– ¿Por qué no llevas un abrigo decente? ¿Qué demonios te pasa?

– Ahórrate las críticas, ¿vale? -me dice, entrando por la puerta al salón.

Se asoma y cierra la puerta él mismo, algo que no le he visto hacer antes.

– No te estoy criticando.

– Sí, lo estás haciendo. Siempre lo haces. Es lo que mejor haces, Navi.

Sonríe, seguro y extraño; nunca le he visto así.

Nos sentamos, yo en el sofá y él en el sillón de cuero verde. Mira los recipientes de comida de aluminio que hay en la mesita.

– ¿Estaba bueno? -me dice con una sonrisa.

Como me educaron bien -aunque fuéramos pobres- le ofrezco algo caliente para beber. No queda comida.

– No -me dice-. Quiero ir al grano. No has contestado al teléfono, vale, bien. No quieres hablar conmigo, vale. Pero quiero que sepas una cosa, Navi: te quiero. Odio que te quejes de mí constantemente, odio que me mires como si fuera mierda de perro y odio que siempre pienses en encontrar alguien mejor que yo, y odio que tengas hombres de repuesto para hacerme daño. Odio que me culpes a mí por todos los que te han hecho daño en tu puta vida. No soy tu padre. No soy tu hermano. Soy yo. ¿Y sabes qué? Estoy harto de esos hombres que merodean a tu alrededor. Reconoce de una vez que me quieres. Sinceramente. ¿No es así? Dime la verdad. Tengo razón.

No sé qué contestar. Tiene razón. Sé que tiene razón. Pero no quiero darle el gusto.

– Quizá -le digo-. Quizá.

– ¡Aja!

Se levanta y empieza a pasear por la habitación como enloquecido. Nunca he visto a Juan así.

– ¿No entiendes lo que está pasando? -pregunta-. Me quieres tanto que no me dejas quererte. ¿Lo captas? Eres tan complicada, mujer, que he tardado una década en entenderte.

Estoy a punto de llorar. Acaba de decir algo que no quiero oír. No quiero llorar delante de él.

– ¿Lo entiendes? Esos payasos, esos médicos y todos los que me restriegas por las narices, esos tíos son pura fachada. No los quieres como me quieres a mí. Admítelo. Finges dejarles entrar en tu vida porque sabes que no te van a hacer daño como tu padre. Tengo razón, ¿verdad? ¡Estás llorando porque tengo razón, reconócelo! No me puedo creer lo tonto que he sido todo este tiempo, pensando que estabas enamorada de esos idiotas, y que volvías conmigo porque no tenías a quién joder. Y yo, tan loco por tu estúpido culito puertorriqueño, lo acepté y te aguanté. ¿Sabes qué? No he besado a otra mujer en diez años, Navi. No he mirado a otra mujer, ni he pensado en nadie más que en ti. Casi me muero, casi me vuelvo loco. Siempre me insultas como si no tuviera sentimientos, ¿sabes? Y me quedo ahí de pie aguantando como un idiota. Sólo lo hacías porque soy el único que realmente te conoce, ¿eh? Soy el único que sabe que no eres una niña mimada como todas tus amiguitas. Soy el único que sabe que llevas toda la vida tratando de superarte. Y me odias y me quieres por eso, porque nadie te entenderá jamás como yo. Dime que miento, Navi, dime que no es verdad. Sí. ¿Lo ves? No puedes.

Ay, Dios mío. Me está haciendo llorar.

– Se acabó el minuto -digo.

– Mi minuto acababa de empezar, Navi. Escúchame. O ellos, o yo. No puedes seguir teniéndolo todo. No voy a repetir lo de Roma por ti. Moriría por ti, ¿lo sabes? De verdad lo haría. Tenemos casi treinta años. Quiero tener hijos contigo. Quiero pasar el resto de mi vida contigo, y quiero jubilarme en Puerto Rico contigo. Decide, ¿yo, o ellos? ¿Ellos, o yo? Depende de ti. Voy a darte cinco minutos para que lo pienses, y entonces me voy y, o vuelvo con un anillo de compromiso, o no volveré nunca más.

– ¿Me estás pidiendo que me case contigo?

– Sí, supongo que sí.

– ¿Supones?

– Pues sí, ¿vale? Sé que no puedo regalarte el anillo que te gustaría, y sé que no llevaré la ropa apropiada a la boda y que te burlarás de mí. Lo sé. Sí, te lo estoy pidiendo. Mira. Me estoy arrodillando aquí mismo, al lado de esta cursi mesita de gueto que tanto te gusta, esta mesa horrorosa que me pone enfermo, y te lo estoy pidiendo. Usnavys Rivera, ¿te quieres casar conmigo? ¿Te quieres casar con un hombre bueno, honrado, y mal vestido como yo? Nunca te engañaré, nunca te mentiré, seré un buen padre, haré todo por nosotros, y te amaré ahora y siempre, como llevo haciéndolo los últimos diez años. Navi, ¿qué dices? ¿Te casas conmigo? Deja de joderme y cásate conmigo ya. Sabes que quieres.

– Se me han pasado mis cinco minutos con tu verborrea.

– Está bien. ¿Okay? Está bien. Esto es lo que voy a hacer. Voy a subir a arreglar el escape de agua de tu estúpido baño porque no aguanto más ese goteo tan escandaloso como ese estúpido abrigo de piel blanca nuevo que llevas. ¿Dónde está? ¿En este armario?

Me levanto para impedirle abrir el armario.

