Después de dar la bienvenida a los nuevos miembros y de ponernos al día respecto a los problemas de la organización, incluidas las contrataciones, promociones y otros hitos importantes, se anuncia la cena. Los camareros empiezan a llevar las ensaladas a las mesas, y los comensales empiezan a comer, algunos en el momento correcto, otros no, algunos con los tenedores correctos, otros no. Una de las organizadoras se me acerca para indicarme que debo acercarme al estrado. Me excuso y la sigo. Me sorprendo cuando la luz ambiente disminuye y proyectan un video de cinco minutos sobre el éxito de Ella en una pantalla al fondo del salón. No tenía ni idea. Contengo las ganas de llorar. Los asistentes aplauden y me aclaman cuando finaliza el video y subo los peldaños del podio. De pie aquí, frente a más de mil personas, vuelvo a darme cuenta: esto es lo mío. He alcanzado mi meta.

Pronuncio mi discurso. La gente se ríe cuando esperaba que lo hiciera y aplaude cuando esperaba que lo hiciera. No aludo a mi vida personal, salvo para agradecer a mis padres haberme inculcado una sólida ética laboral y un firme compromiso profesional. Con una sincera sonrisa cuento la increíble historia de André Cartier y su cheque mágico, utilizándola como ejemplo para que los asistentes que han triunfado sean valientes y ofrezcan ayuda a los demás. André se levanta cuando se lo pido y acepta la ovación. Siento que me estremezco involuntariamente cuando le miro. Me repongo y termino el discurso.

La gente se levanta para ovacionarme. Regreso a la mesa y a un André exultante. Me tomo los trozos de ensalada que no están contaminados de pastoso aliño.

André me ofrece champán para celebrar nuestro éxito con la revista, pero rehuso. No bebo. Él bebe solo, mirándome con una sonrisa en los ojos. Una sonrisa sexy. Me doy cuenta de que estoy muerta de hambre.

Miro a lo lejos y me lleno el estómago de agua.

Después de cenar, un grupo de rhythm amp; blues empieza a tocar los éxitos de Stevie Wonder, y la gente se acerca a la pista de baile. André me guiña un ojo.

– ¿Vas a acceder esta vez?

– No -digo-. No sé bailar.

– Todo el mundo es capaz de bailar -dice.

– No es que no me guste bailar -digo-. Honestamente, es que no puedo.

– Tonterías -dice.

Aunque jamás hablo de mí, le cuento la vez que intenté bailar en la universidad consiguiendo, tan sólo, que las temerarias se rieran de mí. Recuerdo que Lauren aprovechó la oportunidad para recordarme que era «india», y no lo soy. «Tu gente no puede bailar», me dijo. Jamás lo olvidaré.

– Eso no son amigas -dice simplemente.

– Sí, sí lo son. Sólo que son muy sinceras. Tengo dos pies izquierdos.

Continúa mirándome a los ojos en silencio. Alza una ceja y espera.

– No puedo bailar -repito.

Me siento incómoda.

– Tonterías -dice.

– Parezco una idiota cuando bailo.

Se levanta y me ofrece su mano.

– ¡No! -protesto.

– ¡Sí! -dice. Se acerca y me acaricia la mejilla con un dedo-. Puedes.

Y allí, zas, allí está. El deseo por segunda vez hoy. Y pensar que casi había olvidado lo que se siente.

Me coge la mano con suavidad.

– Ven.

Me pongo de pie.

– No sé.

– Tan sólo relájate -dice.

– Te lo advierto, no es culpa mía si te piso y te hago daño.

Se acerca, me mira a los ojos y susurra sugerente:

– Creo que me gustaría que me hicieras daño… un poquito.

Me ruborizo de pies a cabeza, pero no digo nada.

El grupo pasa de Stevie Wonder a algo vagamente reconocible. André me arrastra hasta la pista y sonríe. De repente me pongo muy nerviosa. La música es buena, el grupo es bueno, y reconozco la canción de mis tiempos de secundaria, una vieja canción funky con mucho bajo; algo sobre fresas. André se mueve con soltura, despacio, y no puedo evitar notarle, sexualmente. No es que esté dispuesto, es simplemente que es una de esas personas que están llenas de energía sexual, una persona poderosa, inteligente, segura y feliz. Las mujeres de alrededor le miran.

– Así -dice, sacudiéndome por los hombros con sus imponentes manos-. Suéltate. Disfruta de la música.

Doy un paso a un lado, acerco el otro pie, paso-juntos, paso-juntos. Incluso yo me doy cuenta de que estoy rígida. Podría estar en clase de aeróbic.

– Así -dice con una sonrisa triunfal-. Así.

Me siento como si marchara en un desfile militar. Mi cuerpo no se mueve con la música, por lo menos no cuando me miran. Paso-juntos.

André se adapta a mis movimientos y añade un poco de su cosecha, exhibiendo unos modales impecables incluso ahora. Me acuerdo de algunas letras de hace mucho tiempo, de cuando la vida era más sencilla. Musito la letra.

– ¡Así! -André grita por encima de la música-. Déjate llevar.

