El señor de la medianoche
Título original: The Prince of Midnight
© 2007, Ana Eiroa, por la traducción
Este tampoco es para David.
Nunca habrá un libro lo suficientemente bueno para él.
Capítulo 1
La Paire, en las estribaciones
de los Alpes franceses, 1772
El muchacho tenía la mirada profunda y abrasadora de un fanático religioso. S.T. Maitland se revolvió incómodo en el taburete de madera en el que estaba sentado y volvió a mirar por encima de la jarra de vino hacia la tenebrosa profundidad de la taberna. Le resultó muy molesto y desconcertante comprobar que aquella mirada escrutadora seguía fija en él; se sintió como si estuviese esperando a entrar en el Cielo pero no hubiera muchas probabilidades de que fuese a ser admitido.
S. T. levantó la jarra y saludó sin ninguna señal de provocación. Sabía que la posibilidad de que entrara en el Paraíso era muy remota, pero tampoco perdía nada por un mero saludo. Si al final resultaba que ese apuesto joven de sorprendentes pestañas negras e intensos ojos azules era san Pedro hijo, mejor ser educado.
Pero, para su asombro, la mirada del joven se agudizó aún más. Sus oscuras y rectas cejas se fruncieron y el chico, delgado y silencioso, se puso en pie; con su figura de terciopelo azul y su porte de cuna gentil venida a menos, destacaba de entre la habitual masa de campesinos que charlaban en piamontés y provenzal. S.T. se rascó la oreja y se atusó la peluca, nervioso. La idea de tomarse el déjeuner mientras caía en las garras de un adolescente santurrón hizo que terminara el vino de un trago y se pusiera rápidamente en pie.
Se agachó para coger el paquete de pinceles de pelo de marta que había ido a comprar al pueblo, pero la cinta que los sujetaba se soltó. Maldijo en voz baja mientras intentaba recuperar aquellas valiosas varillas antes de que se desperdigaran por el sucio suelo.
– Seigneur.
La suave voz parecía provenir de su espalda. S. T. se incorporó y se volvió rápidamente hacia la izquierda con la intención de escapar, pero su oído malo lo engañó en medio de todo aquel barboteo de risas y conversación. Perdió el equilibrio durante un instante y, cuando se cogió instintivamente a la mesa, se encontró de cara con el joven.
– Monseigneur de Minuit?
Una sensación de alarma le recorrió el cuerpo. El acento de aquellas palabras en francés sonó muy forzado; además, hacía tres años que nadie le llamaba así.
Llevaba tiempo esperando oírlas, tanto que ni siquiera se sorprendió demasiado. Era la voz en sí, bronca y apagada, lo que le resultó extraño, ya que procedía de un infante de rostro bisoño y encendido. Cuando S.T. pensaba en los posibles cazadores que podrían buscarlo por la recompensa que se daba por su cabeza, nunca habría imaginado que pudiera tratarse de un mozalbete al que ni siquiera le había salido la barba.
Se relajó mientras seguía apoyado en la mesa y miró con desánimo al joven. ¿Era eso todo lo que valía? Por Dios, pero si podría matar a ese pobre crío con una sola mano.
– Sois el Seigneur de Minuit, el señor de la medianoche -afirmó el muchacho al tiempo que asentía con la cabeza y conseguía pronunciar las palabras francesas con cierta dignidad, tras lo que añadió-: ¿No es así?
S.T. pensó en contestar con un torrente de palabras en francés que sin duda serían incomprensibles para el joven, ya que su acento escolar no parecía gran cosa. Pero esos ojos de un azul profundo y ardiente no dejaban de impresionarlo y abrumarlo. Bisoño o no, lo cierto era que el chico había conseguido localizarlo, y eso era un hecho preocupante que no podía ignorar.
El muchacho era bastante alto para su edad, pero S.T. le sacaba una cabeza y también pesaba más. Su grácil elegancia y solemne boca parecían presagiar que, al crecer, aquel mocoso se convertiría en un dandi antes que en un cazador de ladrones. Desde luego vestía como un galán, por más que el encaje de sus puños y chorreras estuviera raído y sucio.
– Qu'est-ce que c'est? -exigió S.T. con brusquedad.
Las oscuras cejas se unieron aún más.
– S'il vous plaît -dijo el chico con una rápida inclinación de cabeza-, ¿os importaría hablar en mi lengua, señor?
S.T. le lanzó una mirada llena de desconfianza. En verdad el muchacho era de una belleza deslumbrante, con ese negro pelo recogido en una pequeña coleta que dejaba al descubierto sus pronunciados pómulos, su perfecta nariz clásica y esos ojos, alors, como la luz al atravesar aguas profundas: hierba mora, violetas y jacintos. S.T. había visto ese efecto en una ocasión, en una cueva rocosa en los confines del Mediterráneo; los rayos del sol atravesaban las sombras aguamarina y contrastaban con la piedra negro azabache, y todo contra una piel suave y bella como la de una chica. El rostro tan bien modelado del joven mostraba un intenso color rosáceo que parecía casi febril. Aun a sabiendas de que obraba mal, S.T. no pudo evitar sentir curiosidad por aquel mocoso.
