Abrió el maltratado abanico y miró fijamente la escena allí pintada.

Él hizo un gesto como para volver a asirla. Después dejó caer la mano.

– Eres Sunshine -dijo con cuidadoso énfasis-. Sunshine y valiente y… -Hizo una breve pausa-. Pero no se trata de eso. No se trata de nada de eso.

Más allá del pórtico, al otro lado del invisible césped, el lago reflejaba levemente la luz de las estrellas y de las lejanas farolas.

S.T. fijó la mirada en aquella oscuridad. Sacudió la cabeza y soltó una risa vacilante y ahogada.

– Eres la única mujer que ha pronunciado la palabra «juntos».

Leigh levantó el rostro y lo miró.

La lejana luz iluminó la expresión del rostro de él cuando sus miradas se cruzaron, parecía que acabase de oír por primera vez sus propias palabras. En su rostro se reflejaba el descubrimiento, la sorpresa tranquila, la comprensión.

– Sí, juntos -susurró Leigh, tensa y sacudida por los temblores-. Codo con codo. Como una familia.

– Leigh. -Su voz sonaba desesperada-. No sé cómo. Nunca… jamás he… a nadie… ¡no sé cómo hacerlo!

– ¿Cómo hacer qué? -preguntó ella, atónita.

– ¡Cómo quedarme! ¡Cómo formar parte de una maldita familia! Por Dios bendito. Lo único que sé es lo que he sido hasta ahora. Lo he intentado y tú… tú te has burlado de todo lo que he intentado; te digo que te amo, y tú me contestas que no sé nada del amor. Te he mostrado lo mejor de mí. He peleado, he cabalgado, lo he hecho todo lo mejor que he sabido, y no ha sido suficiente. Y ahora, ahora que he vuelto a perderlo todo, ahora que no soy más que… -hizo un gesto lleno de furia- más que una sombra. Que no soy más de lo que era cuando llegaste a mí… ahora dices que me quieres. Si eso es lo que «juntos» significa, si eso es el amor, entregarme a ti por debilidad…, Leigh… no puedo. No puedo hacerlo.

Ella lo miró. Una alegre música llegaba a través del aire.

– Seigneur -dijo-. Me encanta la allemande, baila conmigo.

– No puedo… mi equilibrio.

– Yo soy tu equilibrio. -Y cerró los dedos con fuerza en torno a los de él.

Él intentó apartarse, pero después apretó con fuerza sus manos y se las acercó a los labios.

– Dios, eres… eres… ¿qué puedo darte yo a cambio?

– Dame tu alegría, Seigneur. -Apoyó la frente sobre las entrelazadas manos de ambos-. Sí, dame tu alegría. Puedo continuar sola si no me queda otro remedio. Y lo soportaré, claro que sí, soy demasiado fuerte para venirme abajo. Me haré vieja y me convertiré en una roca si rae dejas ahora. Nunca levantaré la mirada para verte jugar con el lobo; nunca te oiré llamarme esas cosas tan dulces en francés; jamás aprenderé a ganarte al ajedrez. -Sacudió la cabeza con vehemencia-. Por favor… baila conmigo. Llévame a Italia. Píntame entre las ruinas a medianoche. Deléitame con tus locas ideas, tus heroicidades irresponsables y tus locuras románticas e imposibles. Yo seré tu ancla. Seré tu equilibrio. Seré tu familia. No permitiré que te caigas.

S.T. abrió las manos. Deslizó los dedos por las mejillas de Leigh y le cogió el rostro con las palmas de las manos.

Ella sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas ardientes.

– Estoy tan cansada del dolor y del odio… -Inclinó la cabeza y se echó unos pasos hacia atrás para mirarlo a los ojos-. Yo también quiero tener la oportunidad de darte lo mejor de mí.

A lo lejos, más allá del lago, una grulla soltó un graznido que sonó de lo más exótico con el clavicémbalo de fondo. S.T. levantó la mano y secó una solitaria lágrima que se deslizaba por la mejilla de Leigh.

La joven se mordió el labio. Las lágrimas, imposibles de detener, anegaron sus ojos.

– Lo cierto es, monseigneur… que yo te necesito más de lo que tú me necesitas a mí.

