– Bebé -digo.

Las cejas de Allison expresan un cariño infinito, y quiero gritar.

– Lo siento, Sara -me dice-. Has perdido el bebé.

No. Esto no puede estar pasando. No puede ser. Mi garganta se tensa con los tubos y empiezo a llorar. Es como si tragara pedacitos de cristal.

Allison me acaricia el pelo, y veo a Lauren que se pone la mano sobre la boca para evitar decir algo.

– La buena noticia es que vas a superarlo -dice Allison-. Tienes mucha suerte de estar viva, Sara. Tu marido podría haberte matado, quiero dejar esto bien claro.

– No -digo-. Está usted equivocada. Fue un accidente. Me caí -añado en un hilo de voz.

Usnavys vuelve la vista hacia Rebecca, que le devuelve la mirada para luego observarse los pies.

– Ya está otra vez -susurra Usnavys.

No puedo oírla, pero leo sus labios.

– Había testigos, Sara, incluidos tus propios hijos. No fue un accidente.

– Peleamos. Pero después hicimos las paces. Me resbalé en el hielo. Nunca me empujaría. Sabía que todos malinterpretarían la situación. No lo conoces como yo.

Allison, quienquiera que sea, me mira directamente a los ojos y sonríe benévolamente. Quisiera pegarle. ¿Por qué está aquí?

– Tienes una costilla rota, la mandíbula rota, el cráneo fracturado y un pie roto -dice-. Y con la sangre que has perdido por el aborto, había dudas de si te recuperarías.

No puedo creer lo que estoy oyendo. ¿Roberto me hizo esto? ¿Es posible que llegara tan lejos? Intento pronunciar claramente otra palabra:

– Niños.

– Los chicos están a salvo -dice-. Tu madre vino de Miami y los pequeños se han instalado con ella en casa de Rebecca. Tu marido todavía está en casa y se niega a dejar entrar a los niños porque fueron ellos los que llamaron a la policía. Tu padre vendrá esta semana.

Los chicos están bien, me repito a mí misma. Gracias a Dios. Los niños están bien. Pero ¿por qué no están en casa con Roberto? ¿Por qué está solo en casa? Ellos no lo entienden. No fue culpa suya. ¿Lo fue? Ay, Dios mío. Lo fue. Ahora me acuerdo. Me pateó. Estaba tirada en el suelo y el hijo puta me pateó. ¿Por qué lo haría?

– Te cuento todo esto porque quiero dejarte claro la gravedad de lo que ha pasado -dice Allison-. Tus amigas me han dicho que no tenían ni idea de que estuvieras siendo maltratada, y yo sé por experiencia que este tipo de lesiones no se produce de la noche a la mañana. Esto viene de muy atrás, Sara, y quiero que sepas que no hay retorno, que tienes que reaccionar. Él no va a cambiar. Nunca cambian. La tasa de recuperación de maltratadores es muy, muy baja.

Mi bebé. Recuerdo la caída por las escaleras, y Vilma, la valiente Vilma. Intento decir su nombre, preguntar por ella. Allison asiente.

– Lo siento -dice-. Wilma no está bien.

– Vilma -la corrijo, pero la lengua no me funciona bien.

– Su marido también pegó a Wilma, y la impresión le produjo un ataque cardíaco masivo. Está en cuidados intensivos.

Dios mío.

– Tu hijo Jonah marcó el 911. Te salvó la vida. A tu marido lo arrestaron por maltrato, pero ha salido bajo fianza.

Lauren finalmente salta:

– ¡Ese idiota dice que tu hijo lo traicionó llamando a la policía!

– Ahora no -dice Usnavys-. ¡Por el amor de Dios, mujer, cállate la boca!

¿Eso del dedo de Usnavys es un anillo de compromiso? No puedo creerlo.

– ¿Quién, el anillo? -pregunto, momentáneamente ida.

– Hablaremos sobre eso después -me dice en español.

– Juan -suelta Lauren, en inglés-, por fin recapacitó.

Allison, que probablemente no entiende el español, sonríe.

– Tu madre le ha pedido a tu padre que viniera. El estado le ha quitado a Roberto la custodia de sus hijos y no puede acercarse a ellos.

Lauren se acerca a la cama, llorando.

– Voy a matar a ese cabrón -dice-. Te lo juro, Sara. Lo voy a hacer. Mi hermano conoce a gente en Nueva Orleans. Lo puedo arreglar. No estoy bromeando.

Rebecca se acerca y aparta a Lauren, diciendo:

– Vamos, cariño. Vamos a dejar que Sara descanse ahora.

– Necesitamos saber si estás dispuesta a presentar cargos -dice Allison.

Pienso en la pobre Vilma, en cómo esta asistenta social pobremente vestida ha pronunciado su nombre, en cuánto la quiero. Pienso en cómo volvió a llamarme Sarita; en que es como una madre para mí. Tiene que haber un límite; un punto a partir del que no puedes perdonar, sin importar cuánto se quiera o cuánto haga que se conoce a alguien. Éste, creo, es ese punto. Si no por mí, por Sethy, por Jonah, y por Vilma.

Me encuentro mal, y el cuarto empieza a nublarse. Estoy tan cansada. Cierro los ojos y me duermo.


