– Claro.
No tenía ni idea de que hubiera habido una guerra civil en Nigeria. Quiero decírselo pero no lo hago. Prosigue:
– Por lo tanto no nos educaron con una identidad racial, no como piensan los americanos. Tenemos nuestras propias etnias (yo soy yoruba), que pueden parecer irrelevantes aquí, pero que implican todo para nosotros. Para vosotros, todos somos negros. Y eso es deshumanizarnos. Siempre me sorprende cómo se habla de la raza aquí. No veo las cuestiones de raza como vosotros. Es un problema que me es completamente ajeno.
Me sorprendo moviendo los cubiertos en la mesa.
– De hecho, suele molestarme la actitud de algunos negros americanos respecto a la raza y cómo la culpan de todo lo malo que les pasa. No lo entiendo en absoluto.
– ¡Lo sé! Sé exactamente lo que me quieres decir. También lo hacen los hispanos. Todo el tiempo. Deberías oír hablar a mi amiga Amber. Ella piensa que es víctima del genocidio. Intento explicarle que las verdaderas víctimas del genocidio están todas muertas. No es posible ser una víctima viviente del genocidio.
– Es la cultura de la culpa.
– Hay mucha ira.
– Sí, la hay, pero mal enfocada, creo. Me refiero a los colegios, y veo algunos de estos jóvenes negros haciendo novillos o dejando los estudios, mal vestidos, y encima culpando al «sistema» de sus problemas. Quieren saber cómo he llegado donde estoy y cómo he luchado contra los prejuicios. Les digo la maldita verdad, que no me he encontrado ningún prejuicio. He trabajado muy duro, soy bueno en lo que hago, y eso es todo. Los negros americanosno quieren oír eso. Tampoco, francamente, los blancos que me admiran por las mismas razones.
– Los hispanos tampoco lo quieren oír… No todos, pero sí muchos. Bastantes.
André mueve la cabeza:
– En Nigeria, la escuela pública nunca fue una opción. Simplemente no existía. Estos chicos no tienen ni idea de lo bien que están aquí. Ése es uno de los motivos por los que mis padres se fueron de África. Los negros de aquí intentan que me una a sus cruzadas, como si yo tuviera las mismas experiencias que ellos, y no me interesa. Se hacen llamar afroamericanos, y no saben nada de África. Algunas veces les pido que me nombren dos ríos del continente africano, y no saben hacerlo. Ni siquiera pueden citar cuatro países africanos. Me atrevo a decir que la mayoría de los americanos creen que África es un país, y no un continente. Éste sería un país maravilloso, y si la gente trabajara duro, prosperarían. Es así de simple. Míranos.
– Lo sé, míranos.
Me mira y sonríe.
– Me encanta mirarte. De verdad.
El rubor, de nuevo.
– Tú también alegras la vista, André.
Se apoya en la mesa, y me besa. Es un besito suave y elegante en los labios.
– Tu marido está loco.
– Ex marido. Bueno, pronto será un ex. En mi corazón, ya lo es.
– Ah, me gusta cómo suena eso. Sabes, podría estar mirándote siempre, Rebecca -me dice.
Yo me echo hacia atrás, avergonzada. No estoy segura de por qué, pero me preocupa que la gente nos esté observando. Me preocupa que la gente sepa que todavía no estoy divorciada, o que les importe que seamos de diferentes tonos de piel.
– ¿Qué te apetece? ¿Un postre? -pregunta, y demuestra subuena educación una vez más cambiando de tema al ver mi incomodidad.
– Nunca tomo postre.
– Ya lo sé. Por eso estás tan delgada, ¿no? Pero uno no te matará. Sólo uno.
Llama al camarero alzando ligeramente una mano, y pregunta las sugerencias:
– ¿Cuál es el mejor postre de esta noche? -pregunta.
El camarero recomienda la tarta de chocolate caliente.
– Está bien -dice André-. Tomaremos una de ésas y otra que esté realmente buena. A su elección. Eso, y dos cafés. ¿Tomas café, no, Rebecca?
– No. No tomo café. Tomaré una infusión.
El camarero asiente, y desaparece.
– Perdona que pida por ti -dice André-. Tenía que haberte preguntado primero. Cuando me mudé a Estados Unidos, la gente pensaba que estaba loco por pedir té en lugar de café. Ya me he acostumbrado al café. Me encanta que prefieras el té, te lo aseguro. No volveré a pedir por ti.
– Está bien -digo-. Es agradable que alguien tome las riendas.
El camarero regresa con la tarta de chocolate y con una tarta de queso y arándanos. Me permito probar un bocado de cada una. Están tan ricas que casi me pongo a llorar. André sirve otra copa de vino a cada uno, y alza la copa para brindar de nuevo.
– Por este fin de semana -me dice, guiñando el ojo.
– Por este fin de semana -repito como un loro, y entonces, me doy cuenta de que no tengo ni idea de a qué se refiere-. ¿Qué pasa este fin de semana?
– Nos vamos a Maine.
– ¿Quién?
– Nosotros: tú y yo.
– ¿Nosotros?
– Pensaba que lo sabías -me sonríe, travieso, y le aparecen los hoyuelos.
– Nadie me ha dicho nada -digo.
Estoy más torpe que de costumbre, debido al vino.
Pone una mano cálida y suave sobre la mía.