Él guardó silencio y su mano, cálida en el aire de la noche, no se apartó del rostro de Leigh.

– No dejes que eso me suceda. -Las palabras de Leigh temblaron en el aire-. No permitas que me convierta en lo que me convertiré si no estás conmigo.

– Sunshine -dijo él con voz ronca.

– Así me llamaba mi padre, Sunshine, su rayo de sol. -Mantuvo el cuerpo inmóvil y no apartó la mirada del rostro de él-. Si te alejas de mí, Seigneur… -Abrió las manos con un gesto de impotencia-. Dime, ¿cuándo seré de nuevo ese rayo de sol?

S.T. se inclinó hacia ella y rozó apenas con su boca las comisuras de los labios de Leigh.

– Siempre -susurró-. Siempre. Sonríe para mí.

Temblorosa, Leigh tomó aire, sus labios se estremecieron al apretarlos con fuerza.

– Me temo que ha sido un intento muy pobre. -Apoyó las manos en los hombros de ella y le dio una pequeña sacudida-. Inténtalo de nuevo, Sunshine. Me has pedido que baile contigo, así que será mejor que cultives tu sentido del humor.

Epílogo

Fuera del silencioso interior de la escuela de equitación, las campanas de Florencia llenaron el aire de la mañana con toques agudos y rápidos, y bajo ellos, notas profundas y lentas que marcaban el ritmo del paso del caballo. Leigh miró desde el balcón con arcos hacia la escuela, con las manos apoyadas en la ancha balaustrada de piedra. Contempló al jinete y su montura, que se movían sin prisas a un trote lento alrededor de la enorme pista de forma ovalada cubierta de cortezas de árbol. Sus movimientos eran tan metódicos y suaves como los de un caballo de juguete, y atravesaban los rayos de sol que se proyectaban desde las ventanas en lo alto entre el brillo de las motas de polvo en suspensión.

Mistral no llevaba bridas. S.T. montaba a pelo, con tan solo las botas y los pantalones de montar puestos, y llevaba el cabello de reflejos dorados y oscuros recogido en una coleta que caía descuidadamente entre los hombros. El caballo frenó, dio tres pasos hacia atrás y realizó un demi-tour perfecto entre dos pistas; para ello dibujó una media circunferencia con las patas delanteras sobre otra descrita con las patas traseras, antes de recuperar el trote suave y salir en otra dirección. El hombre que llevaba a lomos daba la impresión de no hacer el menor movimiento.

Leigh sonrió y apoyó la barbilla en una mano. En el balcón para los espectadores solo estaban ella y Nemo, que yacía dormido en un fresco rincón. Nadie aparecía por allí ahora; en una muestra de hospitalidad italiana, S.T. había recibido la invitación de uno de sus íntimos amigos florentinos para utilizar aquel palazzo a su conveniencia. Los oscuros aposentos y la escuela de equitación estaban a su completa disposición. El marqués le había dicho que S.T. podía disponer a su voluntad del palacio vacío, ya que su familia y los animales de su cuadra pasaban el verano en la casa de campo de las colinas.

Era el lugar y la hora del día en que ella sabía que encontraría a S.T. sin compañía. Él estaba convencido de que era gracias a la equitación que mantenía el equilibrio, que haber pasado un mes en Londres sin montar era lo que había desencadenado de nuevo aquel padecimiento suyo. Leigh no estaba tan segura como él, pero veía la lógica de aquel convencimiento. La idea había surgido de ella en un momento de reflexión, cuando se le ocurrió decir que si el mar bravío tenía efectos curativos sobre él, quizá un movimiento más suave pero constante también los tendría. S.T. se había aferrado a aquella idea como un marinero a punto de ahogarse se aferra a un tronco que flota en el agua. A la joven le habría resultado imposible después de aquello mantenerlo alejado de un caballo, aunque estuviese preocupada por su salud. Tan pronto como le comunicó la idea, S.T. había mandado ensillar una de las tranquilas jacas del señor Child. Tras una larga discusión, y gracias a la insistencia de Leigh de que no saliese a cabalgar al aire libre, se pasó horas trazando círculos al trote, con la mano agarrada al asa de la silla mientras un anciano lacayo sostenía la larga brida.