Y apostaría cien para saber qué hacía allí. No sintió la amenaza de estar a punto de ser capturado. No se veía víctima de una encarnizada persecución que lo arrastraría de vuelta a Inglaterra a cambio de la recompensa que había puesto el rey por su cabeza. Tan solo se trataba de otra dama en apuros que, como tantas otras, buscaba ayuda y había hecho un largo viaje con el único fin de molestarlo. Pero era muy hermosa, mucho.
– Sentar -dijo S. T. de repente señalando la tosca mesa-, sentar, sentar, mon petit monsieur. Yo ayudar. Yo pensar. ¡Marc! -exclamó para llamar al tabernero por encima del bullicio de la hora del almuerzo-. Vin… hé! Vin pour deux. -Dejó el manojo de pinceles sobre la mesa y se sentó en el taburete-. ¿Cómo llamar, monsieur?
– Leigh Strachan -contestó ella con una inclinación de cabeza-. A vuestro servicio.
– Sra-hon. Srah-hen -pronunció S.T. con una sonrisa-. Difficile. Leigh, ¿eh? -Se golpeó el pecho-. Yo Este. -No valía la pena intentar ocultarlo, ya que todo el mundo lo conocía por ese nombre en el pueblo, y pensaban que era muy italiano por su parte llamarse como un punto cardinal del mapa-. Sentar, sentar. Très bien. ¿No comer? Queso.
Se incorporó y se sirvió un trozo de la longaniza que, junto con el queso, colgaba de una viga sobre la mesa. Tras cortar una generosa porción de ambos, empujó el plato hacia ella junto con una vasija que contenía mostaza. Marc les llevó pan caliente y lanzó a S.T. una mirada muy expresiva mientras dejaba con un golpe otra botella de vino sobre la mesa. Con una mueca de derrota, S.T. le prometió en francés que haría un retrato de su fea hija antes de que terminara el invierno, lo cual era una considerable capitulación que bastó para que el aubergiste se marchara con expresión petulante y sin pedir cobrar, lo cual de todos modos habría sido inútil.
Monsieur Leigh Strachan observó el pan, que olía muy bien, mientras S.T. lo partía en humeantes pedazos. Parecía hambrienta, pero negó con la cabeza.
– Ya he comido, merci.
S.T. la miró, se encogió de hombros y le sirvió vino. Estaba seguro de que estaba muerta de hambre, pero esas jovencitas siempre eran muy orgullosas. Se reclinó contra la pared y untó mostaza en un gran trozo de queso. Nunca venía mal reponer fuerzas, ya que le esperaba un largo paseo colina arriba hasta llegar a su castillo.
Sus miradas se encontraron y S.T., que estaba mordiendo el pan, sonrió. Ella estaba muy pálida pero le devolvió la sonrisa con arrojo. Él se sorprendió de haber creído en un principio que era un hombre.
Tenía unos ojos magníficos, pero ¿cómo demonios podía cortejarla mientras llevase ese atuendo?
– Ese seigneur -dijo S.T. terminándose el pan-. Pelo bronce. Ojos esmeralda. Alto.
– Apuesto -añadió ella con su voz ronca y plana.
La muy picarona. S.T. se sirvió más vino.
– ¿Qué significar «apuesto»?
Ella tomó un gran trago de vino, imitándolo a él bastante bien. Durante un instante S. T. pensó en eructar para ver si también lo hacía.
– Un bel homme -explicó-. Apuesto.
– ¿Él francés?
– Es de padres ingleses -dijo la joven, tras lo que volvió a beber-. Pero habla francés muy bien. Por eso lo llamaban seigneur en Inglaterra.
– Quelle stupidité -dijo S.T. al tiempo que hacía un barrido con el brazo para señalar la abarrotada taberna-. Todos hablar francés. ¿Todos lores aquí?
Ella no se inmutó.
– No es muy frecuente en Inglaterra. Dicen que tiene… cierto aire. Un periódico le puso ese mote y con él se quedó.
«El Seigneur de Minuit», pensó él negando con la cabeza. Había confiado en que ese sobrenombre hubiese muerto junto con su reputación.
– Absurdo -dijo-. Medianoche. Pourquoi?
Ella levantó su vino y dio un largo trago. La jarra de porcelana desportillada hizo un ruido contundente cuando volvió a dejarla sobre la mesa. Miró a S.T. fijamente.
– Creo que vos sabéis por qué lo de medianoche, monsieur Este.
Él esbozó una ligera sonrisa.
– ¿Yo?
La joven observó en silencio a S.T. mientras este le servía más vino y volvía a apoyarse en la pared. Él no quería oír su triste historia. No quería oír sus súplicas. Solo quería mirarla y fantasear sobre lo que era la gran carencia de su vida en esos momentos.
Ella tomó aliento y otro trago. Por su expresión, en la que había empezado a dibujarse una ligera nota de desesperación, se notaba que estaba pensando e intentando decidir algo. Tras otra generosa ingestión de vino, lo abordó directamente.
– Monsieur Este -dijo-, comprendo que el Seigneur no quiera aparecer ante extraños. Conozco el peligro que eso entraña.
S.T. abrió los ojos de par en par.
– ¿Peligro? ¿Qué? A mí no gustar peligro.
– No hay ninguno para él.
S.T. soltó un bufido.
