– ¿No ha cambiado nada? ¿Verdad? -pregunto.

– Todo ha cambiado -dice bajando la vista, sin mirarme.

Me retira la mano como si temiera contagiarse.

Me quedo con la boca abierta, como mi madre cuando ve un precio exorbitante en una etiqueta.

– ¿Estás de coña? -pregunto.

– No, no lo estoy.

Se levanta y se pasea, alejándose de nuevo. Le sigo.

– Pero lo único que ha cambiado es que tenemos dinero, Gato. Lo demás no.

– Exacto.

– ¿Y eso qué quiere decir?

– ¿No has oído lo que dicen de ti? -pregunta, y me mira enojado apoyando las manos sobre la mesa que nos separa.

– ¿Quién?

– El movimiento. La gente del movimiento.

– No -digo. Me da un subidón de adrenalina por lo que acaba de decir-. ¿Mi gente habla de mí a mis espaldas? ¿Qué dicen?

– ¿Lo ves? Tienen razón. Te has vuelto comercial. Te has olvidado de tus raíces.

– ¿Qué? ¡Es una locura!

– Llevan hablando de ello en el Red Zone, y en otros programas de radio durante semanas. Tú ya ni los oyes. Estás demasiado ocupada escuchando tu canción en las emisoras de cuarenta principales.

– ¡No las oigo porque estoy agobiada de trabajo! ¿Cómo pueden decir eso? ¿En qué se basan?

Gato mueve la cabeza.

– Cantas en inglés -me dice.

– ¿Y? ¿En qué se diferencia el inglés del español? Ambos son idiomas europeos. Además, es mi primer idioma.

Gato se ríe disgustado.

– Juraste que nunca grabarías en inglés.

– ¡Pero estuviste de acuerdo cuando te dije que lo hacía por compromiso! ¡Es uno de los sacrificios que tengo que hacer para que nuestro mensaje llegue a más público! Tú mismo lo dijiste. El inglés es el idioma universal.

– Eso era antes.

– ¿Antes de qué?

– Antes de todo esto.

– ¿Todo el qué?

– La Raza está decepcionada contigo. Muestras el ombligo en MTV. Dicen que ahora no eres mejor que Cristina Aguilera.

– ¿Y qué? -Me invade la rabia-. ¡No me parezco en absoluto a ella! ¡Y tú lo sabes!

– ¿Y tú? Están poniendo mezclas de Hermano oficial en Jack in the Box. Por Dios, Amber.

– ¿Amber?

– Deberías haberte quedado con ese nombre. Te va mejor.

– Soy Cuicatl. Y no puedo controlar cómo editan mis videos. Es puro marketing.

– Dicen que has traicionado a Atzlán. Como Shakira. Y yo no puedo vivir con eso.

– No puedo creer lo que estoy oyendo. No puedes pensar eso de mí en serio. ¿De mí? -Me golpeo el pecho como un gorila-. ¡Me conoces demasiado bien!

– Dicen que estás encantada con la etiqueta de «princesa del pop latino».

– ¡Tú sabes que eso no es verdad! Es como me llaman los periodistas porque no saben hacer otra cosa. Yo no me hago llamar así.-Bueno, pues deberías enseñarles.

– ¿Crees que no lo he intentado?

– No lo parece.

– Gato, les digo la verdad, pero escriben lo que les da la gana. ¡No puedo controlar lo que escribe cada desgraciado sobre mí!

Gato vuelve a irse de la habitación, pero esta vez va a nuestro dormitorio. Lo oigo mover cosas. Vuelve con tres bolsas de viaje.

– Gato, por favor -le digo-. ¿De qué va esto?

– Me marcho a casa de un amigo.

Tiene en la mano un sobre familiar de papel hecho a mano con bonitas flores secas estampadas.

– ¿De quién?

– De un amigo.

Parece sentirse culpable y se mete el sobre en el bolsillo de los vaqueros. Así que es eso.

– ¿De una amiga?

No dice nada. Recuerdo a la joven admiradora, una bella mexicana con el pelo largo hasta las rodillas, que siempre intenta ser la primera en llevarle agua en las danzas. Nos reíamos juntos de su obsesión por él, de cómo se colocaba pegada al escenario en todos sus conciertos. Le enviaba regalos, le escribía cartas de amor. Se las enviaba en sobres de papel hechos a mano que olían a agua de lluvia. No me acuerdo de su nombre. No quiero saberlo. Ella lo adora. Claro que quiere irse con ella ahora.

– Un hombre puede irse de México -digo-, pero supongo que México no termina de irse de un hombre.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– ¿Tan frágil es tu amor propio, Gato? ¿Necesitas correr en brazos de una chavalita que te adora porque yo ya no puedo ser eso para ti? Nunca creíste que yo lo conseguiría primero, ¿verdad?

– Eso no tiene nada que ver.

– Tiene mucho que ver -digo.

Estoy cansada. El dolor que me ahoga es tan profundo, que no siento nada. Me dará fuerte después, cuando me envuelva el silencio.

– Tiene que ver con que le hayas dado la espalda al movimiento -dice.

– Vete -digo-. Si piensas que me he vendido como Cristina «mira-mis-nuevas-tetas» Aguilera, entonces vete. Si no ves lo que intento hacer, Dios mío. Creía que me querías. Creía que me conocías. Ni me quieres, ni me conoces. Fuera. No te necesito.

– Bien -dice.

– Te habría pasado lo mismo -le digo mientras abre la puerta.

– ¿El qué?

– Un contrato discográfico. Todo esto.

Me mira fijamente, fríamente.

– Pasará. Sólo que yo no me vendo.

– Mi disco no es comercial.

