El sol se estaba poniendo, y S.T. respiraba con dificultad tras el ascenso, cuando al fin aparecieron las torres en ruinas de Col du Noir ante él, aferradas al precipicio que presidía el desfiladero y perfiladas contra el despejado y fresco cielo. Los patos salieron a recibirle y comenzaron a mordisquearle los pies hasta que les echó un pedazo de pan para que se apartaran. A continuación, se detuvo en el jardín para cavar entre los hierbajos secos en busca de ajos con los que condimentar la cena; tras limpiarse la tierra de las manos en los pantalones, cruzó las puertas con almenas de su castillo y atravesó tranquilamente el patio, en el que crecían por doquier plantas de lavanda silvestre.

Silbó y Nemo surgió de un salto de alguna oscura cavidad en la que estaba escondido. El enorme lobo se enderezó sobre sus patas traseras y le lamió la cara con entusiasmo, tras lo que volvió al suelo para festejar con felicidad su regreso, lo que le valió un buen pedazo de queso. Saltó en círculos alrededor de su amo mientras este subía con dificultad por los irregulares escalones de piedra por los que se entraba al castillo.

S.T. se detuvo en la armería y contempló un enorme cuadro, que ya apenas era visible a la luz del crepúsculo. Mientras Nemo resoplaba en sus botas, dio al retrato de un imponente caballo negro una rápida pincelada en un costado que había perdido lustre.

– Ya estoy en casa, viejo amigo -dijo en voz baja-. Ya he vuelto.

Siguió contemplando el cuadro durante un instante. Cuando Nemo gimió, se volvió bruscamente y se agachó para rascarlo con fuerza. El lobo se restregó contra su pierna mientras gozaba, se agitaba y gruñía de placer ante tantas atenciones.

La cena fue escasa y sencilla: una cazuela de guisado de conejo cazado por Nemo, que compartió con este, junto con lo que quedaba del buen vino tinto de Marc. S.T., sentado frente al fuego de la cocina y reclinado contra la mesa sobre dos de las patas de un taburete de tres, se preguntó si debería intentar plantar vides y si tenía en esos momentos las suficientes ganas de pintar como para encender las antorchas del gran salón. Decidió que no, así que volvió a cavilar sobre el misterioso proceso de la producción de vino, que según Marc era de una complejidad incomprensible. A saber qué cuidados necesitarían las viñas. Bastante tenía ya con quitar las malas hierbas de los ajos. También había algo que siempre se comía los pimientos en cuanto nacían si él no se tomaba la maldita molestia de tumbarse junto a ellos y pasar allí toda la noche.

S.T. suspiró. La luz del fuego titiló sobre los bustos de escayola y los cacharros con pigmentos, formando sombras que hacían que la estancia pareciese llena de una silenciosa multitud en lugar de estar solo ocupada por libros, lienzos y emborronados bosquejos a carboncillo. Se llevó las manos tras la cabeza y contempló las pinturas a medio acabar y los esbozos de esculturas que reflejaban el desorden de lo que había sido su vida esos últimos tres años. Se entregaba a cada nuevo proyecto con gran energía, pero lo único que había terminado desde que estaba allí era el cuadro de la armería.

En un oscuro rincón una espada envainada yacía contra la pared. Había dejado que se oxidara junto con el par de pistolas que descansaban a su lado envueltas en unos trapos polvorientos, pero siempre tenía limpias y engrasadas la silla y la brida de montar, que colgaban de unos ganchos como si estuviese a punto de utilizarlas.

Frotó la cabeza de Nemo con la bota. El lobo, estirado cuan largo era junto a sus pies, suspiró de puro placer, pero no se movió.

Capítulo 2

Monsieur Leigh Strachan no apareció en Col du Noir hasta bien entrada la tarde del día siguiente. S.T. estaba un tanto sorprendido ante su tardanza, ya que la esperaba a media mañana como mucho. Había salido a trabajar al patio, como era su costumbre, para aprovechar la luz de esas despejadas tardes de octubre mientras respiraba el aroma a aceite de linaza, estragón, lavanda y polvo que impregnaba sus trapos de pintar y sus manos. Nemo jadeaba suavemente a la sombra; sus solemnes ojos amarillos seguían los cortos pasos hacia delante y hacia atrás que daba su amo para ver el lienzo desde diversas perspectivas. Pero, cuando el lobo levantó la cabeza y miró hacia la entrada del castillo, S.T. dejó el pincel en un cuenco de terracota lleno de aceite, se limpió las manos y se sentó a esperar sobre una piedra calcinada.

Nemo se puso en pie. Una sola palabra musitada por su dueño bastó para que el lobo no se moviese. Aquel oyó cómo los patos refunfuñaban, sonido que le pareció que provenía de algún lugar a la izquierda, de detrás de la muralla, donde no había más que el precipicio. Volvió la cabeza para percibirlo mejor con su oído bueno, pero al instante se dio cuenta de su error y volvió a mirar hacia las puertas mientras un leve escalofrío de disgusto consigo mismo recorría su cuerpo. Todavía no se había acostumbrado al efecto desorientador que le producía la sordera de un oído. Por más que la mirada alerta de Nemo se dirigiese en la dirección por la que obviamente se aproximaba ella, a S.T. le costó convencer a su cerebro de que su visitante no se estaba acercando por la izquierda cruzando el desfiladero de algún modo inexplicable. Y aún era peor si cerraba los ojos o movía la cabeza con demasiada rapidez, pues entonces todo comenzaba a girar a su alrededor.

