Me comí dos tarrinas de helado mientras rompía las fotos, vomité, tomé un poco más, me bebí un par de cervezas, vomité de nuevo, y volví a beber. Y lloré. Como una idiota. Quiero decir, ¿por qué llorar si te has librado de un feo e ignorante texicano como Ed antes de que te atrape? Por la misma razón por la que los exiliados cubanos hablan de Cuba todo el rato. La Cuba que dejaron atrás ya no existe. Lloras por el sueño perdido, no por el lugar verdadero, o por una persona determinada. La pérdida de la persona que creías que era, no la que es. Papá Noel no existe. Ya no hay un futuro con un Ed que enseñe a nuestro hijo a recoger la manguera.

¿Quince minutos? Hundo los dedos de los pies en la alfombra azul de pelo largo, le pongo boquita de beso a mi gata, Fatso, que duerme en el enorme ventanuco en forma de media luna. Como me ignora, la beso aún más fuerte. Beso, beso, beso, beso. Hasta que la despierto. Bosteza enseñando los colmillos y levanta su enorme corpachón redondo. Se estira, se deja caer y me lanza las patitas. Está gorda por mi culpa, por supuesto. Yo soy quien le pone cuatro latas de Fancy Feast al día. Así le demuestro mi amor. Ella me demuestra el suyo frotándose contra mis espinillas dejando restos de pelo blanco a su paso. La rasco detrás de las orejas hasta que ronronea.

– Vale, grandota.

Cojo la caja de pienso de salmón de la mesa auxiliar y la abro; el sonido hace que se ponga a dar vueltas maullando desesperada. El gato de Pavlov. Le lanzo unos granitos. Los atrapa como puede, para ser gato es lenta de reflejos, se los come con gusto, ronroneando y mascando a la vez.

– ¿En qué nos hemos metido ahora?

Me pongo en pie, me tambaleo, y me doy cuenta -de nuevo- de que no estoy sobria. Sigo borracha. Me agarro a la barandilla blanca de la escalera y bajo con cuidado al piso del apartamento donde están cocina, comedor y baño.

Este apartamento mola. Techos altos, moderno. Al menos tengo esto, aunque sea gorda, fea y no tenga novio.

Es diáfano y tiene un montón de luz, muy artístico. Es el mejor sitio en el que he vivido. Usnavys hizo que me mudara aquí, mira por dónde. Pensé que no podría permitírmelo. Y ella:

– Mi'ja, basta de ser tacaña y tener mentalidad de pobre. Ahora puedes permitírtelo. Problemas. Problemas.

Tenía razón. Todavía no me he acostumbrado a tener dinero. Mucho dinero. Recuerdo demasiados días en que papi me daba dinero para el almuerzo sacándolo de su bolsillo arrugado en una bola. Siempre me decía suspirando: «No estamos hechos de dinero, recuérdalo». Y siempre se lo tenía que pedir, además. Cada mañana. Papi olvidaba esas cosas. Era un buen padre, pero mal profesor. No se acuerdan de las cosas más prácticas, aunque no se debe generalizar tampoco. Nunca teníamos dinero suficiente.

Vale, de acuerdo. No volveré a hablar de papá. Perdón.

Así que ahora que tengo dinero no sé qué hacer con él, excepto ahorrarlo para el inexorable hambre. ¿Este comedor? Usnavys me hizo comprarlo. También el dormitorio de abajo.

– No esperes -dijo-. Vive.

Me apoyo en la pared para equilibrarme y «ando» -o algo parecido- hasta el baño. La caja de la gata está sucia otra vez. Tengo que limpiarla. No puedes recibir a un hombre en casa con la caja de la gata sucia. Probablemente todo el apartamento apesta a sus pequeños torpedos cubiertos de pelo gris. Yo ya no lo noto. Soy inmune. Pero quiero causarle una buena impresión a mi narcotraficante.

¿Narcotraficante?

Dios mío, Lauren, ¿qué has hecho?

Dejo correr el agua caliente en la bañera. Saldrá caliente en unos tres minutos. Es un buen apartamento, recién reformado, pero como todos en esta sobrevalorada ciudad de hielo, tiene las cañerías rematadamente viejas. Todos los apartamentos de Boston dan problemas a las personas con mi nivel adquisitivo. Sé que gano más que la media, vale, pero he aquí la cuestión: cuesta más vivir en Boston que en cualquier otra ciudad del país, mucho más, aún más que en San Francisco. Así que acabas ganando cifras con seis ceros, pero vives como un estudiante.

Debería volver a Nueva Orleans, donde las cosas tienen más lógica. Palmeras, humedad, huracanes, los hermanos Neville, el Café du Monde, los cangrejos, los funerales con jazz. Sólo he tenido mala suerte desde que llegué.

Cojo el pequeño recogedor rojo y empiezo a echar la caca de Fatso en el retrete. Plop, plop. Quiero demasiado a esta gata, ¿vale? Demasiado esfuerzo también. ¿Lo aprecia? ¿Tú qué crees? Entra y empieza a remolonear en la alfombrilla del baño, la primera alfombrilla de baño buena que he tenido, una cosa morada carísima que compré en una tienda de la calle Newbury. La gata la deja llena de pelo. La acabo de lavar. Por su culpa tengo que lavar la alfombrilla cada dos o tres días. Y que pasar el aspirador cada dos. Hay pelo suyo por todas partes. Ésa es una de las razones por las que no me siento la mujer de éxito que la gente cree que soy. Las mujeres de éxito tienen gatos, sí, pero son capaces de mantener el pelo a raya, ¿entienden lo que quiero decir? No andan por ahí rodeadas de una nube de pelos de gato, como en una pocilga. Yo sí. Esta nube de pelos me sigue a todas partes. El otro día, cuando fui a Bread and Circus a comprar comida sana que me ayudara a superar lo de la bulimia, una señora en la cola me estornudó encima y me preguntó si tengo gato. Le dije que sí, y me respondió que se lo imaginaba por la pelusa que tenía en la chaqueta.

