– ¿Crees que una mujer así puede permitirse un coche como ése? -cuchichea.

Chuck percibe algo en mi expresión corporal o facial y de alguna forma se retracta.

– No estoy diciendo, quiero decir, ya sabes, esa gente tiene el mismo derecho que cualquiera de comprarse el coche que quiera…

– Por supuesto -digo.

Chuck cambia de tema.

– Bueno, cuéntame eso dominicano -dice.

Hojea un Vanity Fair mientras habla. Leo en su cuerpo que la conversación ha dejado de interesarle. Quiere implantes de pecho, escándalos sexuales y, bueno, nada más.

– Vale, éste es el tema -arranco. Coloco las manos en los brazos de la silla, y es un gesto consciente porque mi tendencia en estas reuniones es hacerme una bola y esconderme. Le explico el problema-: Los puertorriqueños y los dominicanos tienen mucho en común. Ambos son del Caribe y de tierras hispanohablantes, comparten tradiciones culinarias y muchos valores. Pero sienten mutuamente un odio irreflexivo.

– Son de países parecidos. ¿Por qué se odian?

Hago una pausa. ¿Me atrevo a corregirlo? Por-su-pues-to.

– Puerto Rico no es un país.

Sonrío, intento no parecer «combativa», o «irritable».

Pone los ojos en blanco, asiente como si no pudiera entretenerse con detalles insignificantes y pasa más rápido las hojas de la revista.

– Ya sabes lo que quiero decir. Ya estás de nuevo metida en política. No es lo que queremos.

– Lo sé, lo sé, pero ése es en parte el motivo por el que se odian. Aquí en Boston hay muchísimos, luchan en muchos casos por los mismos trabajos mal pagados, viven en los mismos barrios. Y por ser americanos de nacimiento los puertorriqueños cuentan con ayuda gubernamental, pero los dominicanos no. Los dominicanos tienen problemas de inmigración, los puertorriqueños no.

Me mira confuso:

– ¿Por qué los puertorriqueños no tienen problemas de inmigración?

– ¿Habla en serio? -pregunto.

– Es a esto a lo que me refiero, Fernández. Te sales por una tangente que sólo tiene sentido para ti.

– Chuck, porque son americanos de nacimiento. Puerto Rico es territorio de Estados Unidos.

Pienso: «¿No enseñan eso en Harvard?».

– Entonces ¿pueden venir sin más? No puede ser cierto, ¿no?

– Han nacido aquí. No vienen de ninguna parte. Eso es lo que significa territorio. Son tan americanos como usted, con la excepción de que no pueden votar en las elecciones presidenciales si no viven en Norteamérica.

– Oh. ¿De verdad? No puede ser.

– Es verdad.

«No suspires, Lauren, no pongas los ojos en blanco. Sonríe, hermana, sonríe.»

Se encoge de hombros como si todavía no me creyera, y dice:

– Sigue. Pero te digo desde ya que sigo pensando que no es suficientemente personal. Quiero personas en tus artículos, de carne y hueso, con las que la gente de la calle se pueda identificar.

– Vale. Así que los dominicanos tienen sus prejuicios sobre los puertorriqueños, como que son vagos o que las mujeres son demasiado independientes, y viceversa. Los puertorriqueños están convencidos de que los dominicanos son todos narcotraficantes o demasiado machistas.

Chuck cabecea furiosamente esperando que acabe. Me pregunto cómo sería tener un jefe que al verme no empiece a silbar la musiquilla del anuncio del restaurante Chichi.

Hago un esfuerzo por explicárselo todo.

Chuck pone cara de «el que lo huele debajo lo tiene». Demasiado complicado para él. No le gusta la idea.

– No creo que el lector medio distinga entre dominicanos o puertorriqueños. Si no entienden lo que quieres decir en el primer párrafo, Lauren, no van a seguir leyendo. Esto es un periódico, no un libro de texto. Dales chicas reales con problemas reales.

– Los puertorriqueños y dominicanos lo entenderán -digo-. Si es que te importa. Si a este periódico le importa.

«¿Por qué has dicho eso? Irritable Lauren, combativa Lauren. Azote, azote.»

– No empieces con eso otra vez. Ya lo hemos hablado. Tu columna debe ser divertida, ligera, accesible. Se supone que es el contrapunto al contenido serio del resto del periódico. Nada de política. ¿Vale?

– Claro, vale.

Una estudiante asoma su cabeza por la puerta y le dice a Chuck que su esposa está en la línea cuatro. Levanta el teléfono, pulsa la línea cuatro y sigue hablando conmigo, moviendo una mano como si estuviera dirigiendo una sinfonía:

– Algo ligero, algo divertido. Ya sabes, «frescura picarona». Entretenimiento. Hola, cielo.

Gira su silla hasta darme la espalda. Y con eso, hemos terminado.


… Novias, considerad la columna de hoy un llamamiento a todos los novios perezosos de ahí fuera. Chicos, tenéis menos de un mes para conseguir el regalo perfecto de San Valentín; y por favor, ni flores ni bombones (otra vez). Aquí tenéis algo en lo que pensar mientras salís de compras. San Valentín era un cura romano que continuaba celebrando bodas, ignorando un decreto del emperador Claudio II que prohibía a los soldados casarse ¡Ah, el poder del amor! Y un recordatorio para las féminas que al recibir una caja de bombones baratos de su deslumbrante Casanova piensen entregarse: Valentín fue canonizado por defender el compromiso. No os entreguéis a menos que vaya a quedarse.