Ella había tomado la sabia medida de hacer mucho ruido conforme se acercaba. Era una chica lista. Debía de haber supuesto que sería mejor no aparecer a hurtadillas y de repente ante un desesperado y peligroso bandolero por cuya cabeza se ofrecía un dineral.

Esa idea hizo que S.T. sonriera. Tiempo atrás, él mismo se había considerado un personaje bastante peligroso.

Se inclinó hacia delante, arrancó unos arbustos que tenía a mano y volvió a sentarse armado con un aromático ramillete de lavanda y manzanilla. Al cabo de un instante, le añadió algunos tallos de jara para perfeccionar el efecto del color y la composición. Mientras giraba lentamente el ramillete para comprobar el resultado, ella apareció bajo la ruinosa entrada y se detuvo entre las sombras. Nemo gruñía sin moverse. S.T. esperó y se dio cuenta de que la joven miraba al lobo con recelo. Y es que Nemo impresionaba, enorme como era, con su pelaje negro, pardusco y plateado que una suave brisa agitaba mientras el animal enseñaba los dientes. Se veía a la perfección lo que era; nadie lo confundiría con un perro guardián más grande de lo normal.

Sin mirar a S.T., la joven dio un paso hacia Nemo, al cual se le erizó el lomo. Ella dio otro más, tras lo que comenzó a caminar con paso decidido en dirección al lobo. El gruñido del animal sonó mucho más fuerte. Se agazapó moviendo lentamente su espléndida cola y con la mirada fija en aquella esbelta figura. Ella siguió andando. Entonces Nemo dio un paso adelante con todo el cuerpo rígido por la fiereza de su advertencia; el sonido reverberó por todo el patio.

Pero, aun así, ella siguió andando.

Apenas a cinco metros de Nemo la valentía del animal desapareció por completo. Cesó el gruñido, dejó de agitar la cola y se volvió formando un pequeño círculo; luego agachó su gran cabeza y las orejas y se escabulló con el rabo entre las piernas a refugiarse tras la espalda de S.T.

– Sí, ya lo sé -le dijo su amo para consolarlo-. Las mujeres son unas criaturas terroríficas.

Ella permaneció en silencio con el ceño fruncido.

– Fíjate -siguió diciendo-, voy a ir andando hasta ella. No, no gimas, viejo amigo, no pienso detenerme. Ya sé que corro un terrible peligro y que no tengo muchas posibilidades de salir indemne. -Se levantó mirando al lobo-. Amigo mío, si no regreso, quiero que te comas mi parte del queso -añadió acariciándolo.

Nemo se postró en señal de abyecta humildad al tiempo que emitía un leve aullido e intentaba lamer la mano de S.T. Este lo empujó hacia un lado y le rascó la tripa, tras lo cual lo dejó boca arriba revolcándose en su ignominia.

La joven observó a S.T. mientras se aproximaba a ella; sus cejas oscuras e inclinadas estaban más fruncidas por la duda que cuando miraba al lobo. S.T. le ofreció las flores sin decir nada. Durante un largo instante, ella miró fijamente el ramillete que él sostenía y, a continuación, lo miró a los ojos. Él sonrió.

– Bienvenue, mon enfant -dijo en voz baja.

El labio inferior de la joven se contrajo y, de pronto, aquellos soberbios ojos azules se llenaron de lágrimas y apartó la mano de S.T. de un manotazo. Las flores salieron volando desprendiendo un aroma a lavanda aplastada.

– No hagáis eso -gruñó ella con la misma ferocidad que Nemo-. No me miréis de ese modo.

S.T., sorprendido, dio un paso atrás mientras se tocaba la mano dolorida. Desde luego la joven tenía un buen derechazo.

– Como gustéis -dijo con ironía, tras lo que añadió con toda intención-: monsieur.

El brillo de los ojos de ella desapareció con la misma rapidez con que había surgido. Su rostro adoptó una actitud más rígida y beligerante. Echó la cabeza un poco hacia atrás y miró a S.T. con frialdad.

– ¿Cuándo os habéis dado cuenta?

– ¿De qué sois una chica? -dijo él encogiéndose de hombros-. Ayer. -Cogió un tallo roto de jara y lo examinó compungido-. Cuando sonreísteis.

Ella frunció el ceño.

– Tendré que intentar poner siempre mala cara.

S.T. tiró la rosa al suelo.

– Sí, supongo que eso servirá. Desde luego a Nemo y a mí nos habéis turbado.

La joven volvió un poco la cabeza y miró al lobo. S.T. se imaginó pasando el dedo por su suave mejilla, atraído por su ardiente color.

– ¿Se llama Nemo? -preguntó ella señalando al animal con una ligera y decidida sacudida de cabeza-. Lo habéis adiestrado muy bien. No he visto que lo llamarais en ningún momento.