– Es que es muy urgente, mano, urgente urgente, que hagamos la ceremonia pronto, pero pronto pronto -dice.
Estoy concentrada en sacar la nueva canción, Hermano oficial. Cuelga, y espera a que haga una pausa antes de contármelo todo.
– Curly dice que mañana está bien -dice-. Tenía otra ceremonia, pero la cambiará. Se hace cargo de lo importante que es y dice que el jaguar se le ha aparecido a él también. Está escrito, Amber. Ya verás. Hay poco tiempo, pero creo que localizaremos a todo el mundo.
Vuelve al teléfono y durante unas horas avisa a todo el grupo de baile azteca, para montar una gran danza mañana por la tarde. Cuando termina tengo el esqueleto de la canción y he empezado a darle forma añadiendo trozos de carne. Saca su tocado y su escudo del armario y empieza a limpiarlos para el baile.
En total, treinta de los treinta y seis integrantes del grupo dicen que vendrán. Cambia el emplazamiento, y de la casa de Curly pasamos a un espacio abierto en Whittier Narrows. No hay suficiente espacio en casa de Curly para una danza entera, con tambores y demás, y Whittier Narrows es el lugar donde solemos ir. Paso el resto del día terminando la canción.
Gato limpia el apartamento y hace una compra en la cooperativa. Ya de noche, hacemos el amor y escuchamos la profunda voz verde de la luna.
El domingo quedamos con todos en el parque al mediodía. Llevo el vestido morado largo con picos y capas de tela, el tocado de oro y mocasines. Gato sólo lleva un taparrabos, campanillas en los tobillos y su tocado grande de plumas. Los demás van más o menos igual.
Las familias que se ven por aquí visten de domingo, la mayoría son de México o Centroamérica y hablan español. Las mujeres se contonean en sus vestidos de rebajas y llevan a los niños en brazos o empujan sus cochecitos. Los hombres llevan sombreros de cowboy blancos y pantalones vaqueros negros ajustados, cinturones de hebillas enormes, y botas camperas amarillas de piel de avestruz. Algunos llevan radiocasetes con música de Los Tigres del Norte o del Conjunto Primavera. Las bebés llevan diademitas con adornos en la cabeza, y diminutos pendientes de oro. Los chavales corren y juegan vestidos con pantalones cómodos y botas. Algunas familias montan en barcas de patines en el lago, o se pasean por la orilla comiendo churros y tortas. Los adolescentes con la cabeza afeitada cubierta con badanas se dan la mano ceremoniosamente y miran a las chicas, que llevan pantalones anchotes de algodón y enormes pendientes de aro. Los quiero a todos.
La mayoría no sabe qué pensar de nuestro atuendo mexica ceremonial. Somos orgullosos príncipes y princesas, reyes y reinas indios. Siento rabia y tristeza cuando se ríen de nosotros. Intento contarles a algunos lo que estamos haciendo, quiénes somos. Sé cómo se sienten; yo era como ellos. Eso fue antes de que descubriera las mentiras de la historia. Antes de que comprendiera que llevo en las venas sangre de un pueblo ancestral y orgulloso. Les cuento que hemos venido a honrar el pasado, a honrar a nuestros antepasados, que murieron defendiendo su cultura. Algunos coches pitan al adelantarnos en señal de solidaridad, algunos levantan el puño y gritan: «¡Viva La Raza!».
Casi siempre comprenden lo que quiero decir, sobre todo los más jóvenes. Todos tenemos fotos en los álbumes familiares de un bisabuelo con trenzas. La mayoría sabemos que somos indios. Los únicos que se niegan a reconocernos son esos chicanos pretenciosos que trabajan en el Los Angeles Times. Ese periódico nos ha calumniado tantas veces que he perdido la cuenta. Una vez nos plantamos allí para hablar con el mexica que tenía el cargo más alto, un tipo de unos cincuenta años que parecía la reencarnación de Toro Sentado. No quiso saber nada. Como Rebecca. Hacemos que se sientan incómodos.
Encendemos las antorchas y las colocamos en círculo para limpiar la zona de malos espíritus. Los que tocan los tambores se preparan. Nos colocamos sin apenas hablar. Inclinamos la cabeza rezando en silencio. Las mujeres cogen maracas, los hombres escudos y maracas. En el centro del círculo, Curly se dirige a nosotros en español, después en inglés y después en náhuatl. Nos recuerda la manifestación de esta semana frente a los estudios de Dreamworks, que están preparando una película de dibujos animados para destruir lo que queda de nuestra historia. Nos habla de otra en los estudios de Disney contra Edward James Olmos.
– Ese vendido quiere hacer una película sobre Zapata -dice Curly-. ¡Tenemos que demostrar al estudio que no queremos que ese eurocéntrico represente a nuestra gente nunca más! ¿Estáis conmigo?
Rugimos.
Por último, nos recuerda que escribamos a todo el que se nos ocurra para apoyar la propuesta de ley que ha presentado una de nuestras hermanas mexica en el norte de California para que el gobierno reconozca a los mexicoamericanos como indígenas.
Ahora Curly nos dice que estamos hoy aquí para bailar en mi honor, y en el de mi reunión de mañana en una casa discográfica interesada en mi música. Es importante, porque si me contratan, dice, el mensaje mexica llegará a todos los rincones de la tierra.