– ¿Por eso es número uno? Nadie alcanza el número uno haciendo arte. Todos en el movimiento lo sabemos. Lo sé yo. Y lo sabes tú.

– Y una mierda -digo-. Yo no he cambiado nada.

– Así lo vemos nosotros -dice, sintiéndose con el derecho de hablar en nombre de toda la comunidad del rock en español.

– Entonces me parece que todos sufrís un complejo de inferioridad masivo -digo-. ¡Por eso preferís elogiar a un grupo de pendejos que apenas sabe tocar antes que a mí! ¡No podéis aguantar que uno de los vuestros triunfe! ¡Sobre todo si es mujer!

– Amber, ya no eres una de las nuestras.

– Cuicatl.

– Amber -pronuncia mi nombre como un insulto.

Cruza el umbral y cierra la puerta.

Me derrumbo en los cojines haitianos del suelo, tumbada en silencio miro la revista Billboard abierta en el suelo y me siento culpable. El batería me trajo Billboard y otros artículos de prensa sobre mí. Seventeen, YM, Latina, The Washington Post. The New Cork Times me llama «una Zach de la Rocha latina, mezclada con Eminem en Cancún».

Las hojeo todas, leo resaltadas citas inventadas que ni se parecen a lo que dije, escritas de una forma que nunca las diría por gente demasiado vaga para tomar buenos apuntes o utilizar una grabadora. Si no me conocierais y no hubierais oído mi música, creeríais que es verdad, que soy una chica difícil, una malhumorada «Allanis latina», o una «Joplin latina», o una «Courtney Love latina». Los medios de comunicación americanos escriben como si una «latina» no fuera lo suficientemente buena para ser ella misma, sin calificación étnica, sin comparaciones con la música blanca (o negra). No me extraña que los radicales del movimiento piensen que les he dado la espalda. La mujer de estos artículos no se parece en nada a mí. Así se hace la historia. Los periodistas hacen autoterapia con su contexto delante y el mundo como testigo, y las palabras, aunque falsas, permanecen, siempre al alcance de futuras generaciones de historiadores. Ninguno sabemos de verdad lo que sucedió en el pasado, nunca, ni lo que está pasando ahora mismo. Todo se filtra a través de periodistas e historiadores. Me pongo enferma. Furiosa. En otras palabras, me siento inspirada para escribir.

Pero primero quiero saber si es verdad que La Raza piensa que le he dado la espalda. Voy a la cocina y llamo a Curly al móvil. Le cuento lo que ha pasado con Gato, lo que ha dicho Gato.

– No es cierto -me asegura Curly.

– Me ha dicho que todos hablan mal de mí.

– No es verdad -le oigo incómodo.

– ¿Qué pasa, Curly? ¿Qué es lo que no quieres decirme?

Se le escapa un silbido.

– Escupe -le digo.

– No he querido decírtelo antes -confiesa-. Pero de quien se habla mal es de Gato.

– ¿De Gato? ¿Por qué?

Otro suspiro.

– Cuicatl. Sé fuerte.

– ¿Qué pasa?

– Desde que dejaste de venir a las danzas, ha pasado mucho tiempo antes y después de las ceremonias hablando con Teicuih, la jovencita del Diamond Bar.

– ¿Desde hace cuánto?

– Mucho. Vienen juntos. Se van juntos.

Gato me había estado diciendo que nuestro amigo Leroy lo llevaba y lo traía. Una noche llamó para decirme que se quedaba en casa de Leroy porque estaba demasiado cansado de bailar como para traerle.

– ¿Estás bien? -pregunta Curly.

¿Lo estoy? No lo sé. No puedo saberlo.

– Sí -digo.

Curly duda y continúa.

– ¿Sabes cuánto quería Gato que le diera su nombre?

– Sí.

Gato lleva años detrás de Curly para celebrar la ceremonia de su nombre.

– Tenía el nombre. Dije que no lo tenía aún porque no quería hacerte daño.

– ¿De verdad?

– El nombre de Gato es «Yoltzin». ¿Sabes lo que significa ese nombre?

– ¿«Corazón pequeño»? -pregunto.

– Así es.

– Nunca lo he visto así.

– Lo sé.

Tiene razón. De repente lo sé. Sin embargo, me siento como si me hubieran apaleado.

– Reuniré a Moyolehauni y a los chicos, iremos a tu casa y nos quedaremos esta noche contigo -me dice-. Te haremos la cena.

– Claro.

– En un momento así debes estar con tu familia.

– Vale.

Miro a mi alrededor, mi estupenda casa nueva. ¿Echo de menos a Gato? ¿Le echo de menos? Ya lo creo. Pero sobreviviré. Están pasando tantas cosas. No puedo creer lo rápido que ha cambiado mi vida. Primero el dinero. Después el reconocimiento. Y ahora he perdido al hombre que amo. ¿Habéis oído hablar de gente que tiene éxito de la noche a la mañana? Pasa. Bueno, lo mío no ha sido precisamente instantáneo, llevo tocando casi toda mi vida, y he tenido que pagar muchas deudas estos años, pero nunca imaginé algo así.

El dinero entró a espuertas. En una semana, Gato y yo pasamos de vivir en un apartamento diminuto sobre una relojería en Silver Lake Boulevard, a tener nuestra propia casita en Venice, a tres manzanas de la playa, con un sótano lo suficientemente grande para poder ensayar. Es normal, la casa, pero cara comparada con lo que estábamos acostumbrados. Al mes de comprarla, me di cuenta de que podía haber adquirido algo mucho más grande. No estaba acostumbrada a gastar dinero y ni siquiera estaba segura de si podía hacerlo.