Siento la cabeza ligera. Estoy disfrutando. ¿Es eso un pecado? Cuando te casas con un hombre, ante Dios y tu familia, se supone que amputas de tu corazón la capacidad de sentir lo que estoy sintiendo ahora mismo. Se supone que no debes perder el aliento al lado de otro hombre. Se supone que no debes preguntarte cómo sería estar con él en lugar de con tu propio marido, no debes soñar con pasear juntos por la orilla del río Charles en primavera.

Cambia la música a una canción más lenta. André se acerca más a mí y retrocedo. Me deja guardar la distancia, pero seguimos bailando. La canción es melancólica y empiezo a ponerme un poco triste a mi pesar. Me acerco a su oído.

– ¿Crees que soy simple? -susurro.

Inclina su cabeza de lado como un pájaro para aparentar una extrañeza divertida.

– ¿Simple? No, no es lo primero que me viene a la mente cuando pienso en ti. ¿Por qué?

– Bien. ¿Cómo me describirías? Tengo curiosidad.

Sonríe abiertamente, me acerca más a él, me agarra firmemente y nos movemos juntos. La gente nos observa, lo sé.

André empieza a hablarme muy bajito al oído:

– Rebecca Baca, en mi opinión, es inteligente y lo sabe. Es culta y lo sabe. Es espectacularmente guapa, pero no lo sabe, y está muy sola, pero no lo confiesa.

Quiero dar la vuelta y salir corriendo, alejarme. Distanciarme de lo que siento. Me retiro, pero me acerca de nuevo dulcemente.

Prosigue, bajito, rápido y apremiante:

– Rebecca Baca es la mujer en la que pienso cuando voy a dormirme y la mujer en la que pienso cuando me despierto por la mañana. Es la mujer más asombrosa que conozco.

No puedo controlar mis latidos, siento la sangre fluir hasta derramarse por el suelo. Me siento débil de pura alegría. No sé qué decir; no estoy preparada para esto. Bailamos hasta que el grupo deja de tocar, pero ya no quiero parar.

– ¿Sabes? -dice cuando recogemos los abrigos del guardarropa y nos dirigimos al aparcacoches-, podríamos seguir. Es viernes por la noche. Conozco buenos clubes en la ciudad.

– Es tarde -digo.

– No es verdad, no es verdad -dice con una sonrisa amable mirando el Rolex-. Sólo son las once.

– No creo que sea correcto -digo-. Debes saber que…

Parece confundido, ofendido.

– Estoy casada, André. Y soy un personaje público. Quiero decir que… No porque, bueno…

Me sostiene la mirada y sonríe mostrando sus hoyuelos.

– ¿Sabes? -dice-, todavía no conozco a tu marido. No ha venido a un solo acto.

– Ya lo sé.

– No creeré que estás casada hasta que le conozca.

Frunce el ceño poniéndose serio y me coge la mano para besarla dulcemente.

– Si fueras mi esposa, estaría en todos los actos celebrando tu éxito.

– Estoy, estoy casada.

– ¿Felizmente?

Trago con dificultad. Me ha pillado.

– Sí -miento-. Felizmente casada.

Es la primera vez que recuerdo haber tenido un tic. La boca se me mueve.

André lo nota y sonríe.

– Me dijiste que no podías bailar -dice arqueando una ceja-. Eso era mentira. Estás completamente segura sobre tu marido, ¿no?

Entrego la ficha al aparcacoches, logro controlar mi cara y le sonrío.

– Buenas noches, entonces -digo-. Nos vemos otro día.

Nos quedamos en silencio hasta que traen mi coche. André me abre la puerta con delicadeza y subo. Cuando cierra, dice:

– Júrame que estás felizmente casada y dejaré de presionarte.

Evito su mirada, meto la llave en el contacto y me marcho sin responder.

No quiero que Dios sepa la respuesta.


No me gusta ilustrar esta columna con anécdotas sentimentales. Es un truco barato de esta profesión y juré en la escuela de periodismo que si alguna vez tenía mi propia columna no haría jamás lo que llamo «el Paul Harvey». Pero la rabia me obliga a compartir con ustedes momentos personales conmovedores. Vean, tengo una amiga cuya generosidad es incomparable dentro de mi círculo de amistades. La demostró por primera vez en la universidad, cuando al ver a una mujer pobre sin abrigo estremecerse en una tormenta de nieve, le regaló no sólo su propio abrigo sino el gorro, los guantes, el echarpe y la taza desechable de té caliente que acababa de comprar. Y veinte dólares. Siguiendo las enseñanzas de la Biblia, libro de cabecera de la citada amiga, dona el quince por ciento de su sueldo a obras benéficas, a veces más. Siempre que me burlo de la gente cuando estoy con esta amiga, que es aproximadamente cada seis minutos, me pregunta qué necesidad tengo de ser tan mala. Conozco mucha gente egoísta e irascible. Se encuentran fácilmente. Pero no conozco mucha gente como Elizabeth Cruz.

De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ

Capítulo 11. ELIZABETH

«¡Tortillera!», grita el tipo.

Presiono el siete para saltar el mensaje. No me hace falta oír el resto. He recibido docenas de recados que empiezan igual. Me quieren muerta. Me odian. Cada ministro evangélico de la zona parece haber pedido que se me echen encima, para salvarme de las llamas del infierno.