– Por favor, unios a mí para rezar por el éxito de nuestra hermana mexica y de su música.
Uno de los miembros del grupo, un abogado del mundo del espectáculo llamado Frank Villanueva, levanta la mano y pregunta si puede hablar. Curly dice que sí.
– Me gustaría ofrecerme para acompañarla a la reunión con la discográfica -dice-. Si Amber me lo permite.
– Gracias, hermano Frank, por tu generosidad -dice Curly-. ¿Amber? ¿Qué dices?
Miro a Gato, y asiente. Tiene los ojos encendidos. Entonces me acuerdo de que Frank representa a algunos de los mexicas con más proyección de Hollywood, la mayoría del cine.
– Digo que sí, y gracias.
– Sería un honor. Me alegro de que aceptes -dice Frank-. Todos conocemos tu música y sé que lo conseguirás. Pero no tiene sentido que una artista joven vaya sola a una reunión como ésa. Eres tan vulnerable. ¿Cuándo es la reunión, y dónde?
Se lo digo, y asiente.
– Allí estaré.
Observo las ofrendas que hemos apilado en el centro del círculo, fruta e incienso, y me concentro, siento cómo el águila que llevo dentro despliega sus alas, elevándose al sol. Siento la energía de mis hermanas y hermanos. Curly Rizado dice que hoy escogerá un nombre para mí, un nombre mexica, para que me proteja y guíe mi destino. Suenan los tambores.
Bailamos sin descanso durante tres horas. Vanesa Torres, que está demasiado embarazada para bailar, reparte botellas de agua. Entro en la zona, el lugar al que llego cuando actúo en público, al que llego cuando Gato y yo corremos durante horas por las colinas. Siento que las energías del universo convergen en mí. Me pierdo entre los espíritus. Sé que las cosas son como deben ser. No he llegado a este punto de mi vida sin motivo.
El baile cesa. Curly vuelve a entrar en el círculo. Me invita a unirme a él. Me arrodillo ante él, y me da mi nombre.
Cuicatl.
Ya no volveré a ser «Amber». Seré «Cuicatl». Es un nombre potente, un nombre que significa «canción» o «canto», un nombre que permite comunicarse a través de la música. Es el nombre que debería haber tenido, es el nombre de mi verdadero destino. Si los españoles no hubieran llegado y exterminado a mi gente en Aztlán, si no hubieran quemado nuestros pueblos y ciudades hasta reducirlos a escombros, si no nos hubieran traído su pólvora y su comida envenenada, yo habría sido Cuicatl. Y lo más bonito es que no es demasiado tarde. Todavía puedo acoger a mi verdadero yo, mi yo mexica, mi bello yo mexicano: Cuicatl.
Volvemos a casa, mi madre ha dejado un mensaje en el contestador pidiéndome que la llame. Lo hago. Está en casa y contesta al teléfono.
– ¿Diga?
– Hola, mamá.
– ¡Oh, Amber! ¿Cómo estás?
– Bien, mamá, ¿y tú?
– Tirando, mi'ja. ¿Dónde estabas?
– He ido a mi ceremonia de nominación.
Silencio. Mi madre puede decir más con su silencio que con sus palabras. No aprueba el movimiento Mexica. Nunca lo ha dicho, pero es obvio. Como es obvio que no le gusta cómo me arreglo el pelo, me maquillo, o lo que le he hecho al coche que me regaló. Nunca lo dice abiertamente, pero hace otras cosas, como enviarme fotos de mujeres de las revistas con una nota que dice que me quedaría bien el corte de pelo de la foto.
Después de una pausa suficientemente larga para hacerme sentir incómoda, me pregunta:
– ¿Recibiste el paquete que te envié?
– Sí, mamá. Siento no haber llamado. He estado liada. Gracias.
Quiero reñirla, ¿sabes? Quiero gritarle por no preguntar lo que hago en las ceremonias, por no haber ido a uno solo de mis conciertos, por no preguntarme jamás cómo está Gato, por no interesarse en nada que tenga que ver conmigo. Pero no lo hago. Puedo lanzarme sobre una multitud de roqueros alterados, pero no puedo arriesgarme a disgustar a mi madre. Tengo veintisiete años y todavía no tengo el valor de enfrentarme a mi madre. Es absurdo.
– Pon todas tus cosas dentro de las bolsas y usa la aspiradora para absorber todo el aire. Todo queda tan pianito que puedes colocarlo en el armario sin que ocupe tanto espacio.
– Lo sé, mamá. Gracias.
– Puedes hacerlo con mantas o jerséis, esas cosas.
Es su forma de pedirme que cambie la decoración de mi apartamento.
– Vale, mamá.
– Las compré en la teletienda. También se las he comprado a tu abuela y a tu Nina. Lo he hecho con el plan ultrafácil. Lo pagas todo en cinco cómodos plazos.
Se nota cuando está citando la «Tiii-viii».
– Qué bien, mamá. Gracias.
– Así tienes más espacio.
Traducción: no aprueba mi pequeño apartamento.
– Muy bien. ¿Cómo está papá?
– Está en el Rez, donando dinero a la causa indígena.
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