– ¿Esta noche, André?

Se ríe dulcemente.

– Sólo para cenar, y charlar como amigos. He pensado que puedes necesitar alguien con quien hablar.

– No puedo. Tengo planes. Estoy arreglando todo el papeleo para mi nueva casa.

– Oh, felicidades. Eso es genial.

– Gracias.

– ¿Dónde está?

– En South End, una casa señorial. Verdaderamente espectacular.

– Fantástico. Me alegro por ti.

– Gracias.

– Te lo mereces.

– Era justo lo que estaba buscando.

– Sé cómo te sientes. Escúchame, si esta noche no puedes venir a cenar, ¿qué tal mañana?

Debería decir que no, ¿verdad?

– Está bien.

– Entonces ¿quedamos en South End en honor a tu nueva casa?

– Es una feliz idea, André.

– ¿Qué te parece el Hamersley Bistro, en Tremont?

– ¿El Hamersley Bistro? ¡Estupendo! ¿Sobre las siete y media?

– Perfecto. Te veo entonces. Anímate.

– No te preocupes. Lo voy a hacer. No estoy tan disgustada como crees -digo.

– No me sorprende -dice-. Sospechaba que tu marido era un anorak.

– ¿Un qué?

– Anorak. Es una expresión británica. Creo que aquí decís perdedor.

– Es una buena persona, creo. Pero no es para mí.

– Tengo muchas ganas de verte.

– Entonces te veré mañana, André. Adiós.

– Hasta entonces.

Sigo trabajando a buen ritmo hasta que llega la hora de ir a la oficina de Carol, en la avenida Columbus, para acabar con el papeleo de la casa. Encuentro un sitio para aparcar justo delante de la oficina. No soy supersticiosa, pero he notado que cuando las cosas van bien en mi vida, cuando tomo las decisiones correctas y hago lo que creo que Dios quiere que haga, todo va bien, como el aparcamiento o las conversaciones que oigo por ahí. Una vez hablé de esto con las temerarias, y Amber me dijo que esto era «sincronización». Cuando realmente estás bien encaminada en tu vida, me dijo, el universo te lanza señales para que sepas que estás haciendo lo correcto. Este tipo de cosas me ha estado pasando durante todo el día.

Carol me ha dicho que la vendedora ha aceptado mi oferta, pero que ha contraofertado pidiendo más tiempo de espera, un par de meses. Hemos contraofertado con más dinero para cambiar los dos meses por una semana adicional nada más. Le enviamos la oferta por fax al agente del vendedor, y en pocos minutos recibimos una llamada aceptando nuestras condiciones.

La casa es mía.

Paro en la floristería, compro un centro grande para enviárselo a Carol mañana con mi agradecimiento, y después vuelvo al apartamento y empiezo a organizar la mudanza. Pongo etiquetas a los objetos con los que me voy a quedar y a los que voy a tirar, y decido que los que me recuerden a mi matrimonio con Brad o a mi vida anterior los daré a beneficencia. Compraré muebles nuevos para mi nueva vida.

Tomo un baño con diez gotas de extracto de mejorana -una fragancia que según mi herborista aclara las ideas- y hojeo algunas revistas nuevas. Cuando por fin me meto entre las gruesas sábanas de franela perfumadas con extracto de pomelo (contra la apatía, incluso la sexual), me siento bien. Muy bien. Y muy cansada. Duermo mejor de lo que he dormido en años, y sueño con André.


Al día siguiente, me despierto temprano y voy a clase de aeróbic. Hago los recados de siempre en el tinte y la floristería. Después vuelvo a casa, llamo a una empresa de mudanzas de confianza y contrato la mudanza para el día después de firmar la escritura de la casa nueva. Me ducho y me pongo un conjunto de pantalón negro con un suéter rojo, algo con lo que voy bien tanto a la oficina como por la noche. Me recuerdo a mí misma no entusiasmarme demasiado. Esto no va a ser una cita propiamente dicha, no exactamente. No hasta que el divorcio sea un hecho. Será una velada informal con un amigo, algo que no he hecho en mucho tiempo, y quiero sentirme cómoda.

Llego al Hamersley a la hora en punto, igual que André. Es más, los dos llegamos al mismo tiempo, y casi chocamos. André, siempre un caballero, me cede el paso. Lleva traje, pero como siempre se le ve joven y enérgico. Tiene mucha clase. Clase e inteligencia y belleza y, sí, riqueza. Con buenos modales. No veo nada malo en él, aun siendo negro. Me da igual lo que diga mi madre. No es mejor que los padres de Brad.

André me sujeta la puerta y entramos juntos en el restaurante. Nos reímos juntos porque hemos hecho el mismo gesto instintivo de sacar el móvil y ponerlo en vibrador, tal como debe hacerse cuando se cena en público.

– Es casi como mirarse al espejo -bromea-. Asusta un poco.

Sonrío.

El Hamersley Bistro es la elección perfecta, dadas las circunstancias. No es una cita. Pero tampoco es algo totalmente inocente. Lo sé, y André también lo sabe. Se nota en la forma de poner la mano en mi espalda para guiarme a lo largo del restaurante, yse ve en cómo se ruborizan mis mejillas de emoción, a pesar de mis esfuerzos por controlar lo que siento.

