Admiro a Juan por lo que hace. Se graduó en ingeniería en Northeastern y podría haber hecho infinidad de cosas para mejorar su posición social, sin embargo tomó la difícil decisión de renunciar a un nivel de vida muy alto para ayudar a nuestra comunidad. Me lo ha explicado, y lo entiendo. A mí me pasa lo mismo. He tenido ofertas de trabajo de empresas privadas que hacen lo mismo que yo en The United Way, créanme. Pagan casi el doble de lo que gano. Pero probablemente me parezco más a Juan de lo que la gente cree; necesito sentir que lo que hago importa. Pero aun así, gano cuatro veces más que él. Qué triste.
Le cuento esa locura que cuentan los medios sobre el lesbianismo de Elizabeth. Está preocupada por el puestazo nacional que tiene entre manos porque Rupert Mandrake, el director de la empresa dueña de la cadena de televisión, encabeza la cruzada de los «valores familiares»: es decir, odia a las lesbianas. La gente es tan tonta. La llamé y le dije que a mí me daba igual. No me importa. No me importa con quién se acuesten mis temerarias, con tal de que las traten bien. Le pregunté si esa los-niños-no-lloran poetisa suya la cuidaba. Me dijo que sí, y le contesté que eso era lo fundamental. Me lo agradeció, se echó a llorar y dijo que Sara no le hablaba.
– Eso es una estupidez -dice Juan-. Sara es una estúpida.
– Eran muy buenas amigas. Qué extraño.
– Le hace a uno preguntarse si alguna vez fueron más que buenas amigas, ¿no? -dice Juan.
No lo había visto así.
– Lo dudo. Sara es súper conservadora.
Elizabeth dijo que Lauren la estaba apoyando, y Amber también. Aún no había hablado con Rebecca, pero estoy segura de que no la censurará; aunque no lo apruebe, no es severa con nadie. Una vez publicó un artículo en Ella sobre latinas lesbianas.
Lauren es la más severa. Hasta yo me pongo enferma cada vez que se pasa bebiendo y nos da lecciones, como si no nos supiéramos nuestra propia película. Es la gringa que hay en ella, creo, lo que la hace ser así, una gran sabelotodo que produce dolor de cabeza en cuanto estás un rato con ella. Juan y yo hablamos sobre la vida, el arte, la política, nuestras familias, sobre cualquier cosa. Es lo mejor, hablamos. Si fuera mujer, sería mi mejor amiga. Hasta lloraría delante de él si fuera chica.
Por fin aterrizamos en Roma. Acaba de amanecer. Estoy tan cansada que lo único que quiero es coger un taxi, ir al lujoso hotel, y dormir. Juan tiene otros planes. Ha decidido alquilar un coche y apañárselas solo por Roma. Nunca ha estado aquí, mi'ja. Joder, los coches aquí son diminutos. Además, lleva un día sin dormir y tiene los ojos tan irritados por las lentillas que parece que le hayan echado ácido de batería. Se ha dejado la solución salina y no quiere quitárselas y ponerse las gafas, porque son las únicas que ha traído. Triste como el infierno.
No hace falta decir que Roma es una de las ciudades más importantes de Europa, y, como pronto descubrimos, no sólo tiene normas de tráfico diferentes a las de Estados Unidos, sino que también está infestada de obras de rehabilitación de muchos de sus lugares históricos. Nos quedamos atrapados en el atasco más agresivo y horrible que he visto en mi vida, con la gente gesticulando e increpando a los demás desde motos y taxis. No paran de gritar y agitar enormes brazos peludos. Hasta las mujeres tienen los brazos peludos. ¿Es que no han oído hablar de la cera? ¿Hola? Me está entrando el peor dolor de cabeza de mi vida; tengo una presión aquí, en la frente. Parece que hasta los dependientes de las tiendas y los obreros disfrutan gritando en su incomprensible idioma sólo para molestarme. Parece como si hablaran español para subnormales. Y yo que creía que Puerto Rico era ruidoso. No es nada comparado con Roma.
Tardamos tres horas en encontrar el barrio en el que se supone que está nuestro hotel, porque Juan se equivoca una y otra vez de camino, convencido de que entiende el suficiente italiano para seguir las indicaciones de gente que no le pilla una sola palabra de lo que dice. Su orgullo le impide admitir que no sabe lo que hace, mi'ja. Aún me porto bien, no le critico. En serio. Por fin encontramos el sitio gracias a unos romanos y su pseudoespañol cantarín, pero una vez allí, empiezo a desear volver al atasco.
Esperaba otra cosa. Sé que no debería quejarme, pero estoy acostumbrada a un cierto nivel de comodidad. Sé que el viaje me ha salido gratis y que Juan está intentando agradarme por San Valentín (con un mes de antelación). Ni siquiera me quejé cuando sugirió que viniéramos a Roma en enero, la época más fría y tristona. He intentado tener paciencia y portarme bien con él.
Pero, mi'ja, no estoy acostumbrada a hoteles como el que ha reservado. Yo viajo constantemente por trabajo, y siempre le pido a Travis que me reserve otro tipo de sitios. Quiero decir que Juan tenía que haber sabido, sólo por el nombre, que no iba a ser un gran sitio. ¿Hotel Aberdeen? ¿Quién va a Roma y se aloja en cualquier cosa Aberdeen? De verdad. Suena a lugar detrás de una fábrica de procesar carne en la América profunda. La fachada parece la del ministerio de defensa italiano. Qué romántico, ¿verdad, mi'ja? Es un hotel pequeño, lúgubre, y huele a antiséptico. Estoy tan cansada que no tengo fuerzas para protestar. Sigo a Juan hasta la desvencijada cama de matrimonio de nuestro cuartucho. Me matan los pies.
