Elizabeth se prepara para lo peor sin saber a qué atenerse. Yo también.
– Es que… es que te adoro -dice el camarero-. ¡Eres mi heroína! Tengo una foto tuya en la pared de mi casa. Tienes tanto valor. Eres una inspiración para todos nosotros.
– Gracias -contesta Elizabeth, pero se la nota incómoda.
Mira afuera, a Lauren, que discute con una pareja de hombres de mediana edad en una furgoneta, y los ojos del camarero la siguen.
– Si intentan entrar, confía en mí, te defenderemos -dice-. Puedo parecer una reina, pero peleo como un hombre.
Elizabeth se ríe.
– Gracias.
– Sabes -suelta el camarero-, eres más guapa al natural que en la tele. ¡Ay, no creía que fuera posible!
– Gracias.
– Tranquila. ¿Qué te traigo de beber, Liz? Invita la casa.
Al fondo, los otros camareros cuchichean señalándonos.
– Sólo agua.
– ¡Venga! Invita la casa. ¿Un poco de vino? Tenemos una fantástica lista de vinos exóticos.
– No bebo, gracias. El agua es suficiente.
– ¿Té? ¿Café? ¿Nada?
– Eh…, ¿tienes chocolate caliente?
Elizabeth se encoge, temiendo haber dicho una tontería.
– Te puedo batir un moka capuchino. ¿Qué te parece?
La rodea con un brazo como si fueran viejos camaradas.
– Me parece bien.
– Vuelvo enseguida.
Cuando el camarero se va Elizabeth parece aliviada.
– ¿Estás bien? -le pregunto.
Asiente.
– Me he hecho famosa por motivos equivocados -dice-. Qué raro.
– Seguro que sí -dice Rebecca, mirando aún con el rabillo del ojo al camarero.
Lauren vuelve, murmurando obscenidades; las mejillas encendidas por el aire helado.
– ¿Tienes un arma? -le pregunta a Elizabeth.
– No.
– Debes pensar en conseguir una.
Rebecca alza la vista.
– Lauren, por favor. ¡No seas ridicula!
– Necesita un arma -repite Lauren-. Es ridículo dejar que esta gente te arruine la vida. Me pasma nuestra profesión.
– Decidamos qué vamos a comer -digo oportunamente.
– Sólo intento ayudar -dice Lauren.
– Claro que sí, mi'ja -digo yo-. Siéntate y busca algo que te guste en este maravilloso menú.
Le paso la carta. Es como tener un hijo.
El camarero vuelve con las bebidas y nos recita los especiales del día:
– Para empezar tenemos mejillones con pisto, absolutamente fabulosos. La sopa del día es crema de lechuga con mantequilla de langosta, inolvidable. Como plato principal tenemos rollito de cerdo, para morirse, lo prometo, y suflé de bacalao con patatas, milagroso.
Se me hace la boca agua y tengo que tragar.
– ¿Listas para pedir?
Rebecca asiente con la cabeza y nos mira a cada una; asentimos.
– Liz, empezaremos contigo -dice el camarero.
– Voy a tomar la crema de lechuga. ¿Cómo preparáis la raya?
– Buena elección -dice el camarero-. La raya viene en cuatro triángulos fritos, sin espinas, sobre coliflor y patatas, decorados con guisantes y migas de bacon.
– Suena bien -dice Elizabeth-. Tomaré eso.
– ¿Y usted? -dice mirándome.
– Tomaré el entrante de carne y el de cóctel de gambas.
– ¿Los dos?
– Sí.
Pero ¿qué se cree? Las raciones aquí son tan pequeñas que apenas se ven.
– Y los goujonettes de lenguado.
– Una buena elección -y mira a Lauren-. ¿Señorita?
Lo interrumpo:
– Todavía no he acabado.
– Lo siento. Siga.
– También me gustaría probar la crema de lechuga.
– Bien. ¿Algo más?
– Asegúrate de que no nos falte pan.
– Por supuesto. ¿Algo más?
Me llevo un dedo a los labios, pienso un momento, y dicen ellas:
– No, eso es todo.
– ¿Señorita? -se dirige a Lauren.
Lauren escudriña la carta.
– Quiero el plato de pasta.
– ¿Algo de primero? ¿Quizá el alioli de verdura?
– ¿Es pesado?
– Para nada. Muy ligero.
– Bien.
– Estupendo. ¿Algo más?
– Eso es suficiente.
Me mira fijamente.
– ¿Y usted, señorita?
Rebecca le sonríe al camarero.
– Quiero el saucisson.
– ¿Algo más?
– No.
– Es una ración muy pequeña, señorita.
– Está bien.
– Ah, vamos -digo-. Te vas a matar de hambre.
Rebecca sacude la cabeza y le devuelve la carta al camarero. No ha tomado nota, pero repite el pedido sin equivocarse y se marcha hacia la cocina.
– Bueno -dice Rebecca.
– Sí, bueno -hago de eco.
– Como sabéis, he pensado que debemos idear juntas una estrategia para ayudar a Sara a recuperarse de forma que nunca tenga que volver a pasar por esto.
Lauren, que tiene los codos apoyados en la mesa, pone los ojos en blanco.
– Es una gran idea -digo-. Pensemos.
– Seguro que todavía le quiere -dice Rebecca-. Es difícil que entendamos algo así. Pero le quiere. Y no creo que sea muy productivo criticarla por eso. Pienso que tenemos que enfrentarnos a ella de una manera constructiva, y hacerle saber que se merece algo mejor. Tiene que saber que estamos aquí para ayudarla.
