– Huele increíble -dice, dándole una palmadita en la espalda a Vilma.

Mete un tenedor en los frijoles y los prueba. Se lleva los dedos a los labios, y tira un beso al aire exclamando:

– ¡Qué ricos!

– Si me permites, cariño, tengo que hacer pipí -le digo sonriendo.

El olor a carne frita me manda de nuevo al baño. Cierro la puerta y dejo correr el agua para encubrir el ruido que hago sobre el retrete.


Cuando me siento mejor, busco a Roberto y a los niños que están en la sala de estar. Roberto se arrastra a gatas por la alfombra con Seth en la espalda. Jonah, sentado a un lado, los mira muy serio.

– ¿Qué hacéis, locos? -pregunto.

– ¿Bromeas? -dice Roberto-. ¡Somos indios y vaqueros! ¡Mis chicos son los mejores!

Me derrumbo sobre el sofá, y Jonah se me sube encima. Se sienta de rodillas, mirándome, y me pone un dedo en los labios, la preocupación arruga su diminuta frente.

– ¿Estás bien, mamá? -susurra.

– Claro -miento, y le beso en la mejilla-. Ve a jugar con tu padre.

– ¿Tengo que hacerlo?

– ¡Jonah! ¡Ve!

Lo levanto y lo empujo hacia Roberto.

Vilma nos sirve la cena en la cocina, en lugar de en el comedor, porque Roberto quiere ver si dicen algo de su gran victoria en las noticias. Trabaja en Fidelity Investments, y el caso lleva meses saliendo en los informativos.

Los chicos cenan y se incordian, y la niñera se retira a su cuarto a leer y a chatear por internet con sus amigos de Suiza. Como unos frijoles y me esfuerzo por retenerlos dentro. Vilma se da cuenta de que no me encuentro bien. Me ofrece más galletas. Roberto no se da cuenta. Mastica con la boca abierta, una mano en la tripa y la otra zapeando con el mando a distancia.

Hay unos cuantos anuncios y enseguida empiezan las noticias locales. Miro la tele, y no doy crédito a lo que veo. Allí, en la pantalla, aparece nuestra casa.

¡Nuestra casa!

La cámara se desplaza y enfoca la camioneta de Elizabeth, aparcada en la entrada. El periodista empieza a decir que la periodista de un canal de la competencia que acaba de «salir del armario», había llegado esta mañana a esta «lujosa mansión en Brookline, cerca de Chestnut Hill Reservoir», después de conducir como una loca eludiendo una manifestación religiosa y a los periodistas que la perseguían. Roberto lanza el mando al suelo. Su puño aterriza en la mesa.

El periodista mira sus notas y dice que según el registro de la propiedad la casa pertenece a Roberto J. Asís, «un destacado abogado local, involucrado en el polémico pleito de Fidelity Investments del que hablan los informativos estos días», y añade que el abogado está casado con Sara Behar, una vieja amiga de Cruz en la universidad.

– Se desconoce el motivo de esta visita -dice maliciosamente-, ya que cuando contactamos a Liz Cruz, no quiso pronunciarse.

– Dejen a la gente en paz -grita Liz a la cámara, cubriéndose el rostro y llorando-. Ocúpense de sus asuntos. Dejen a esta pobre familia tranquila.

No me da tiempo a llegar al baño, así que vomito por el suelo de la cocina mientras corro. Roberto ya se ha levantado, escupiendo trozos de filete mientras me grita todos los insultos que se le pasan por la cabeza. Los niños se abrazan y gritan.

Jonah me sigue, gritando:

– Mami, mami, ¡no!

Pero Seth tira de él y lo arrastra hasta debajo de la mesa.

– ¡Escóndete! -chilla.

Roberto me coge del pelo y me atrae hacia él. Toda la cocina huele a vómito.

– ¡Papá! Quieto -grita uno de los niños.

– ¿Qué te dije? -pregunta clavándome un dedo en la cara-. ¿Qué te dije sobre que esa lesbiana entrara en esta casa?

– Ya lo sé -contesto con miedo-, he intentado disuadirla, pero ha venido igual. Estaba asustada y me dijo que no tenía dónde ir. Lo siento.

– Intentaste disuadirla, ¿eh? ¿Por eso ha venido? ¿Porque la has convencido?

Me empuja contra el mostrador. Me cubro el vientre instintivamente con las manos e intento apartarme.

– Por favor, Roberto, no -le suplico.

Vilma y Sharon no aparecen por ninguna parte. Vilma intentó ayudarme antes, pero le pedí que no se inmiscuyera. Sharon también intentó ayudarme una vez, pero Roberto le dijo que se ocupara de sus asuntos o la enviaría de vuelta a Suiza.

– Nuestra casa -ruge-. Ésa era nuestra casa. No puedo permitir que nuestra casa se asocie con esa mujer. ¿Sabes lo que esto supondría para mi carrera? ¿Estás loca?

Intento correr pero vuelve a atraparme.

– ¿Así que estás enamorada de ella? -me pregunta, su cara a un centímetro de la mía.

Me retuerce el jersey y lo rompe.

– ¿Qué? ¡No!

Lucho por liberarme y corro hacia la puerta de la cocina que da al patio, donde la nieve derretida de la última tormenta de la temporada gotea rítmicamente sobre el porche de madera. Nunca lo había visto tan enfadado.

– Ya me has oído. ¿Tienes un lío con ella?

– ¡Estás loco! -grito.