Cuando me despierto de nuevo, estoy sola. Es de noche, y ya no tengo tubos ni en la nariz ni en la garganta. El aparato de la cabeza también ha desaparecido. ¿Cuánto tiempo he estado durmiendo? Puedo levantar un poco la cabeza, y veo que no estoy sola, que mi padre está cerca de la ventana, en la oscuridad. Gruño para llamar su atención. Se acerca y se pone al lado de la cama. Lleva su uniforme habitual: pantalones verdes, un polo Ralph Lauren, y mocasines marrones. Miro el informe médico de la pared que está enfrente de la cama y me doy cuenta de que han pasado tres días desde la última vez que me desperté. Tres días. Todavía estoy cansada, extenuada de la cabeza a los pies.

– Ay, Dios, Sarita -me dice. Tiene los ojos rojos de llorar, y me dice en español-: ¿Por qué no nos lo dijiste? ¿Por qué no me lo dijiste?

– Lo siento, papá -digo.

Tengo la voz ronca y me duele la garganta.

– No, soy yo quien lo siente. Es culpa nuestra, de mamá y mía, por habernos pegado siempre. Tú pensarías que aquello era normal.

Está llorando.

– No -digo-. Lo siento. Fue culpa mía.

– ¿Tú? ¿Lo sientes? ¿Por qué? Él es el hijo de puta que casi te mata. Él es el cabrón que mató a mi nieta.

Nieta.

– ¿Era niña? -pregunto.

Mi padre asiente.

– ¿Han podido verlo?

– Han podido verlo.

Empiezo a sollozar. Las convulsiones me hacen tanto daño en las costillas que casi me desmayo.

– No -lloro-. No, papá. Por favor. No, Dios mío.

– Tranquilízate -dice.

Está de pie a mi lado y me acaricia el pelo, algo que no ha hecho desde que era muy pequeña. Chasquea la lengua para consolarme.

– Descansa. No tendrás que volver a verlo jamás.

– Busca a esa asistente social. Voy a presentar cargos.

Parece desconcertado por un momento.

– ¡Ah!, no lo sabes, ¿no?

– ¿Qué?

– No encuentran a Roberto, mi vida.

– ¿Qué? ¿Cómo que no?

Papá suspira.

– Ha matado a Vilma, Sarita, murió ayer. Cuando la policía fue a detenerlo por asesinato, no abrió la puerta. Tiraron la puerta abajo y había desaparecido. Se llevó ropa y algunos papeles. Encontraron su coche aparcado en el aeropuerto, con las llaves en el asiento.

– ¿Qué?

– Salió corriendo, el muy cobarde.

– ¡No! -lloro.

Me observa incrédulo.

– ¡Es imposible que sigas queriéndolo después de lo que te ha hecho!

No digo nada, y me toma la mano, me planta un pequeño beso tembloroso en ella.

– Yo siempre me pregunté si era él quien te hacía esos moretones. Tu madre me dijo que empezaron cuando lo conociste, pero pensó que tenía que ver con el hecho de que te habías convertido en una señorita y aún no te sentías cómoda en tu cuerpo. Como un potrillo, decía, eras como un potro aprendiendo a usar sus largas patitas.

– Me pegaba, papá -lloro-. Siempre. Durante años. Quise decírtelo, pero no quería que pensaras que era una estúpida. Yo también le golpeaba a veces.

– Ya, ya, ya ha terminado. Aquí está papá. Jamás pensaría eso de ti.

– Necesito preguntarle cómo pudo hacerlo. ¿Adonde habrá ido?

Papá me suelta la mano:

– Mató a Vilma, Sara.

Está contando las víctimas con los dedos, uno por uno, tranquilo y sereno.

– Mató a tu hija. Casi te mata a ti.

Miro a mi padre, esperando. Papá continúa:

– Ahora está escondido para no enfrentarse a la justicia por lo que ha hecho. No debes volver a hablar con él. Es un cobarde. Tienes que seguir y ser fuerte, por los chicos. Él te hubiera matado si Vilma no le hubiera detenido. Eso lo sabes, ¿no?

– ¿Por qué las cosas son así, papá? No quiero que pase esto. Quiero que todo sea como antes.

– Ay, mi'jita -dice derrumbándose en la silla que hay junto a la cama-. ¿Qué voy a hacer contigo?

Es demasiado. Lo he perdido todo. A Vilma, a mi hija, a mi marido, casi la vida. Quiero ver a Liz. Necesito hablar con ella. ¿Dónde está? ¿Por qué no ha venido todavía? ¿Se ha marchado también?

– Quiero ver a Elizabeth -le digo a mi padre.

– Ha venido temprano, mientras estabas durmiendo.

– Por favor, llámala. Hazla venir de nuevo.

– Está bien. Ya voy. Ahora, tranquila. Cierra los ojos, mi vida, trata de descansar.


Cuando vuelvo a despertarme, está allí, Elizabeth, radiante en una sudadera turquesa y vaqueros oscuros. Siempre he envidiado eso de ella, su facilidad con la ropa, no le cuesta trabajo estar guapa.

La desagradable asistente social, Allison, está aquí también, y parece que han estado hablando entre ellas. Por la sonrisa hipócrita de Liz, puedo ver que Allison le parece tan molesta como a mí. Quiero reírme a carcajadas, pero me contengo. Debe de ser una buena señal.

Me encuentro lo suficientemente bien para sentarme. Elizabeth se disculpa por haber ido a mi casa, y dice que tenía que verme, para pedirme perdón.

– Todo ha sido culpa mía -dice-. Nunca debería haber ido a verte. Lo siento.

Allison la interrumpe.

– Liz estaba contándome lo que pasó. No es culpa suya. Ni tuya. Nadie es culpable de esto salvo el hombre que te pegó. Quiero que ambas lo comprendáis.