Elizabeth se inclina hacia delante y se aclara la voz.
– Es una buena idea -dice-. Pero creo que hay una forma mejor de comunicarse con Sara.
– ¿Cuál? -pregunta Lauren.
– Tiene un buen detector de mentiras -le dice Elizabeth-. El médico dice que no está en coma, sólo adormecida y sedada por los dolores. Pronto será capaz de mantener una conversación coherente, y tenemos que asegurarnos de no parecer demasiado complacientes o que le tenemos pena.
– Es bueno saberlo -dice Rebecca-. ¿Cómo crees que debemos hacerlo?
Justo entonces suena mi teléfono móvil. Contesto. Es Juan. Quiere saber dónde estoy. Le digo que estoy en Umbra, para recordarle que soy una señora con estilo, y después le pido que no me vuelva a llamar. Sigue hablando cuando apago el móvil. Cuando cuelgo, he perdido mucho de la conversación.
– Lo siento -les digo-. ¿Me ponéis al día?
Rebecca dice:
– Bueno, Liz estaba diciendo que Sara no quiere que la traten como a una víctima, así que estamos pensando que la mejor manera de enfocarlo es intervenir directamente, pero que sea Liz la que hable. Son íntimas amigas, y Liz es la que mejor se entiende con ella.
– Genial.
– Debemos crear un fondo común y sacar a Roberto de la miseria -dice Lauren.
Elizabeth se ríe.
– Realmente no es mala idea.
– Muy graciosa, Lauren -dice Rebecca-. Tenemos que ponernos serias. Esto es un asunto muy serio.
– Eh, sólo intenta relajar el ambiente -dice Elizabeth-. ¿Por qué siempre te metes con Lauren?
– ¿Quién, yo? -pregunta Rebecca-. No se toma nada en serio. Perdona, pero es ella la que siempre se está metiendo conmigo.
Estoy perpleja. Nunca pensé que viviría para ver a Rebecca afrontar una situación así.
– Yo no te ataco -dice Lauren fulminándola con la mirada.
– Sí que lo haces. Siempre que digo algo pones los ojos en blanco, o suspiras o haces muecas. ¿Qué te he hecho yo?
Nunca he oído a Rebecca tan enfadada.
– Vaya -digo.
No hay forma. Creen que son las únicas dos personas en esta habitación.
– Eres tan estirada que me pones enferma -dice Lauren-. Bien, ahí está, ya lo he dicho. Entras aquí con tus folletos, como si lo supieras todo, y tratas de controlar toda la conversación y la «estrategia». Ni siquiera puedes hacerme un cumplido sin criticarme por no llevar el collar apropiado. Actúas como si estuvieras en una reunión de negocios, te lo juro. Ni siquiera sabes relajarte cuando sales con tus amigas.
– ¿Estirada?
– Ya lo has oído.
– Por lo menos no estoy loca ni he perdido el control como tú. Por lo menos no siento la necesidad de contarle al mundo entero hasta el más mínimo problema que tengo.
– ¿Qué quieres decir?
– Venga, venga, venga, ya es suficiente -dice Elizabeth-. No os peleéis.
– No -dice Lauren-. Se veía venir desde hace mucho tiempo, y por fin le voy a decir lo que pienso.
Lauren dispara contra Rebecca una larga lista de defectos.
– Ya está bien -digo-. Lauren, para ya.
Por primera vez me doy cuenta de que Lauren está extremadamente celosa de Rebecca. ¿Cómo no me había dado cuenta antes?
Miro a Rebecca, y me sorprende verla llorando, dignamente, pero llorando.
Llorando, mi'ja.
Me levanto y la abrazo. Lauren está tan sorprendida como yo.
– Lo siento -le dice Rebecca a Lauren-. Lo siento, no soy perfecta. Tienes razón. Tienes razón en muchas cosas. Estoy asustada. Soy una estirada. Estoy tensa. No bailo. Estoy casada con un monstruo. Pero ¿por qué tienes que decírmelo? ¿Acaso crees que no lo sé?
Lauren está pasmada.
– Yo, yo… -tartamudea.
– Has ido demasiado lejos -le dice Elizabeth-. Lauren, Rebecca es un ser humano.
– Hay algo que tampoco sabes -dice Rebecca.
Intervengo:
– Rebecca, cariño. No tienes que decir nada. No hemos venido aquí para machacarte.
– No, quiero hacerlo -dice ella-. ¿Vale, Lauren? Sólo para que sepas que estoy tan jodida como tú. Estoy enamorada de André, el hombre que me ayudó a crear la empresa. Quiero divorciarme de Brad, pero no sé cómo se lo tomará mi familia. Me siento sola. Mi padre no hace más que atropellar a mi madre, y ella es mucho más inteligente que él; le odio por eso. No he hecho el amor con nada más que mi mano en los últimos meses. Deseo tanto estar con André que no puedo concentrarme en el trabajo. Ahí lo tienes. Creo que eso es todo.
Estalla en sollozos.
– ¡Vaya! -dice Lauren.
Parece avergonzada.
– Espero que estés contenta -le digo a Lauren-. De verdad, mi' ja, ¿qué es lo que te pasa? He intentado tener paciencia contigo, pero es imposible. Haces daño a tus amigas, te lo haces a ti misma. Y estoy harta de presenciarlo.
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