– ¿Nunca ha pensado en usar un cepillo para la ropa? -preguntó muy digna.

Y yo pensé: «¿Qué coño le pasa, señora? ¿Es una completa desconocida y se atreve a decirme eso a la cara?».

Fatso se tumba boca arriba y me mira. Cuando termino de limpiar, tiro de la cadena y relleno con arena nueva, rociándolo todo con Lysol, y entonces va ella de puntillas, se coloca despacito y hace otra caca gigantesca.

Me ignora.

Ésta es mi vida. Lysol, la caja del gato, y Ed jodiendo a esa flaca putita.

– Pensé que por lo menos podía contar contigo -le digo a la gata.

Estallo en sollozos otra vez.

Fatso termina de hacer sus necesidades, escarba indiferentemente, y sale disparada, llenando el pasillo de arena con sus patas traseras. No es lo que se entiende por una gata veloz. El veterinario no deja de decirme que la ponga a dieta. ¿A dieta? ¿Una gata? Mis parientes en Cuba se esfuerzan por reunir calorías suficientes con sus estúpidas libretas de racionamiento, ¿y quiere que ponga a dieta a mi gata? Qué mundo.

Además, es cosa de Fatso, no mía, según la ley. Todavía está vigente una ley en Massachusetts que prohibe tener gato porque aquellos hombres que ahorcaron a las mujeres de Salem creían que los gatos eran personas, o algo así. Así que supongo que Fatso no me pertenece, no legalmente. Me ha elegido como esclava. Debería sentirme honrada. Por lo menos alguien me quiere. Limpio su último regalito y vuelvo a rociar de Lysol. El agua ya está caliente, aparto la cortina de la ducha (también buena, morada, a juego con la alfombrilla) y tiro de la llave de la ducha.

Me desnudo y me miro un segundo en el espejo que hay sobre el lavabo. Parezco enferma, hinchada y cansada. Parezco vieja, gorda y tonta. ¿Cómo voy a adecentarme lo suficiente en quince minutos como para impresionar a un tipo como Amaury? ¡Ya has visto las chicas que le rondan! Dejaron el colegio en noveno para dedicar todo su tiempo a cosas como depilarse las piernas y perfilarse los labios. ¿Por qué iba alguien como él a interesarse remotamente en este pálido monstruo de pelo absurdo y gafas? Tengo una teoría: si trabajas en prensa más de tres años, empiezas a parecerte a un cadáver de los del video de Michael Jackson. Los periódicos son fábricas, aunque creen que son oficinas. Cada tarde, el edificio entero tiembla cuando arranca la rotativa, los rodillos empiezan a girar y la tinta sale disparada por las grietas. No hay luz natural, sólo una gran sala donde la gente se sienta a mirar fijamente al ordenador. No hay nadie más espeso, más grasiento, más enfermizo, con aspecto más lamentable, que los que trabajan en los periódicos.

– Me pones enferma -me digo a mí misma-. Eres tan fea.

Tiempo. Transcurre. Habitación. Gira.

Me doy cuenta de que llevo un rato pasmada haciendo muecas. El suelo se ha llenado de agua. Estoy borracha. ¿Ya lo había dicho? Creo que sí.

¿Cuánto tiempo he estado así? No lo sé. ¿Funciona el timbre de la puerta? Ni idea, el agua hace demasiado ruido. No tengo tiempo. ¿Qué estaba haciendo? Ah, sí.

Llorar e insultarme.

Río, me meto en la ducha y empiezo el largo proceso femenino de transformarme en algo atractivo. Ya sabes a lo que me refiero, no disimules. Afeitarte, lavarte, exfoliarte, salir de la ducha, secarte, hidratarte, retocar con la maquinilla esos pelitos que han quedado en el tobillo izquierdo, y fingir que no duele cuando te cortas. Ponerte desodorante por todas partes. Bañarte en perfume. Meterte en un sujetador que levanta el pecho, y afrontar la invasiva amenaza del tanga. Encontrar algo provocativo en el armario, algo que esperas no te haga parecer gorda. El negro es la mejor apuesta. Medias y un suéter de Limited. Tampoco tiene que parecer que te has arreglado especialmente. Adelante. Ah, pero aún no has acabado. Aún te queda la cabeza. Quiero decir, el exterior, no el interior. (Eso no tiene solución.) Te recoges la melena con una toalla para que no te moleste, y utilizas esa crema que dice reducir las arrugas, aunque eres la prueba viviente de que es mentira. (¿Por qué nadie me dijo que una empieza a parecer vieja a los veintitantos?) Después te pones la base, el colorete, la base para los ojos, la sombra; te depilas las cejas, las rellenas con lápiz negro, ahora la raya de los ojos, y te das el rímel así, con la boca abierta. Intenta ponerte el rímel con la boca cerrada, bonita. Es imposible. Y ahora los labios. Perfilador, barra, lanzar un beso al aire, quitarte el sobrante de los labios con un papel. Después polvos sueltos encima del conjunto, para fijarlo, como dicen. Te sueltas el pelo, lo cepillas, te lo secas con secador en cinco minutos, entonces coges un cepillo redondo grande y trabajas cada mechón, más de cien en total, hasta que quede liso, brillante y parezca «natural». Yo tengo el pelo superrizado. Ser mujer es como cuidar un jardín Victoriano.