– Te lo acabo de decir -me dice-. ¿Qué me dices? ¿Tú y yo, y un hotelito que conozco en Freeport? En Freeport puedes ir de compras. Invito yo. Si fuera otra época del año, incluso podríamos esquiar, pero el senderismo es agradable en primavera.
Tomo otro bocado de tarta de queso, lo más cremoso y dulce que he comido en mi vida.
– Nunca he esquiado.
André se sorprende:
– ¿Creciste en las montañas Rocosas y nunca has esquiado? Vergonzoso.
– Pero ¿sabes que Albuquerque está en las montañas?
– Claro.
Me río en alto:
– André, no creerías cuánta gente lo ignora. No creerías cuánta gente no sabe siquiera que Nuevo México es un estado, y mucho menos que su ciudad más grande está a más de cinco mil pies sobre el nivel del mar. Todos piensan que soy de un desierto caluroso.
– Sé más de ti de lo que imaginas. Así que vamos a esquiar. Podemos ir a Sudamérica. Invito yo. Esquiar es una de mis pasiones. ¿Esquí de fondo? No es peligroso.
– No sé.
– Entonces iremos de compras, por ahora. ¿Sabes comprar?
– Eso sí que sé.
– Te pasaré a recoger el viernes después del trabajo. ¿Te parece bien?
– ¿Y si no quiero hacer senderismo?
– Entonces nos quedaremos en el hotel, o caminaremos por el bosque y hablaremos de la revista.
– Oh. Definitivamente, eso sí puedo hacerlo.
– Entonces ¿tenemos una cita?
Mi madre se moriría si supiera lo que estaba a punto de hacer. Soy una mujer casada, católica, hispana, de una larga línea sucesoria de la realeza europea. Y estoy a punto de aceptar un fin de semana fuera de la ciudad con un británico africano que no es mi marido. Incluso podría ponerme la nueva ropa interior roja.
– Sí, André. Me encantaría.
No estoy segura de por qué esto me parece bien, pero me parece muy bien.
Sé que Dios lo aprobaría.
No suelo pedir donativos en esta columna, pero acabo de recibir una llamada telefónica terrible. El refugio de los sin techo llamado Trinity House, en Roxbury, se ha quedado sin leche para los muchos bebés que nacieron esta primavera, y si no consiguen más donativos, los bebés pasarán hambre. Parece que ésta es la primavera más fértil en la historia de Boston, porque el otoño pasado llegó muy pronto y fue más frío de lo normal. Así que se lo suplico: olvide el Starbucks hoy y compre una botella de Similac.
De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ
Capítulo 17. SARA
Me despierto. Las paredes son azul claro, las cortinas de cuadros rosa y grises como en un hotel barato. Oigo pitidos, huelo a antiséptico y a salsa de carne. Me vuelvo hacia la sombra blanca a mi lado, y veo a una mujer ajustando el nivel en dos bolsas de suero. Me ve abrir los ojos y sonríe.
– Te despertaste -dice.
Parece sorprendida.
¿Despertaste? Intento repetir la palabra, pero tengo la boca seca, me duele la garganta, obstruida por tubos de plástico. Sabe la pregunta por mi expresión.
– Llevas durmiendo unas dos semanas -dice-. Estás en el hospital, Sara.
Estoy conectada a unas máquinas raras que pitan. Recuerdo vagamente haberme despertado aquí anteriormente, y lamento que no fuera un mal sueño. Los tubos en la nariz y en la garganta no me dejan hablar. Sólo pestañeo y pestañeo, y trato de sentir los pies, los brazos, las manos, las piernas y demás. No puedo. No siento nada. La enfermera me dice que va a decirles a «todos» que ya estoy «despierta», y entonces vienen todos a acariciarme la cara con las manos. Me sonríen tristemente y se sientan.
Intento echar una mirada alrededor sin mover la cabeza, que está sujeta de alguna forma. Dos de mis hermanos están aquí, y algunas temerarias también. Rebecca está aquí, Lauren está aquí, Usnavys está aquí. Se les ve cansados, como si no hubieran dormido. Amber no está, aunque Rebecca me cuenta que el gran ramo de flores que está al pie de la cama es de ella. No es barato. Me pregunto de dónde ha sacado el dinero. Todo el mundo está aquí excepto la gente que más quiero: mis hijos y Elizabeth. ¿Dónde están?
Todos deben de pensar que voy a morirme. Yo, esta vez, estoy sorprendida de que no haya sido así. ¿Habrá sobrevivido mi bebé? Me pregunto. Empiezo a pestañear, una y otra vez, para intentar que ellos comprendan la pregunta en mi cerebro. Creo que lo hacen. Es en ese momento cuando una desconocida con una cazadora vaquera y un suéter de cuello vuelto morado, se inclina sobre la cama con una mirada azul de pena y comprensión.
– Sara, me llamo Allison -dice-. Soy asistente social, y consejera en la unidad de violencia doméstica de la policía de Boston. Tu médico me ha pedido que te ayude en tu recuperación.
Mis ojos van de temeraria a temeraria, y todas eluden mi mirada. Usnavys llora. Lauren mira la lluvia por la ventana, o la nieve, no sé. Rebecca hojea una revista. Reúno todas las fuerzas que tengo para pronunciar una sola palabra:
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