De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ

Capítulo 7. USNAVYS

El año pasado, Juan me llevó a San Diego en San Valentín. Conseguimos visitar a Amber en Los Ángeles y vimos la lúgubre cuevita en la que vive con ese extraño hombre rata mexicano, pero ése fue el mejor momento del viaje. Insinué entonces que esperaba que me llevara a un sitio mejor la próxima vez, así que este año ha montado un viaje por Europa. Me dijo que quería llevarme a Roma, el lugar en el que se inventó el día de San Valentín. Nos vamos hoy. Cuando recojo a Juan en su apartamento, parece impresionado al ver mis maletas. No tiene mucho cerebro. Ay, mi'ja, me vuelve loca. En serio. Sólo llevo dos maletas grandes -Vuitton-, una maleta pequeña con bolsos, guantes, pañuelos y zapatos, una caja con maquillaje, un maletín de mano, mi bolso de viaje y una cesta de paja Kate Spade con espacio suficiente para la botella de agua, revistas, discos compactos y chucherías.

– Sólo es un fin de semana largo -dice-. ¿Tienes que llevar todo eso?

Sí, quise decirle, pero es un fin de semana largo en Roma. Se supone que es el regalo de San Valentín, pero era demasiado caro ir justo el día de San Valentín, según dice. Además, quiere estar por aquí para el baile de San Valentín del centro de rehabilitación. Así que lo estamos celebrando a principios de enero. Vulgar, ¿no? Pero así es siempre todo con Juan. Puse los ojos en blanco detrás de mis gafas de sol de Oliver Peoples y no dije nada, porque me prometí a mí misma (y a Lauren) que esta vez me portaría bien con Juan. Lauren me ha recordado que Juan ha estado ahorrando mucho tiempo para ofrecerme esto y que debería apreciarlo, dijo, en su justa medida. El porcentaje de los ingresos de Juan que hace falta para poder irnos a Roma cuatro días es enorme. Lo entiendo. Lo entiendo. Entiendo que está arruinado. ¡Es broma! Dios, a veces te tomas todo demasiado a pecho, mi'ja. Si de verdad me importara lo que gana Juan, no estaría aquí. Para serte sincera, le quiero. Más de lo que he querido a nadie. Y eso me asusta.

No quiero ni contarles lo que llevaba Juan. Una pequeña Samsonite de plástico verde rajada en un lateral. Estaba horrorizada. Horrorizada. Quería pasar a buscarme en su ruidoso Volkswagen Polo, el que no tiene calefacción, el de los limpiaparabrisas que ensucian, el que tiene el suelo tapizado de vasos de café de papel. Oh, oh, ni hablar. Puedo portarme como una barriobajera, pero a tanto no llego.

Le fui a recoger en mi BMW, aunque no me pareciera lo más apropiado, dadas las circunstancias. Pero estoy portándome bien, ¿se acuerdan? Y allí estaba él, esperando en la calle, con su triste y diminuto equipaje, la raya al medio y esos zapatos de J. C. Penny que está convencido de que «molan». ¡Ay! Dios-mí-o.

Juan tiene buen aspecto hasta que intenta tener buen aspecto, si es que esto tiene sentido. El pelo, cuando lo deja tranquilo, se le riza y eso le da un atractivo aire de científico despistado. La barba le queda bien, si se la deja crecer un par de días. Casi se parece a su héroe, el Che Guevara. Las gafas de cristal ahumado -que escogí yo, muchas gracias- le dan un aire inteligente e interesante. Pero cuando cree que tiene que hacer un esfuerzo por parecer presentable, lo echa todo a perder. Se alisa el pelo como un estudiante de tercero, se afeita dejando al descubierto una raquítica barbilla. ¿Y los cortes de la navaja de afeitar? El nene nunca aprendió a afeitarse. Lleva unas lentillas que le irritan los ojos y al final parece que ha estado llorando o bebiendo todo el día. Se pone pantalones de poliéster convencido de que son mejores, en lugar de cómodos vaqueros y camisetas. No les cuento nada que no le haya dicho a él. Pero ¿me escucha? No. No me malinterpreten. Creo que es increíblemente guapo, mi'ja. Me pone. Sólo querría que tuviera más dinero. ¿Es un crimen?

Cuando me llamó y me dijo que podíamos volar de Boston a Roma pasando por el aeropuerto de Heathrow, en Londres, o por el de Dublín, en Irlanda, escogí Londres, por supuesto. Los irlandeses no son nada sofisticados, mi'ja, ya lo sabes. Ojalá hubiera un vuelo directo de Boston a Roma, pero no hay. Seguramente podríamos haber cogido un vuelo directo desde Nueva York, habría sido lo más fácil, pero no lo planteé. Juan no repara en las cosas prácticas. Vive obsesionado con el trabajo, intentando inventar la manera de mejorar la eficacia de sus programas. A veces tienes que sacudirlo para conseguir que te haga caso.

Así que aquí estamos, en la última etapa del viaje, de Londres a Roma. He estado metida en aviones las últimas doce horas. Doce, mi'ja, un uno y un dos. Doce horas intentando acomodarme en estos asientos diminutos porque Juan no pudo conseguir primera clase. Doce horas con los pies dormidos dentro de estos zapatos rojos de punta de Saint John's; tengo el pie ancho, pero no soporto los zapatos anchos, sobre todo si son rojos. Doce horas sin un verdadero baño o una verdadera comida. Doce horas escuchando historias sobre los hombres a los que Juan ayuda en el centro de rehabilitación. David, que estuvo enganchado durante casi veinte años y que ahora trabaja en Wendy's y lleva limpio un año entero. Luis, que quemó la casa por fumar crack en la cama y casi muere abrasado y que ahora trabaja en el departamento de limpieza y ha encontrado una buena novia. Y más y más. Muchos finales felices. Ésos son los que más le gustan. Pero también los hay tristes. No me importa escucharle. Sé que siempre digo que quise salir del «barrio», y es cierto. No regresaría allí ni por todo el oro del mundo.