– Eso es genial -dice, agachándose para besarme suavemente. Levanto la mirada y lo miro. Me desliza un dedo suavemente por la mejilla-. Tu felicidad es la mía. De verdad.
No detecto nada en su cara o en su voz que indique que se sienta amenazado o contrariado. Pero en sus ojos… Ahí está… Es envidia.
– Lo siento -digo-. Ojalá estuvieras en mi lugar. Lo lamento tanto.
Se encoge de hombros y sonríe, pero sus ojos están tristes.
– Pero ¿por qué, mi amor? Me alegro mucho por ti.
De nuevo siento sus brazos a mi alrededor y comprendo lo afortunada que soy. Lauren pasó tanto tiempo quejándose de los hombres la última vez que nos reunimos las temerarias que casi empecé a creerla. Dijo que hasta los que parecen buenos y maravillosos, no lo son. Está equivocada. Gato es perfecto. Es uno de los pocos hombres que conozco capaz de superar su educación machista.
Está feliz por mí; lo dice, y estoy muy segura de que lo siente.
Me quedé tan impresionada como el resto de la ciudad al enterarme del suicidio de Dwight Readon, columnista legendario del Gazette y mentor ocasional. Los que conocimos a Dwight conocimos lo bueno -su atronadora risa, su toque cínico en asuntos de política local que enmascaraba un corazón grande y compasivo, su abierto estímulo a los periodistas jóvenes- y lo malo, el conocido como Desorden Afectivo Estacional. En los días malos llegaba con el ceño fruncido, quejándose de dolor de cabeza, y contándole a cualquiera que se acercara a su escritorio lo deprimido que estaba. En los días especialmente tristes, incumplía una fecha de entrega. Nuestro error fue no tomar sus palabras y síntomas lo suficientemente en serio. El Desorden Afectivo Estacional es un tipo de depresión provocado por el cambio de estaciones, se cree que está relacionado con la disminución del tiempo de exposición a la luz del sol cuando los días se acortan en invierno. Los que trabajamos en Boston sabemos que no es raro llegar a la oficina siendo aún de noche para salir de noche por la tarde. Con el oscuro enero encima, animo a cualquiera que crea que pueda padecer DAE a que pida ayuda. Me gustaría haber tenido el sentido común de ayudar a Dwight. Le echo de menos. Esta ciudad es más gris sin sus palabras
De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ
Capítulo 6. LAUREN
El edificio del Boston Gazette parece una enorme y fea escuela pública construida en los años sesenta permanentemente controlada por enormes celadoras con redecillas en el pelo. Ladrillo rojo visto, ventanas de cristal verde, un césped que parecería tentador de no ser por los letreros de «Prohibido pisar el césped». Ya he dicho bastante.
A uno de los lados de la mamotrética estructura se alinean camiones naranja chillón. En la parte trasera está el muelle de carga, donde los del sindicato se sientan a leer el Herald, a pesar de que trabajan para el Gazette. En esta ciudad los periódicos reflejan patentes conflictos de clase. A la gente del sindicato le gusta el Herald, porque es un periódico para la clase obrera, un tabloide lleno de fotos grandes y sin palabrería multiculturalista. Vienen a trabajar con el Herald bajo sus musculosos brazos y los dejan por ahí para que nosotros los periodistas los veamos cuando entramos buscando refugio del viento y de la nieve.
El único escritor del Gazette que gusta a los mozos de carga ahora que Dwight no está es Mack O'Malley. El periódico solía imprimir las derechadas de O'Malley sobre cosas como que las mujeres no deberían trabajar y por qué hay que aceptar la política a favor de las minorías, hasta que una revista de verificación de datos de McCall averiguó que O'Malley se inventaba la mayor parte de los datos que aparecían en sus columnas. No me sorprendió. Durante mi primera semana de trabajo un viejo amigo y colega suyo, el columnista de deportes Will Harrigan, me contó con una voz espesa que olía a whisky:
– Niña, te voy a decir tres cosas que debes saber para trabajar aquí. Lo primero, que O'Malley se inventa toda su mierda. Lo segundo, que Dwyer (el jefe de redacción) tiene un electroencefalograma plano. Lo tercero, no lleves faldas tan cortas que me pones a tono.
Después de mucha burocracia, O'Malley fue despedido, pero terminó ganando más dinero escribiendo la misma basura para un periódico de Nueva York donde la comprobación de las fuentes nunca ha sido un problema. La última vez que supe de él, tenía su propio programa en un canal de noticias por cable.
Por dentro, el edificio del Gazette es impersonal. Largos pasillos de suelo de gres color gris iluminados por fluorescentes. No ha entrado aire fresco en este edificio desde hace varias décadas; no, desde que aquel grupo de manifestantes de Southie tiraron un cóctel molotov por la ventana principal. Cuando la rotativa despierta al caer la tarde, el edificio entero tiembla. En las mesas de los que se sientan bajo los respiraderos hay montoncitos de una sustancia negra que parece ceniza. Dirán que es polvo. Pero todo el mundo sabe que es tinta.
