– ¿Qué demonios haces, tío? ¿Giras sobre tu propio eje?

Él contestó que tenía un problema de vista y que tenía que hacer eso de vez en cuando para mantener el equilibrio.

– Sólo veo por un ojo -dijo con voz electrónica-, y mi visión cambia de uno a otro sin previo aviso.

Aaahhhh. Claaaaro. Y pensaba: Becca, bonita, te quiero como a mi propia hermana o como a mi prima hermana -de acuerdo, quizá como a una prima segunda-, pero ¿qué narices le ves a este tipo?

Tardamos unas semanas más en sonsacarle que Brad el rotatorio era Bradford T. Atkins, hijo de Henry Atkins, un rico promotor inmobiliario del centro de Estados Unidos, constructor de centros comerciales en serie que incluyen cadenas de cafeterías, bares de zumos y franquicias de videoclubs. Brad, al parecer, es la oveja negra de la familia Atkins, y consiguió estudiar en Cambridge porque su padre construyó una biblioteca para la universidad, no por méritos propios. Se calcula que la fortuna del viejo asciende a algo más de mil millones de dólares, y Brad heredará un tercio cuando él estire la pata, que puede ser en cualquier momento porque el querido Henry roza los noventa. Mientras, Brad, que dice desprecia los bienes materiales y opina que debemos «dar muerte a los capitalistas», vive feliz con los intereses de un fondo que le proporciona unos 60.000 dólares al año sólo por respirar con la boca abierta. No tanto como antes, según Rebecca. A Brad le daban 200.000 dólares anuales antes de casarse. El viejo y su esposa castigaron a Brad por casarse con una «inmigrante» cerrando un poco el grifo. Así que Brad, con todo lo raro que es, viene a nuestras reuniones y se sienta a unos metros de nosotras mientras escucha con esa jetita de niño rico, como si fuera Jane Goodall y nosotras los malditos gorilas, tomando apuntes. Apuntes, demonios. Al parecer, le fascinamos, sobre todo cuando hablamos español. Creo que por eso a la que más mira es a Elizabeth. En cuanto ese monstruo oye español, se ruboriza y parece que oculta una erección. Loco de remate. Estamos esperando que Rebecca se lo quite de encima, pero con más de 333 millones por delante puede resultar difícil.

Después de la universidad, Rebecca trabajó como redactora en la revista Seventeen, y hace dos años lanzó su propia publicación mensual, Ella, que se convirtió rápidamente en la revista más vendida entre las latinas veinteañeras y treintañeras. Está empezando a ganar mucho dinero por sí misma, no necesita el de Brad. Yo lo mencionaría, pero Rebecca siempre ha sido muy reservada, una mujer que se enorgullece de su autocontrol, tranquila y calculadora, a quien nunca he visto perder la compostura o bailar. Proviene de una familia acomodada de Albuquerque -ya saben, esa ciudad de nombre ridículo que sólo se menciona en Bugs Bunny-, gente que ha vivido en el suroeste de Estados Unidos desde antes de que los peregrinos se posaran en Plymouth Rock. O sea, mexicanos -bueno, españoles- que no llegaron a este país, sino que fueron fagocitados por él. Habla un español anticuado y torpe, como si alguien utilizara el inglés de Chaucer en una fiesta universitaria. A Elizabeth y a Sara les divierte. La familia de Rebecca es del norte de Nuevo México, gente congelada en el tiempo que habla como sus bisabuelas y lleva mantillas en la cabeza.

También insiste en que la llamen «española». Dios te perdone si la llamas mexicana. Jura que puede trazar su árbol genealógico hasta la realeza española. No soy antropóloga pero sé qué aspecto tienen los indios americanos. Y Rebecca Baca, con esos pómulos altos y el culo plano, encaja en la descripción. Si escogieran a una de las temerarias para interpretar a una latina en una producción de Edward James Olmos, sería esta chávala, ¿vale? Y no importa cuántas veces le venga Amber con esa historia del movimiento Mexica: «Somos indias, no hispanas o latinas», y la cantilena de Atzlán y la guerra santa indígena contra los pinches gringos, Rebecca no traga.

– Yo soy española -dice serena, paciente, esbozando una dulce sonrisa-. Igual que en este país hay franceses e italianos, yo soy española. Respeto mucho aquello en lo que crees, y te apoyo en lo que haces. Pero intentar reclutarme para la causa Mexica tiene tanto sentido como perseguir a ese coreano de la tienda.

Ni le preguntes por el pelo negro y liso, por la piel morena y por una nariz que parece salida de una pintura de R. C. Gorman. Arrugará esa delicada nariz aguileña, como hace cuando la gente maldice o grita, y dirá con una sonrisa y un suspiro de exasperación: «Moros, Lauren. Tenemos sangre mora». Y ahí, amiga mía, se acabó la historia.

Rebecca camina directa hacia la mesa sin mover las caderas. Usnavys se tambalea para darle uno de esos abrazos de osa que dejan sin respiración.

– ¡Sucia! -grita Usnavys.

Rebecca sonríe avergonzada y no contesta con el saludo habitual. Palmea suavemente a Usnavys en la espalda, como si le ofendieran su gordura y su agitación, y dice:

– ¡Hola, Navi! ¡Hola, Lauren! ¿Cómo estáis?