– Ni hablar -digo al ver la cama.
– ¿Qué?
– Que no me voy a acostar contigo. Ya lo sabes. Necesitamos una habitación con dos camas. Consigue una habitación con dos camas.
Me siento en una silla medio coja y pongo carita de culpa.
Juan descansa los hombros y se frota los ojos. Una de las lentillas sale disparada y cae al suelo. Se pone a gatas y empieza a dar golpecitos en una moqueta mugrienta con aspecto de Mister Magoo.
– Vas a coger algo si vuelves a ponerte eso en el ojo -digo.
– Vale. Lo que tú digas.
Se quita la otra lentilla y también se le cae al suelo, saca las gafas de la maleta y se las pone. Se las quita y se frota el puente nasal. Suspira. Tiene esa mirada borrosa que se le pone cuando se siente perdido.
– ¿No puedes esperar hasta mañana, Navi? Estamos cansados. No voy a intentar nada, te lo prometo. Vamos a descansar.
– Dos camas.
Y levanto dos dedos.
Me deja en la habitación y regresa a los quince minutos con otra llave. Nos vamos a una habitación con sus dos camas. Individuales. No soy pequeña. Las camas individuales italianas, como todo en Europa, desde la ropa a las raciones en los restaurantes, pasando por la gente, son más pequeñas que el equivalente americano. No sé cómo esperan que duerma ahí; es como una cuerda de equilibrista. No digo nada porque no quiero que Juan se sienta peor. Ni siquiera hay botones, y Juan tiene que volver al coche a por mis maletas. Mientras, inspecciono el baño y el armario. Simple y funcional, ni asomo de lujo. No voy a poder usar el secador o la tenazilla, porque en Roma hay unos enchufes rarísimos, mi'ja. Y por supuesto, en el hotel no hay secador. Ya sabes cómo son estas italianas, prefieren que el pelo gotee hasta secarse, salvaje e indomable. Voy a parecer un caniche electrocutado si Juan no encuentra una solución. Tengo que hablar seriamente con él.
Sin embargo, estoy tan cansada. Espero a que Juan traiga la maleta que tiene la ropa interior, saco los pijamas de seda, el azul claro con bata a juego, y me cambio bajo la espantosa luz azul del baño. Sin decir una palabra, me meto en mi chirriante camita y caigo en brazos de Morfeo. Cuando despierto más tarde me encuentro con que Juan ha estado explorando los alrededores en busca de algo que comer, y ha puesto un pequeño almuerzo sobre la mesa descascarillada. Ha traído pizza italiana, muy distinta de la americana porque es muy fina y apenas lleva queso, pasta fría y ensalada. Ha comprado vino, una botella de agua y unas flores que ha puesto en uno de los pringosos vasos del baño. Hasta ha traído pastas italianas en una caja blanca atada con una cinta como si fuera un regalo.
– ¿Quieres que te sirva? -pregunta.
Me levanto, me siento a su lado y me disculpo por haber sido tan desagradable. Dice que lo entiende porque estábamos muy cansados.
– Pero más te vale encontrar un adaptador para el enchufe del baño -le digo-. No puedo salir sin pasarme la tenacilla de rizar el pelo.
– Vale. Lo que quieras.
La comida está deliciosa y decido no pedirle que busque otro hotel. He vivido en sitios peores -durante gran parte de mi niñez, de hecho- y puedo soportarlo. No estoy encantada, y quiero que lo sepa, pero tampoco voy a cebarme. Le haría mucho daño.
Después de comer, nos duchamos y vestimos por turnos. Escojo un sencillo traje negro y zapatos de tacón, con un chal conjuntado como colofón. Le pido que no vuelva a meter la pata con el pelo y la ropa, y que saque algo decente de la maleta. Ha hecho planes para esta noche, un concierto en un club de jazz en la zona de moda de Roma. Insisto en que cojamos un taxi esta vez, y parece reticente. Probablemente es porque ha calculado hasta la última lira del viaje. Le digo que yo pago el taxi, y accede con desgana. Dice que un amigo le contó que en la parte de arriba del club se puede bailar salsa. Nada más llegar comprobamos que es verdad. Y adivina… ¡Hay montones de puertorriqueños! No doy crédito. Es como si no hubiéramos salido de Boston. Bailamos casi toda la noche y volvemos en taxi al calabozo. Lo he pasado muy bien a pesar de mi predisposición, y hasta he dado carta blanca a Juan, aunque no llegamos hasta el final, y le he hecho darme un masaje en los pies para empezar.
Al día siguiente vuelve a levantarse temprano, rastrea la zona en busca de un adaptador para ese estúpido enchufe y su botín esta vez es fruta, pan, queso y café para servirme el desayuno en la cama. Me ducho y me visto. Escojo un conjunto de Escada blanco y negro con pantalones negros. Remato con zapatos planos de Blahnik blancos y negros, y una lujosa capa de alpaca de Giuliana Teso (italiana, por supuesto) y gafas de sol. Me pongo un par de guantes de cuero negro y paso el monedero y el móvil a un Furia de ante blanco y negro.
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