Hamersley Bistro es un lugar elegante sin ser pretencioso; es entrañable, pero no demasiado romántico, luminoso, abierto, de buen gusto, frecuentado por cualquier bostoniano con estilo. André ha hecho la reserva. Le conocen por su nombre. Estamos sentados en un apartado de la esquina, con vistas a la cocina abierta donde el chef hace su magia con una gorra de béisbol puesta.

Pedimos las bebidas, una botella de vino tinto él, y yo agua mineral con gas. Pide para empezar una quiche de queso de cabra y un entrante de ostras. Brindamos por mi nueva vida, con tanta fuerza que el vino salpica la mesa. Nos reímos.

– Lo siento -digo.

– No importa -me dice-. Es la primera de muchas mudanzas que espero verte hacer con entusiasmo y alegría.

La comida es exquisita, y a mi pesar, como. A André no se le escapa nada. Parece contento.

– ¡Es genial! -sonríe abiertamente-. Es la primera vez que te veo comer más de una cucharada de caldo o una hoja de lechuga.

Aunque le digo que no bebo, André me sirve una copa de vino.

– Un poco no te matará -me dice-. Es más, he leído en Ella, esa revista maravillosa, que tomar un poco de vino tinto es bueno para el corazón. No creo que hayas visto el artículo. Toma, pruébalo. Es de los mejores. Vive un poco, Rebecca. No te hará daño, te lo prometo.

Lo pruebo, y tiene razón. Voy bebiendo a sorbitos hasta vaciar la copa.

Pido salmón, y André pide confit de pato, y empezamos a hablar. No pregunta sobre mi matrimonio, y yo no saco el tema. No hay nada que decir. En cambio, empezamos a conocernos. Me habla sobre sus padres, nigerianos que emigraron a Inglaterra y que tuvieron mucho éxito en sus negocios de sastrería.

– Eso explica tu impecable aspecto -digo yo.

– Puedes decir que eso es cosa de familia -me dice-. Mi padre va siempre impecable. Mi madre también.

– ¿Tienes hermanos? -le pregunto.

Me sorprende conocerle desde hace tanto tiempo y no saber la respuesta a esa pregunta.

– Sí -dice con una sonrisa cariñosa-. Tengo seis hermanos. Yo soy el mayor.

– Vaya.

– Sí, vaya. ¿Y tú?

– Yo ninguno -digo-. Soy hija única. Por eso les he defraudado tanto.

– No puedo creer que alguien esté sinceramente molesto contigo, Rebecca. Has conseguido tanto…

– Mi madre es católica. Cree que debería seguir casada. Está convencida de que arderé en el infierno durante toda la eternidad.

– Ah -dice-. ¿Y cómo te sientes?

– Horrible.

– Sí, te comprendo. ¿Crees que vas camino del infierno?

– No.

– Yo tampoco lo creo. Dios ha sido bueno contigo. Eres una buena persona.

– Sí -le digo-. Lo intento. Gracias.

– Claro que sí. Ya sabes, los padres a veces nos dicen cosas que en realidad no sienten. La mayoría de ellos se dejarían cortar un brazo por sus hijos. Al final siempre entran en razón. Los padres son así.

– Lo sé. Ya lo superaré. Ahora tengo que vivir para mí.

– Eso parece una actitud muy saludable.

Me habla de su infancia en Londres. Su familia parece estable, sencilla, unida. Yo le hablo de mi familia en Nuevo México y mi amor por el desierto, sobre los éxitos de los negocios familiares y los prejuicios de mi madre.

– El mero hecho de estar aquí contigo -le cuento-, mi madre no lo aprobaría.

– ¿Y por qué? -y se incorpora ligeramente, como preparándose para un golpe que ya ha recibido antes.

– Porque eres negro.

Se ríe estruendosamente.

– Sí, supongo que lo soy. ¿Y tú qué opinas de eso?

– ¿Yo?

Me muevo en el asiento incómoda. No esperaba una pregunta tan directa.

– Sí, tú.

Carraspea y se incorpora de nuevo.

– ¿Yo? No me importa. No veo la diferencia. Me educaron de una cierta manera, y ciertas cosas me vienen a la mente de vez en cuando, pero creo en lo que Martin Luther King dijo sobre juzgar a los hombres por su carácter, no por su color de piel.

– Ah, sí. El viejo doctor King. Los americanos nunca se cansan de hablarme de él. ¿Sabías que él no fue el primero en decir eso?

– ¿Ah, no?

– José Martí, el gran poeta cubano, lo dijo primero, un siglo antes.

– ¿De verdad? Yo debería saber una cosa así, ¿no? ¿Por qué no me hablaron de ese tal Martí en la universidad?

– Sí, es cierto.

Bebe el vino a sorbos y sigue cenando. Se le ve distraído, y un poco tenso.

– Lo siento -le digo-. No puedo cambiar la forma de ser de mis padres.

– No pasa nada. Pero no deja de sorprenderme -dice- lo obsesionados que están los americanos con el color de la piel. He tenido que adaptarme a eso. Por supuesto, al crecer en Nigeria, mis padres nunca tuvieron que adoctrinarme así. Había problemas más graves, corrupción institucional, pobreza y violencia. Problemas de casta y rango y una falta de acceso a la educación y a otros recursos. Vivimos una larga y cruenta guerra civil en los sesenta, Rebecca, y dejó a su paso graves problemas que la mayoría de la gente de América no puede ni imaginar.