Sólo las oficinas de los editores tienen ventana. Son las únicas que hay. En mi sección, el ala de los articulistas, no hay ventanas ni las habrá nunca. Nuestra luz proviene de alargados tubos blancos que parecen fémures. La moqueta fue de color morado hace tiempo, pero se ha vuelto color vaquero gastado. No sé muy bien cómo.
A pesar de todo, me encanta mi despacho. Lo he cubierto con telas mexicanas y rosarios de santería sólo para asustar al personal. Es como una inmensa tarta de boda plantada en medio de la sala de redacción que comparto con unos cuarenta periodistas y editores. Les pone nerviosos, me gusta creerlo al menos, celosos y aterrorizados. La Virgen de Guadalupe llama la atención encima de mi ordenador con las manecillas de latón de un reloj roto asomando por el ombligo. En el cajón de mi mesa guardo una botella de aceite Boss Be Fixed que encontré en una herboristería de Chelsea y compré por dos pavos cuando me documentaba sobre la religión palo mayombe antes de conseguir mi propia columna. Me costó dos semanas hacer que el editor pasara por el aro. «¿Palo quién? ¿Eso es vudú? Si tiene que ver con una secta satánica nuestros lectores no lo entenderán. Soplan aires muy cristianos y patrióticos por aquí. La gente va a darse de baja. Hay una procesión con un par de santos por el North End, ¿por qué no vas a cubrir eso? Deberías entender italiano, ¿no? Ahí van veinte pavos. Y de paso trae biscotti, de almendra.»
Pegué dos judías rojas secas en el auricular de mi teléfono, y al lado puse una Barbie rapada con pinturas de guerra en la cara. En el panel que me separa de los escandalosos y flatulentos de deportes he pegado las inevitables fotos con Ed sonriendo con cara de bobo. Junto a las fotos, una lista de los principales hombres (sí, todos hombres) de negocios latinos de la parte de Boston, hombres que, hasta que empecé a trabajar en el Gazette, centraron sus esfuerzos en los pobres y tendenciosos medios de comunicación en español, convencidos de que al Gazette no le interesaba lo que se estaba cociendo. Tenían razón. Pero ahora que estoy aquí, el Gazette tiene que guardar las apariencias. Igual que yo.
Por culpa de esa gran charada que yo llamo carrera, me estoy preparando para la reunión que estoy a punto de tener con el idiota de mi editor, Chuck Spring. Intentaré convencerle de que autorice una columna sobre la enemistad entre dominicanos y puertorriqueños.
Ha pasado menos de un minuto desde la última vez que pulsé el botón de recuperación de mensajes pendientes en la pantalla del ordenador. Una sola palabra: «Entra», es lo que Chuck escribe cuando quiere discutir conmigo una idea para un artículo. O al menos eso es lo que nos envía a Iris y a mí, la otra columnista de la sección «Estilos de Vida». Cuando escribe a Jake o a Bob es bastante más amable. Claro, Jake es hombre, se graduó en Harvard, alma mater de Chuck, y son miembros de la misma hermandad. Para aquellos que no estén familiarizados con este tipo de clubes, les diré que fueron declarados ilegales por la universidad por no admitir mujeres. En algunos casos, ni siquiera permiten que las mujeres se acerquen a la entrada de la sede a no ser que lleguen discretamente escondidas en una tarta gigante. En cualquier caso, las hermandades siguen vivas, tan sólo se han alejado varias manzanas del campus de la universidad para eludir vigilancias. Chuck sigue llevando su chaqueta secreta rosa de un solo botón a juego con la corbata secreta a rayas los días que tiene reunión secreta al salir de la oficina. Todos llevan el uniforme. Los colores de la banda.
Sus colegas del Gazette ven a Chuck como a un hombre con la inteligencia de un hámster recién nacido. Pero tiene buenos contactos, así que nadie que aprecie su carrera se mete con él. Es el ahijado del dueño. Procede de una vieja familia de Nueva Inglaterra de las que van al Vineyard para cambiar cuando el Nantucket se vuelve insoportable. Después de un par de años charlando con él, la palabra más suave que me viene a la cabeza es endogamia. En las fotos de familia que tiene en el despacho todos se parecen a él, hasta su mujer. Cabezas cuadradas, ojos pequeños, el pelo de un color que no es exactamente un color, y cuerpos flacuchos enfundados en chaquetas de punto. Una vez me encargó, sin una pizca de humor, que escribiera un artículo sobre los emigrantes mexicanos que había visto trabajando en las plantaciones de tabaco cuando iba a Berkshires (sí, hay plantaciones en Massachusetts).
– Quiero que te infiltres ahí, Fernández, que vivas su vida. Descubre lo que les motiva, lo que les fastidia. Averigua qué cantan por la noche en el fuego del campamento.
Me atrevo a decir que esperaba que esos hombres maltrechos de Zacatecas se dieran la mano, después de dejarse la espalda trabajando, para cantar Kumbayá, como hacía él en el campamento de verano episcopal cuando era un joven prometedor y sanote.
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