Me golpea en medio de la espalda y me quedo sin respiración. Caigo al suelo y me arrastro como puedo. Tira al suelo la cafetera, la batidora, un bote de galletas de porcelana en forma de gato que se hace añicos al lado de la mesa donde están escondidos los niños. Es un monstruo.

Oigo a los chicos llorar.

– ¡Seth! ¡Jonah! -grito mientras me coge la cara estrujándomela, y me sacude la cabeza para que me ponga en pie.

El dolor es insoportable. Grito. Los niños. Tengo que proteger a los niños.

– Id al cuarto de Vilma y cerrad la puerta con llave. ¡Ahora mismo!

Me obedecen y se dispersan como pájaros asustados.

– No es lo que piensas -le digo-. Además, yo no fui quien intentó ligarse a Liz en Cancún. Fuiste tú.

– ¿Qué? -me pregunta-. ¿Qué has dicho?

Su cara a pocos centímetros. Puedo oler el filete y la cebolla en su aliento. Me cae una gota de saliva en el ojo cuando habla.

– Me has oído bien. Sé que la quieres.

Me abofetea. Me escapo otra vez, abro la puerta de atrás, y corro hacia el porche, hacia la fría y oscura noche. Mi mundo se derrumba. La temperatura ha bajado tanto que la nieve derretida empieza a helarse de nuevo en finas láminas. Roberto me sigue, con ojos de loco.

– ¿Quién te ha contado eso? -pregunta.

– Liz -digo apoyándome contra la barandilla.

Está sobre mí, sujetándome la cabeza con un brazo, estrangulándome.

– ¿Qué te dijo?

– Nada.

No puedo moverme. Me suelta la cabeza y me estruja en un violento abrazo.

Hay lágrimas en sus ojos.

– ¿Nada? -me pregunta clavándome una mano entre las piernas-. ¿No te dijo nada? ¿Te dijo que me jodio? ¿Eh? ¿Ahí mismo, entre las piernas? ¿Te contó esa parte? ¿Que me lo hizo en el hotel cuando te estaban dando un masaje?

– No -le digo-. No te creo.

– ¿No te contó que lo hicimos de nuevo cuando volvimos? ¿Cuando estabas en casa de tu madre?

– Deja de mentir, sinvergüenza.

– Es verdad. Lo hizo -y sonríe, el hijo de puta-. En nuestra cama, y le gustó.

Mueve las caderas obscenamente encima de mí.

– Le gustaba hacerlo fuerte, porque es una puta como tú. No me extraña que hayáis estado comiéndoselo la una a la otra todo este tiempo.

Esta vez le abofeteo yo.

– ¡Carajo! -grito-. ¡Te odio!

Me agarra las manos y me las retuerce hacia atrás hasta que pienso que va a partirme las muñecas.

– ¡No! -chillo-. No, Roberto.

Está gruñendo, maldiciendo, insultándome de todas las formas que se le ocurren. La madera del porche está resbaladiza, y pongo cuidado para no caerme. Me agarro del pasamanos como si fuera un salvavidas.

– Por favor, Roberto, estoy embarazada -lloro-. No puedo caerme ahora.

Se detiene y me mira fijamente.

– Más te vale no mentirme -me dice.

– Roberto, no, te lo juro, no te estoy mintiendo. ¿Por qué crees que estoy engordando? ¡Casi no como! ¿Por qué crees que corro al baño cada diez segundos? Es para vomitar, Roberto.

– Buen intento -dice-. Eso no te va a ayudar. Conmigo ya no te sirven las mentiras, ¿entiendes lo que te digo?

– No miento. Estoy embarazada. Estaba esperando a nuestro aniversario para decírtelo, para darte una sorpresa. Te lo iba a decir la próxima semana en Argentina. Por favor.

Millones de lágrimas calientes y pesadas resbalan por mi cara. La visión de las lágrimas le excita. Me sacude.

– Dime la verdad, Sara -me exige-. Esto no es un juego.

– Te estoy diciendo la verdad. Vamos a tener una niña.

– ¿Una niña? -continúa, agarrándome muy fuerte, pero sus ojos se ablandan un poco, esperanzados.

– Vamos adentro -digo-. Te enseñaré el test de embarazo. Lo he escondido en el armario.

– Espero que no me estés mintiendo -me repite.

– ¿Y tú qué? -pregunto-. ¿Estás mintiendo? ¿De verdad te acostaste con ella?

– Sí -me dice.

– ¿La quieres?

– La quise -me dice-. Pero ya no. Te quiero, Sarita. No soporto la idea de vosotras juntas. Me enloquece. Es el peor insulto que pueda pensar un hombre.

Está jadeante, la cara roja, furioso.

– No soy lesbiana -le digo-. Soy tu mujer. Te quiero. Eres el único hombre al que he amado. ¿Por qué nos hacemos esto? ¿Y los niños? Ay, Roberto. Por el amor de Dios. Nos hace falta ayuda profesional.

– ¿De verdad estás embarazada? -su voz es suave y tiene esa dulce sonrisa que me derrite el corazón.

Le acaricio la cara y me compadezco de él, como hago siempre que se disculpa después de pegarme.

– Te lo juro.

Tira de mi brazo en lo que interpreto como un intento de atraerme hacia él, pero algo pasa. Me resbalo en el hielo, me suelto de su mano, y entonces el tiempo se detiene y siento cada escalón primero en mi trasero, luego en la espalda, y después justo en el estómago. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho. Me doy contra los ocho escalones y aterrizo en el afilado hielo. ¿Me ha empujado? ¿O me he resbalado? No lo sé.