– Yo hablar poco inglés -dijo poniendo el peor acento que pudo y en voz muy alta por encima del barullo de la taberna-. Poco. Buenos días.
El joven vaciló mientras lo seguía mirando fijamente desde debajo de sus inclinadas cejas. S.T. se sintió un tanto avergonzado por aquella farsa. ¡Qué lengua tan tonta el francés! Hacía que un hombre sonara como un tahúr que intenta imitar adecuadamente las inflexiones galas.
– No sois el Seigneur -dijo el chico con su voz ronca y monocorde.
– Seigneur! -¿Acaso aquel zopenco pretendía que S.T. lo proclamara ante el primer forastero inglés que pasara por allí?-. Mon petit bouffon. ¿Yo un seigneur? No. ¿Un lord? ¡Sí! -Se señaló las botas altas y los pantalones manchados de pintura-. Bien sûr! ¡Un príncipe, por supuesto!
– Je m'excuse -dijo el joven con una segunda inclinación de cabeza-. Busco a otro.
Tras vacilar un instante, miró de nuevo fijamente a S.T. y comenzó a volverse. Este puso la mano sobre su fino hombro para detenerlo. No podía dejar que se fuera con tanta facilidad.
– ¿Otro? ¿A otro? Pardon, pero yo no entender.
El muchacho frunció más el ceño.
– A un hombre -dijo al tiempo que hacía un leve gesto de frustración con la mano-. Un homme.
– Le Seigneur de Minuit? -S.T. adoptó un ligerísimo tono de paciente tutela-. El señor… de la medianoche. ¡Vaya! Absurdo nombre. Yo no conocer. ¿Vos buscar? Pardon, pardon, ¿por qué buscar, monsieur?
– Tengo que encontrarle -explicó el joven mientras observaba a S.T. con la misma intensidad de un gato ante la guarida de un ratón-. El porqué no importa. -Tras una pausa, dijo lentamente-: A lo mejor aquí ha cambiado de nombre.
– Claro. Yo ayudar. Eh… pelo -dijo S.T. tirándose de la coleta de la peluca-. ¿Saber color?
– Sí, castaño, monsieur. Tengo entendido que no le gustan las pelucas ni los polvos. Pelo castaño oscuro pero con algo de dorado. Reflejos dorados, como un león, monsieur.
S.T. puso los ojos en blanco actuando como un francés.
– Alors, le beau.
El joven asintió con mucha seriedad.
– Sí, dicen que es apuesto. Bastante atractivo. Alto y con ojos verdes. ¿Comprenez «verde», monsieur? ¿Esmeralda? Con algo de dorado. Y también tiene oro en las cejas y las pestañas. -El muchacho lanzó una mirada muy expresiva a S.T.-. Sí, dicen que es algo muy poco corriente, como si alguien hubiese espolvoreado polvo de oro sobre él. Y también dicen que sus cejas son muy peculiares -añadió al tiempo que se tocaba las suyas-, con un rizo en el arco como los cuernos de un demonio.
S.T. dudó unos instantes. Aquellos ojos azules se mantenían imperturbables, sin cambio alguno de expresión, tan solo un poco más relajados al igual que el tono de voz, que se había vuelto ligeramente más suave. Miró al joven y de pronto vio a alguien de mil años de edad contemplándolo desde ese rostro imberbe.
Eso lo asustó. Parecía que hubiera un diablo dentro del chico que supiera perfectamente quién era él; no obstante, había decidido seguir el juego que S.T. había iniciado.
Aun así, este continuó con la pantomima. La única alternativa posible era abalanzarse sobre el pobre cachorrillo y clavarle un estilete en la garganta. S.T. necesitaba averiguar cómo lo había encontrado y por qué.
Tras darse una palmada en la frente, dijo con aire de haber caído en la cuenta:
– Sí, cejas, je comprends. Vos ver mi ceja y pensar que yo ser él, el Seigneur. ¿Sí?
– Sí -contestó el joven con una leve sonrisa-, pero estaba equivocado. Lo siento.
Aquella sonrisa borró todo rastro de subterfugio. Era una sonrisa dulce, nostálgica y femenina; S.T. tuvo que sentarse para intentar disimular la intensa y repentina impresión que sintió.
Por el amor de… ¡era una chica!
Estaba totalmente seguro. Esa voz ronca y baja que no modulaba en los tonos habituales sino que siempre permanecía obstinadamente áspera; esa piel, esos labios, esa complexión grácil… Era una mujer, ¡la muy taimada! Su rostro, limpio, deslumbrante y espléndido, la ayudaba a mantener la impostura gracias a su recta mandíbula y serio ceño, a lo que se añadía su estatura y pose, que le permitían pasar por un joven de dieciséis años. S.T. apostaría una guinea de oro a que se había cortado las pestañas para hacerlas menos afiladas; por ese motivo tenían ese aspecto tan oscuro y grueso.
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