– No, quieta ahí. ¡Aja! ¿Ves? -y se ríe-. Te quiero, estúpida chiquilla de gueto. Ni siquiera le has quitado la etiqueta. Es tan triste. Sé que mi chaqueta es triste, y puede que no te gusten mis zapatos de J. C. Penny, pero al menos los he pagado. Ahora voy a subir, y cuando vuelva me vas a dar una respuesta. ¿De acuerdo? Allá voy. Adiós.

Miro extasiada la película. Y lloro. Lloro y lloro. Lloro cinco minutos seguidos hasta que vuelve.

– Bien, ¿entonces qué? -me pregunta con las manos llenas de grasa negra.

Ya no oigo el goteo. Ha arreglado el lavabo.

– No es una verdadera petición sin el anillo -contesto.

– Cierto. -Y alza las manos como un policía haciendo retroceder al gentío-. Es verdad. Quédate ahí.

Sale corriendo y vuelve de la cocina con el cierre del pan de molde en forma de anillo.

– Esto tendrá que servir de momento -dice, manoseándolo torpemente, dejándolo caer y recogiéndolo de nuevo-. Y además da igual, porque ibas a sentirte decepcionada con cualquier anillo auténtico que consiguiera, así que toma. Tómalo. Tómalo y date cuenta de que el anillo no es lo importante. Es el hombre y es la mujer, y el amor que sienten y el hecho de que podrían perder sus anillos, pero se querrían para siempre igual. ¿Comprendes eso, Navi? Coge el maldito anillo. Y ahora, ¿qué respondes?

– Este anillo apesta -le digo.

Se ríe. Alza los brazos sobre la cabeza y grita a pleno pulmón:

– ¡Te quiero, mujer! ¿Eso no es suficiente?

Pienso en su pregunta. No le va a gustar la respuesta.

– No -le digo-. No lo es. No es suficiente.

Juan se derrumba. Se cubre la cara con las manos y cuando levanta la vista tiene lágrimas en los ojos y manchas de grasa negra en las mejillas. Me mira, y se vuelve hacia la puerta.

– Ya has elegido -dice-. Ahora me toca a mí.

Y se va.

Ay, mi'ja. Nunca pensé que lo hiciera.


El día de los Santos Inocentes, el uno de abril, es una de las fiestas más crueles de nuestra cultura. ¿En qué otro momento arrebatamos tan alegremente las esperanzas de los que nos rodean? Normalmente evito hablar con la gente el primero de abril, pero este año tuve que llamar a mi amiga Cuicatl. ¿La recuerdan? ¿La estrella de rock anteriormente conocida como Amber? Ayer vi el Billboard de esta semana, me avisó uno de los redactores de música del Gazette. Y allí, en la portada, estaba mi amiga Cuicatl. El artículo decía que la preventa del disco que estaba a punto de salir había superado cualquier expectativa, y un par de importantes críticos de rock la alababan como la próxima estrella del pop americano. No me lo podía creer, y la llamé para felicitarla. Me aseguró que no era ninguna broma de los Santos Inocentes, y casi me ahogué de alegría y de sana envidia. Una lección para todos: no te rindas nunca.

De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ

Capítulo 14. CUICATL

Gato y yo miramos perplejos la revista Billboard. Está abierta en la página de la lista latina, y allí estoy, Cuicatl, N.° 1, por el sencillo y el álbum. Voy a la lista de los cien principales, y allí estoy otra vez, N.° 32, con una marca. Compite con todos los discos del país, en inglés o en español. Bebo té, me vuelvo hacia Gato, y nos besamos.

– Lo conseguiste -me dice rotundamente.

Su voz suena distante, y no me mira como siempre. Tiene los ojos puestos en la funda de la guitarra de la esquina. Los brazos colgando a los lados.

– ¿Qué he hecho?

Le cojo la barbilla con las manos y vuelvo su cara hacia mí. Su mirada se fija en la pared que tengo detrás.

– Has llegado a número uno.

La frente se le arruga con tristeza. ¿Por qué está tan triste?

– Gato -digo. Se aparta de mí-. Gato, mírame.

Se levanta y se acerca a su guitarra. Suspira.

– ¿Qué pasa? -pregunto-. ¿Por qué te portas así?

Coge la funda de la guitarra, la deja en el suelo, da unos pasos hacia la puerta, vuelve.

– No sé -dice.

– ¿Qué es lo que no sabes?

Por fin, se detiene y nuestra mirada se encuentra. Tiene los ojos rojos. Ha pasado casi toda la noche despierto, dando vueltas, moviéndose y lloriqueando al filo de una pesadilla de la que no ha podido hablar por la mañana, por más que le he preguntado.

– Nosotros -dice.

Cruza los brazos sobre el pecho y vuelve a suspirar. «Nosotros» nunca hemos sido un problema. Jamás. Se encorva y me doy cuenta de que desde que tengo éxito ha ido achatando los hombros, el pecho hundido sobre el corazón. No puede afrontar lo que me está pasando. Le empequeñece y no lo soporta.

– Nada ha cambiado, Gato -digo intentando parecer amable y delicada.

Es difícil para cualquier hombre, pero mucho más para un mexicano. Me levanto y me acerco a él. Se aleja de nuevo, esta vez tocando al pasar las cortinas de bolitas con la imagen de la Virgen de Guadalupe, va al comedor y se sienta en una mesa rústica pintada a mano con colores chillones, junto a su taza de té, ya frío, de esta mañana. Lo sigo y me repito. Intento frotarle los hombros, su sumisa geisha. En el espejo con el marco de estaño, parezco alta, demasiado alta. Me inclino, para encogerme. Algo, lo que sea. Le beso la coronilla como una madre cariñosa. Una parte de mí odia lo que estoy haciendo. Parte de mí quisiera estar sola con mi guitarra.