Usnavys no acusa el desprecio. Pero yo sí. Siempre. Usnavys ve lo mejor de las personas. Yo lo peor, supongo. Rebecca no ha pronunciado la palabra sucia desde la universidad, aunque siga viniendo a nuestras reuniones. Piensa que es un síntoma de inmadurez. Me hace sentir inferior de lo que normalmente me siento, porque a mí me encanta decir «sucia», y eso debe de significar que soy lo más inmaduro que uno puede echarse a la cara.

Rebecca cuelga su chaquetón rojo en un gancho de la pared arrugando la nariz ante la suciedad. Vuelvo a constatar que es diminuta, apenas un metro y medio de altura, con delicadas muñecas de gato. Me atrevería a decir que es anoréxica, como la protagonista de una serie de David E. Kelly. Lleva un traje chaqueta pantalón de lana gris oscuro, con joyas de plata discretas, pero visiblemente caras. ¿O serán de platino? Sus diminutos pendientes tienen incrustaciones de rubíes. Me asombra que existan pulseras tan pequeñas. Cuando nos reunimos, nunca toma más que un plato de sopa o de arroz blanco, si no medio, y jamás bebe. No es que yo sea corpulenta, pero lo sería si no me metiera los dedos en la garganta de vez en cuando. Pero «flaca» no es la mejor palabra para describir a Rebecca. Es fibrosa, musculada, delicada y feroz a la vez. Y, ¿sabes una cosa?, a pesar de los eternos comentarios de algunas mujeres sobre lo horroroso que debe de ser estar tan flaca, la verdad es que estoy tan condicionada como cualquiera, y la envidio. Envidia de la mala. Rebecca es todo lo que yo no soy: diplomática, sensata, jamás opina en público (quién sabe lo que realmente piensa), rica, entregada a una dieta saludable y a un plan de ejercicios, generosa con su tiempo y su dinero, y buena con los números. Yo sólo pienso en mí. Y me devuelven los cheques. Quizá tenga celos. Probablemente. Los hombres nunca se hartan de ella, ni le dicen que necesitan su espacio.

Lo que más me gustaría es tener una madre como la de Rebecca. La señora Baca nunca llama a su hija desde la cárcel, pidiendo dinero para la fianza, como hizo la mía. Cuando Rebecca se graduó, su madre estuvo allí, y no sólo presente, sino bien vestida y oliendo a perfume Red Dior, con un ramo de flores para su hija y lágrimas auténticas en los ojos. «Estoy orgullosa de ti», recuerdo que le dijo a Rebecca. ¿Y yo? Yo permanecía al margen buscando entre la muchedumbre a mi padre, que había encontrado otra víctima inocente a la que hablarle de Cuba a. C. (antes de Castro) durante el resto de la tarde. Interpretando de nuevo el papel de extranjero fascinante, se olvidó completamente de mí. Mamá no fue; dijo que vendría. Cuando la llamé después, contestó al teléfono en Houma (se mudó con mi abuela el año pasado) y se disculpó con voz de sueño.

– Cariño, se me pasó -dijo. Podía oír los grillos a través del teléfono-. Supongo que ya es oficial, ahora que tienes un título, apuesto a que te crees mejor que yo.

Cuando estoy tranquila y nadie me ve, deseo poder intercambiar familia y pasado con Rebecca; aunque jamás me casaría con Brad.

No es de extrañar que ese magnate británico del software pensara que la idea de Rebecca de fundar una revista era tan buena que le entregara un cheque por dos millones de dólares para montarla. ¿Qué? ¿Pensabas que su futuro-millonario marido orbital pagó las facturas? No. No creo. También se lo pregunté. Al parecer Brad pidió el dinero a sus padres, incluso pidió un préstamo, pero cuando les dijo para lo que era, le contestaron:

– Bradford, querido, a esa gente, no sé cómo decírtelo, mi vida, no les gusta la literatura. Es tirar el dinero.

¿Esa gente? No sé cómo lo aguanta Rebecca. Tal vez porque no se considera a sí misma parte de «esa gente». Es española, ¿recuerdan? Ella desciende de reyez y reinaz españolez.

Nos sentamos y esperamos a que lleguen las demás bebiendo negro café cubano en vasos de poliestireno. Usnavys pide un par de aperitivos, fritos, por supuesto. Rebecca abre su maletín deCoach y saca unos ejemplares del último número de su revista, con Jennifer López vestida de ejecutiva en la portada. Es una buena publicación. Vuelve a preguntarme cuándo voy a escribir para ella, y le explico, de nuevo, que soy propiedad de la plantación del Gazette.

– Mi aaamo no me deja escribir pa’ otra gente, señorita Escarlata -digo.

Sonríe tensa y se encoge de hombros. Usnavys intenta suavizar la situación y sugiere que nos apostemos qué temeraria será la próxima en aparecer, pero es imposible, porque todas estamos de acuerdo: la siguiente en cruzar el umbral va a ser Sara, con Amber pisándole los talones. Elizabeth siempre llega con retraso a cuanto acontece por la tarde, porque para ella es medianoche. Tiene que levantarse a las tres de la madrugada para preparar el programa matinal, así que cuando anochece normalmente está hecha un ovillo bajo una manta, completamente dormida. Hace una excepción por las temerarias.