– Él no importar -replicó indignado-. Importar yo. Creo que yo no conocer a ese seigneur malo. Creo que yo no poder ayudar a buscar.
La joven pareció algo desconcertada. El vino estaba empezando a hacerle efecto, ya que el fuego de sus encantadores ojos se había vuelto algo más turbio.
– Mon cher ami -dijo S.T. con gentileza-, volver a casa. Vos no buscar peligro. Ese seigneur absurdo.
Una llamarada de un intenso y gélido fuego volvió a surgir en los ojos de ella.
– No tengo casa.
– Por eso… -dijo él mientras se examinaba la uña del pulgar-, vos buscar. Creo que yo conocer a ese «señor». Oír «medianoche» y «seigneur» y saber clase de hombre ser. Mal hombre. Mal peligro. Él bandolero, ¿no? Huir de Inglaterra como chien, con rabo entre patas, ¿no? Nosotros no querer aquí. Solo hombres buenos. Buenos súbditos. No peligro. No problemas. Ir a casa, mon petit.
– No puedo.
Por supuesto que no. Estaba claro que no iba a deshacerse de ella tan fácilmente, aunque tampoco estaba seguro de querer hacerlo. Observó cómo tomaba de un trago el resto del vino. Al no ofrecerle más, ella misma se sirvió de la nueva botella que había llevado Marc.
– Mon dieu, ¿qué querer, chico? -preguntó S.T. de repente-. ¿Ser criminal? ¿Ladrón? ¿Por qué buscar a ese bastardo?
– No es ningún bastardo -afirmó ella al tiempo que levantaba la cabeza y fruncía el ceño. Cuando volvió a hablar, resultó evidente que el vino ya comenzaba a dificultarle el habla-: Vos no sois él, así que no podéis comprenderlo.
S.T. se frotó la frente, tras lo que dio un profundo trago y se apoyó sobre un codo.
– Es un buen hombre -prosiguió ella elevando el tono de voz. Apuró la jarra y se sirvió más. Bajo el harapiento encaje del puño, su muñeca resultaba conmovedora, tan pálida y delgada-. No es ningún ladrón.
S.T. sonrió con desdén.
– La gente dar joyas a él, oui? Cubrir a él de oro.
La joven torció el gesto y le lanzó una mirada de fuego azul.
– Vos no lo entendéis -dijo olvidándose por completo de su papel masculino, pese a lo cual su verdadera voz tenía una cautivadora y suave ronquera-. Él podría ayudarme.
– ¿Cómo?
– Quiero que me enseñe.
La joven levantó la jarra y bebió. Tuvo que sujetarla con ambas manos, pues ya estaba medio ebria. Cuando volvió a dejarla, se enroscó un mechón de pelo suelto alrededor de un dedo con un gesto tan delicado y femenino que S.T. sonrió. Con suavidad, preguntó:
– ¿Enseñar qué, ma belle?
Ella no reparó en el adjetivo.
– A manejar la espada -afirmó con pasión. S.T. dejó su jarra sobre la mesa con un golpe-. A usar una pistola -añadió ella-. Y a montar. Es el mejor del mundo. Puede conseguir que un caballo haga cualquier cosa.
Contempló con expresión febril a S.T., que estaba negando con la cabeza y maldiciendo para sus adentros. Cuando sus ojos se encontraron, él apartó los suyos de aquella mirada tan intensa y se llevó la mano al pelo en señal de incomodidad.
Pero fue un gran error. Había olvidado que se había puesto la peluca para realizar su incursión al pueblo de La Paire, y esta se deslizaba hacia un lado entre sus dedos, por lo que tuvo que quitársela. Maldijo en francés y lanzó aquel rasposo incordio sobre la mesa. ¡A manejar la espada! ¡Valiente locura! Se apoyó sobre los codos y se pasó las manos por el pelo.
Cuando levantó la cabeza, se dio cuenta de que el error era mayor de lo que se imaginaba. Ella lo estaba mirando fijamente con ojos de borracha.
– Sois el Seigneur -consiguió decir-. Lo sabía. Lo sabía.
– Allons-y! -exclamó él al tiempo que se ponía en pie y la levantaba a ella. Estaba claro que era una de esas mujeres que no aguantaban el clarete. Había rebasado ya el límite de la discreción y en breves instantes se echaría a llorar o realizaría cualquier otra típica hazaña femenina. Quienquiera que fuese y estuviese allí por la razón que fuera, sería poco caballeroso dejarla sola mientras se ponía en evidencia en un lugar público. S.T. agarró la botella de vino, se echó el tricornio a la cabeza y cogió a la joven de la cintura. Esta se acurrucó contra su cuerpo.
– Un jovencito que no sabe beber -dijo con aire de disgusto a Marc al pasar ante él. El tabernero, que llevaba un delantal mugriento, sonrió benevolente.
– No os olvidéis del retrato de mi Chantal -exclamó mientras se marchaban. S.T. levantó la botella medio vacía por todo saludo, sin tan siquiera molestarse en volverse mientras cargaba con monsieur Leigh Strachan.
La dejó durmiendo la borrachera en un granero a las afueras de La Paire y emprendió el camino de regreso a casa. Seguro que muy pronto volvería a verla, tan cierto como que existían la muerte y los impuestos del rey.
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