– No, gracias -fue todo lo que dijo.

Los hombros de la joven se relajaron de forma casi imperceptible. S.T. se afanó en pelar otro diente de ajo. Notaba cómo le hervía la sangre ante esa leve indicación del enorme alivio de ella. Echó el ajo al puchero con pergamino y todo, puso ambas manos sobre la mesa y se las miró. Diez dedos ligeramente manchados de pintura. Dos brazos, un rostro… ¿Tanto había cambiado? Ninguna mujer se había quejado jamás de él, ni de su aspecto ni tampoco de su capacidad como amante. Y nunca, nunca, había tenido que pagar a ninguna.

Se preguntó si había caído tan bajo como para estar dispuesto a hacerlo en esos momentos. Permaneció inmóvil, insultado y excitado, mientras sentía intensamente la presencia de ella en aquella cocina; pero no se atrevía a mirarla. Durante tres años lo había descargado todo en su arte; cuando la necesidad de una mujer se apoderaba de él, trabajaba sin descanso, pintando tormentas y galgos, desnudos y caballos, modelando curvas en pedazos de arcilla hasta que no podía seguir más tiempo en pie y caía dormido en una butaca con la espátula de modelar todavía en la mano. Nunca terminaba esas obras, y no sabía si eran lo mejor o lo peor que había hecho.

– ¿Puedo sentarme? -preguntó ella con voz extraña.

– Por el amor de Dios, pues claro que podéis… -contestó S.T. volviéndose, pero entonces vio que la joven se estaba cayendo y, antes de que él pudiese reaccionar y mover una mano o dar un paso adelante, se derrumbó sobre el sucio suelo cuan larga era.

Durante un instante se quedó mirándola sorprendido, hasta que su cuerpo reaccionó antes que su mente y se movió. Ella abrió los ojos al tiempo que S.T. se arrodillaba a su lado. El azul intenso de su mirada estaba nublado por la tensión y el cansancio, y el encendido rubor de sus mejillas se había transformado en palidez. La joven intentó incorporarse.

– Estoy bien -dijo bruscamente mientras intentaba evitar que él la ayudara.

El corazón de S.T. latía agitado.

– Y un cuerno -replicó ignorando su débil intento de apartarlo. Ardía de fiebre. Podía notar el calor sin tan siquiera tocarle la frente.

– De verdad que sí -insistió ella tomando aliento-. No estoy enferma.

S.T. no tenía intención de perder el tiempo en más discusiones. Le pasó el brazo por debajo de los hombros para levantarla, pero ella consiguió zafarse de él. Con una fuerza que lo sorprendió, la joven se cogió al brazo de S.T. para intentar alzarse.

– Estoy bien -insistió mientras se sentaba en el suelo-. Es que no he comido, eso es todo.

Tras vacilar unos instantes sobre qué debía hacer, S.T. dejó que apoyara la frente en su hombro, y comprobó que la elevada temperatura que notaba refutaba sus palabras. Le pasó la mano por las sienes y, de pronto, vio cómo la cabeza de la joven volvía a desplomarse. Se había desmayado entre sus brazos.

S.T. se asustó. Estaba pálida como la muerte, con un ligero tono amarillento muy poco saludable, y tampoco la oía respirar. Le cogió la mano y se la frotó pero, tras darse cuenta de que era inútil, cogió su flácido cuerpo en brazos. Al levantarse se tambaleó por el peso de la carga, mientras su precario equilibrio también se descompensaba. Ella volvió en sí justo cuando atravesaban la armería camino del dormitorio.

– Tengo que ponerme en pie -farfulló-. No puedo caer enferma. -Su cabeza cayó hacia atrás y su delgada y blanca garganta vibró con un débil gemido-. No puedo…

S.T. comenzó a subir la escalera de caracol y la cogió con más fuerza cuando ella intentó débilmente oponer resistencia. Llegó al primer piso maldiciendo a los constructores del castillo, que habían ideado todas aquellas escaleras irregulares, pronunciadas curvas y estrechos pasajes para hacer el ascenso lo más difícil posible a cualquier eventual enemigo. Seguro que los muy bastardos esperaban ser atacados por un ejército de enanos capaces de retorcerse y transformarse en nudos gordianos. Cuando al fin empujó con el hombro la puerta del dormitorio y la cruzó con ella en brazos, la sensación de vértigo se adueñó por completo de su débil estabilidad. Tuvo que detenerse para recuperar el equilibrio antes de tomar aliento y recorrer la habitación en línea recta hasta llegar a la cama.

El cuerpo de la joven se hundió en el colchón de plumas. La nariz de S.T. se llenó de polvo; no se le había ocurrido hasta entonces que hiciese falta airear las sábanas, pero al menos la ropa de cama estaba fresca y seca, y olía a lavanda, a linaza y a él mismo. Ella lo miró mientras intentaba incorporarse de nuevo, pero volvió a tumbarse cuando S.T. la echó hacia atrás poniendo las manos sobre sus hombros. La joven se humedeció los labios.

– No me dejéis aquí -murmuró-. ¿Es vuestra habitación?

S.T. le apartó el pelo negro y húmedo de la frente.

– No voy a haceros ningún daño.

– Tengo que marcharme -dijo ella con desesperación-. Dejadme sola. No me toquéis.

– No voy a haceros nada, ma chérie.

Ella le apartó la mano de un empujón.

– Marchaos. No os acerquéis.

– Estáis enferma -exclamó él, enojado-. No voy a violaros, pequeña idiota. Estáis enferma.

– ¡No! No lo estoy. No puedo estarlo. No puedo.

Cerró los ojos y sacudió la cabeza. A continuación se quedó de repente totalmente inmóvil mientras lloriqueaba, derrotada. Sus peculiares pestañas recortadas parecían más negras que nunca en contraste con su cutis blanquecino. Abrió los ojos y miró a S.T. con fiereza.

– Sí lo estoy -dijo con voz ronca-. Marchaos, por favor. Os lo suplico. Creía… esperaba… que no fuese nada, solo comida en mal estado. -Se giró en la cama entre escalofríos-. Pero estaba equivocada.

S.T. vio cómo un repentino estremecimiento la hacía sacudirse, y retorció los dedos en señal de fútil empatía.

– La cabeza -murmuró ella volviéndose de nuevo-. Me duele mucho la cabeza.

Se apoyó sobre un codo, pero S.T. la empujó para que se tumbara y la mantuvo sujeta para evitar que intentara volver a incorporarse mientras maldecía para sus adentros. Su madre murió de unas fiebres así, repentinas y devastadoras. Hacía años, décadas, pero todo lo que recordaba era su cadáver yaciendo en la capilla ardiente en un frío salón de mármol de Florencia, blanco e inerte como la misma piedra. ¿Qué hicieron los malditos médicos por ella? Obviamente lo que no debían, pero S.T. ni siquiera lo recordaba. No le pidieron que entrase a ver a la enferma, y él tampoco tuvo muchas ganas de hacerlo. Era un joven estúpido y rebelde de diecisiete años que no creía en la muerte, y que no pensaba que pudiera llegar el momento en que su impetuosa, extravertida y exasperante maman dejara de pedirle que llevara otro billet doux a su nuevo amante.

La joven intentó zafarse de la sujeción de sus manos.

– ¡Soltadme! -exclamó al tiempo que conseguía liberarse-. ¿Es que no lo entendéis? Son unas fiebres mortales.

– ¿Mortales? -preguntó S.T. cogiéndola de las muñecas-. ¿Estáis segura?

Tras un vano intento por soltarse, ella yació jadeante mientras asentía débilmente con la cabeza.

– ¿Cómo estáis tan segura?

– Porque lo sé.

– ¿Y cómo lo sabéis, maldita sea? -insistió S.T. elevando la voz.

Ella se humedeció los labios.

– Por el dolor de cabeza, la fiebre, y porque no puedo comer -explicó mientras le temblaban los dedos-. Hace dos semanas, en Lyon, no tenía bastante dinero para pagar… Era una posada muy mala, y cuidé a una niña pequeña…

– Dios mío -susurró S.T. mientras la miraba fijamente.

– Comprendedme, no podía quedarme sin hacer nada y dejar que se la llevaran en el carro de los apestados. -Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo-. No tenía dinero y no podía pagar el camastro.

– ¿Y tenía la peste? -exclamó S.T.-. Imbécile.

– Sí, imbécile. Lo siento. Pero me mediqué, y creía que ya había pasado bastante tiempo y estaba a salvo. Tengo que irme. No debería haber venido. No me había dado cuenta hasta ahora… Estaba convencida de que solo se trataba de comida en mal estado. Por favor, apartaos, rápido, y dejad que me vaya.

No había ningún médico en el pueblo. Como mucho una comadrona, pero S.T. no sabía cómo mandar aviso. Se devanó los sesos frenéticamente en busca de una solución. Estaba a punto de oscurecer. Solía tardar dos horas en bajar por el desfiladero en pleno día, y tampoco tenía la certeza de que encontrara a alguien que estuviese dispuesto a acompañarlo, con el riesgo de las fiebres y sin que él tuviese dinero para pagar, cosa que los habitantes del pueblo sabían muy bien. Conseguía los pinceles, lienzos y vino por medio de trueques y promesas; para lo demás vivía de lo que producían su jardín y sus tierras.

– Apartaos -musitó ella-. No me toquéis. Apartaos, apartaos.

S.T. fue a grandes zancadas hacia la estrecha ventana, abrió de un empujón el cristal emplomado y se asomó a la luz crepuscular. Se llevó los dedos a la boca y emitió un agudo silbido.

Cabía la posibilidad de que Nemo lo oyera, como también cabía la remota posibilidad de que el animal encontrara a Marc siguiendo el rastro del olor de alguna botella vacía de vino, y que el tabernero consintiera que un lobo salvaje se acercase a pocos metros de él con un mensaje atado al cuello y no le disparara.

S.T. apoyó una mejilla en la pared de piedra. De reojo captó de pronto la oscura sombra de Nemo, que salvaba una grieta de la muralla en ruinas del castillo, y recuperó algo de ánimo y confianza entre tantos miedos. ¿Por qué no había hablado nunca a Marc de Nemo? Jamás había dicho una palabra de él, ni siquiera cuando los rumores de que había un lobo solitario en la vecindad agitaron las aguas del chismorreo del pueblo. Se calló por instinto. Estaba acostumbrado a las murmuraciones y a los subterfugios; había vivido con ellos durante años. Conocía muy bien la naturaleza de los rumores. Él mismo los había utilizado, los había visto crecer y convertirse de habladurías en leyendas con tan solo dejar caer alguna palabra o alguna sonrisa llena de intención. Que se preocupen por el lobo, pensó en su momento. Así lo dejarían pintar en paz en el castillo, ya que era el único con suficiente valor para ascender por el desfiladero y dormir a pierna suelta en Col du Noir.